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Darina sintió cómo la rabia crecía dentro de ella, hirviendo en su pecho. La furia de años reprimidos se desbordó en un solo impulso.Empujó al hombre con todas sus fuerzas, y lo miró fijamente, sus ojos llenos de un fuego que no podía apagar.—Ah, ¿es eso? Claro, no puedes creer en mí, necesitas siempre un testigo de mi inocencia. ¡Eres patético, Hermes Hang! —la voz de Darina vibraba con desprecio y dolor.Intentó salir, pero él la detuvo, más firme que nunca. Su cuerpo imponente la bloqueaba.—¿Y qué puedo hacer? —replicó él, con una sonrisa amarga en los labios—. ¿No recuerdas que encontraron el veneno en tu cajón? ¡El veneno con el que mataron a Rosa!Las palabras de Hermes cayeron como un peso sobre ella, y Darina lo miró, su rostro se tornó en un reflejo de dolor profundo.En sus ojos brillaba una mezcla de desesperación y horror.Esa mirada, la misma que él conocía, tan bien, suplicante, vulnerable.—Yo nunca le hice daño a Rosa. —su voz tembló, como si al pronunciar esas palab
Darina rompió el beso como si los labios de Hermes la hubieran marcado con fuego.Retrocedió de golpe, con la respiración entrecortada y los ojos abiertos de par en par.—¿Qué haces? —jadeó, temblando—. No tienes que besarme… ¡Tú y yo no somos nada!Hermes dio un paso hacia ella, con el corazón acelerado, como si aún no comprendiera lo que acababa de hacer.Pero Darina lo miró como si fuera un completo desconocido.—Somos los padres de tres niños, Darina —dijo él con voz grave, cargada de una emoción que apenas podía controlar—. Ellos nos unen. Vamos a casarnos.Ella parpadeó, sorprendida, antes de echarse a reír.Una risa amarga, rota, que brotó desde lo más profundo del pecho. No era burla. Era desesperación. Era enojo. Era dolor acumulado durante años.—¿Casarme contigo? —soltó, con una mezcla de incredulidad y burla—. ¡Yo nunca me casaré contigo, Hermes Hang!Él frunció el ceño, dolido, desconcertado.—¿Por qué? ¿Es que acaso… hay otro hombre?Esa pregunta cayó como una bomba en me
Alfonso temblaba. Cada fibra de su cuerpo vibraba como una cuerda rota.Su mundo, sus certezas, sus recuerdos, todo se desmoronaba en tiempo real, frente a sus ojos.—¿Qué? Espera… ¿Mi hijo? Pero… tú te casaste con otro, dijiste que él era el padre y...—¡Mentí! —gritó Edilene, con la voz casi débil—. ¡Mentí porque estaba rota, porque me heriste como nadie! Te vi con esa mujer, con Anahí, mientras yo soñaba con nuestra boda. Tú tuviste un hijo con ella, y entonces... yo quise devolverte el dolor. ¡Oculté a nuestro hijo! ¡Lo hice por rabia, por orgullo! ¡Pero no puedo más!Su voz quebrada golpeó como un trueno.Los ojos de Alfonso se clavaron en el niño frente a él. Su corazón latía como si quisiera romperle el pecho.Elliot... ese niño... ¿Era suyo? ¿El fruto de un amor que creía muerto? ¿Era real o mentira?—Estoy dispuesta a hacer una prueba de ADN —continuó ella—. ¡No tengo miedo! Elliot es tu hijo, ¡es tu sangre! ¿De verdad crees que mentiría con algo tan sagrado? ¿A ti... y a él?
Cuando bajaron del auto, un sol tenue bañaba las veredas del zoológico.Darina entrecerró los ojos al ver el lugar; no recordaba la última vez que había estado en uno.Un guardia apareció con tres triciclos coloridos, y los niños soltaron un grito de alegría tan espontáneo que Darina sintió que algo dentro de su pecho se ablandaba.Los pequeños corrieron hacia los carritos, subieron entusiasmados, pedaleando con torpeza mientras sus risas llenaban el aire como campanas felices.Hermes y Darina los empujaban suavemente, uno a cada lado, como una familia que siempre hubiera estado unida.—No tenías que comprarles todo esto —murmuró Darina, apenas audible entre el bullicio infantil.Hermes sonrió sin dejar de mirar a los niños.—Son mis hijos —dijo con suavidad y orgullo—. Si pudiera, les compraría el mundo entero.—Los vas a malcriar —sentenció ella, con ese tono que intentaba ser severo, pero en el fondo sabía que también hablaba desde el miedo de que los niños se hicieran ilusiones… o
Sus labios se rozaban con desesperación contenida, como si el pasado pudiera curarse con un beso. Se buscaban con urgencia, con hambre… pero justo cuando parecía que el deseo iba a consumirlos por completo, un sonido los detuvo en seco.Un llanto.Ambos se quedaron congelados.Hermes cerró los ojos, respirando hondo. Su corazón palpitaba desbocado, no solo por la pasión, sino por la conciencia de su responsabilidad.Se incorporó con un suspiro y caminó hacia la habitación de los niños, donde Helmer lloraba agitado.—Papito... —sollozó el niño mientras Hermes lo cargaba con ternura—. Soñé que mami se iba... No quiero que mami se vaya nunca.Hermes sintió un nudo en el pecho. Lo apretó contra su pecho con fuerza, como si con ese abrazo pudiera protegerlo del mundo.—Shh... mami no se va, mi amor —susurró, acariciándole el cabello—. Papi está aquí, y va a cuidarla. Vamos a estar juntos. Siempre.El pequeño se fue calmando poco a poco, su respiración se hizo lenta y sus ojitos se cerraron
Hermes llegó a la mansión.Sus pasos resonaron en el mármol con una mezcla de urgencia y desdén.Llevaba una maleta en mano, el corazón lleno de determinación y la mente anclada en otra mujer.Pero al entrar en su habitación, se detuvo en seco.—¿Qué demonios…?Alondra estaba ahí. Apenas cubierta por una bata de seda que dejaba poco a la imaginación, con el cabello suelto y los labios maquillados como si esperara una cita romántica.—Hermes… —susurró con voz melosa, dando un paso hacia él.Él frunció el ceño, incapaz de creer lo que veía.—¿Qué haces aquí? —gruñó—. ¿Acaso no fui claro cuando te dije que no quería volver a verte en esta casa?Lorna se detuvo, pero no retrocedió. Sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque no eran del todo honestas.Jamás lo había visto así, con tanto desprecio en la mirada.Lo conocía frío, sí… pero nunca tan ajeno, desde su traición descubierta nunca pudo recuperarlo y eso la ahogaba de rabia.—Escúchame, por favor… —susurró mientras se acercaba más y col
Edilene apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en la piel.El rencor ardía en su pecho, el orgullo herido la cegaba. Sacó el celular y marcó.Su voz fue una orden helada:—¡Ahora!En cuestión de segundos, los guardias de seguridad irrumpieron en la oficina. Anahí apenas pudo reaccionar.—¡Saquen a esta mujer de mi vista! —gritó Edilene, con el rostro deformado por la rabia— ¡No la quiero un segundo más en la empresa Morgan!Los guardias dudaron. Se miraron entre ellos, incómodos, como si la orden fuera demasiado.—¿Qué esperan? —vociferó Edilene— ¡Si no obedecen, les juro que Alfonso los despedirá a todos!La amenaza hizo efecto.Los hombres, con pesar en los ojos, se acercaron a Anahí.Ella retrocedió, incrédula.—¡No! ¡Esto es una locura! —gritó, resistiéndose— ¡No he hecho nada!Pero no le sirvió de nada.La sujetaron por los brazos. Edilene los siguió con paso triunfal, como si acabara de ganar una guerra.Al llegar a la sala común, donde todos los empleados e
El miedo le recorría el cuerpo como veneno caliente.Darina forcejeaba con furia ciega, sus muñecas atadas ardían por la fricción, y su garganta era un eco reseco de tantos gritos… pero aun así, seguía intentándolo.—¡Suéltame! ¡Auxilio! ¡Por favor…!Pateaba el aire, se retorcía, lanzaba su cuerpo hacia atrás como un animal herido.Pero el hombre que la sujetaba no cedía. Sus manos eran grilletes de hierro, insensibles a su desesperación.—No luches, Darina —escupió con desprecio—. ¡Estás acabada! ¡Este es tu castigo!Un sollozo le desgarró el pecho.El terror le nublaba la vista, le punzaba las sienes como cuchillos invisibles.¿Por qué me está pasando esto? ¿Por qué nadie me escucha?Entonces, un alarido rompió el aire como cristal hecho trizas.—¡Señora! —gritó el chofer— ¡Nos están siguiendo!Alondra se giró con brusquedad hacia la ventana trasera.Y al ver las luces acercándose, la sangre se le heló.—¡Acelera! —rugió, con la voz temblando—. ¡No dejes que nos alcancen! ¡Piérdelos,