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La pequeña los miraba con una mezcla de duda e incomodidad. Había algo en el aire, una tensión invisible que incluso ella, con su corta edad, podía percibir. Pero bastó una mirada a su madre para que sus piececitos corrieran decididos y se abrazaran con fuerza a sus piernas.—¡No beses a mami! —protestó con una voz aguda, protectora—. ¡Mami es de Rossyn!Fue en ese instante que Hermes soltó lentamente a Darina, como si la niña hubiera pronunciado un conjuro. Dio un paso atrás, esbozando una sonrisa apagada, llena de matices.—Mi princesa... ¿Dormiste bien, cariño?La pequeña no respondió con palabras. Solo alzó sus bracitos, pidiendo que su madre la cargara como si fuera un bebé, refugiándose en el amor más seguro que conocía.—¡Mami es de Rossyn! —repitió, como si con eso todo pudiera resolverse.Hermes la miró con ternura, y bromeó:—¿Y papá? ¿Papá no es de Rossyn también?La niña lo pensó un segundo, y luego, con una lógica impecable y sonrisa orgullosa, asintió con vehemencia.—¡Sí
Hermes sonrió con ternura, tratando de recuperar algo de calma.—Vamos… ¿Quieren dormir un poquito más?Los tres niños asintieron con vocecitas cansadas, todavía con los ojitos a medio cerrar.Darina cargó con dulzura a Rossyn, mientras Hermes tomó en brazos a Helmer y a Hernán. Caminaron en silencio hasta la habitación. El ambiente estaba cargado de emociones reprimidas, pero los pasos suaves de los niños dormidos le daban un respiro a la tensión.Darina los cobijó uno a uno, acariciando sus frentes con un amor tan puro que casi le quebraba el pecho. Hermes la observó en silencio, sin atreverse a interrumpir aquella imagen tan maternal, tan perfecta… tan lejana de él.Por unos instantes, se quedaron de pie frente a las pequeñas camas. Sin hablar. Sin moverse. Solo respirando el mismo aire, unidos por el vínculo irrompible que ahora dormía profundamente ante sus ojos.Eran sus hijos. Su carne. Su sangre. Lo único que los unía… y al mismo tiempo, todo lo que los separaba.Salieron de la
Anahí sintió cada beso como fuego sobre su piel, cada caricia como una promesa silenciosa.El cuerpo de Alfonso vibraba contra el suyo, incapaz de contener lo que llevaba meses —quizás años—, encerrado.Era extraño.Desconcertante.Nunca, antes había deseado tanto a una mujer… nunca con esa intensidad que ahora lo consumía por dentro.No era solo deseo. Era necesidad, anhelo, hambre de ella.Desde aquella noche con Anahí, no había estado con ninguna otra mujer.No por falta de oportunidades, sino por culpa.Por Edilene.Por haber traicionado a su ex prometida, la mujer a la que le había prometido una vida.Y, sin embargo, en ese momento, en esos brazos, se dio cuenta de algo que lo estremeció: Anahí no solo lo deseaba… también lo redimía.Era la primera mujer desde Edilene que le despertaba las ganas de amar, de entregarse, de sentir otra vez.Su respiración era agitada, sus cuerpos ardientes, entrelazados como si fueran uno solo.No había vuelta atrás.Sus manos se buscaban como si e
Darina sintió cómo la rabia crecía dentro de ella, hirviendo en su pecho. La furia de años reprimidos se desbordó en un solo impulso.Empujó al hombre con todas sus fuerzas, y lo miró fijamente, sus ojos llenos de un fuego que no podía apagar.—Ah, ¿es eso? Claro, no puedes creer en mí, necesitas siempre un testigo de mi inocencia. ¡Eres patético, Hermes Hang! —la voz de Darina vibraba con desprecio y dolor.Intentó salir, pero él la detuvo, más firme que nunca. Su cuerpo imponente la bloqueaba.—¿Y qué puedo hacer? —replicó él, con una sonrisa amarga en los labios—. ¿No recuerdas que encontraron el veneno en tu cajón? ¡El veneno con el que mataron a Rosa!Las palabras de Hermes cayeron como un peso sobre ella, y Darina lo miró, su rostro se tornó en un reflejo de dolor profundo.En sus ojos brillaba una mezcla de desesperación y horror.Esa mirada, la misma que él conocía, tan bien, suplicante, vulnerable.—Yo nunca le hice daño a Rosa. —su voz tembló, como si al pronunciar esas palab
Darina rompió el beso como si los labios de Hermes la hubieran marcado con fuego.Retrocedió de golpe, con la respiración entrecortada y los ojos abiertos de par en par.—¿Qué haces? —jadeó, temblando—. No tienes que besarme… ¡Tú y yo no somos nada!Hermes dio un paso hacia ella, con el corazón acelerado, como si aún no comprendiera lo que acababa de hacer.Pero Darina lo miró como si fuera un completo desconocido.—Somos los padres de tres niños, Darina —dijo él con voz grave, cargada de una emoción que apenas podía controlar—. Ellos nos unen. Vamos a casarnos.Ella parpadeó, sorprendida, antes de echarse a reír.Una risa amarga, rota, que brotó desde lo más profundo del pecho. No era burla. Era desesperación. Era enojo. Era dolor acumulado durante años.—¿Casarme contigo? —soltó, con una mezcla de incredulidad y burla—. ¡Yo nunca me casaré contigo, Hermes Hang!Él frunció el ceño, dolido, desconcertado.—¿Por qué? ¿Es que acaso… hay otro hombre?Esa pregunta cayó como una bomba en me
Alfonso temblaba. Cada fibra de su cuerpo vibraba como una cuerda rota.Su mundo, sus certezas, sus recuerdos, todo se desmoronaba en tiempo real, frente a sus ojos.—¿Qué? Espera… ¿Mi hijo? Pero… tú te casaste con otro, dijiste que él era el padre y...—¡Mentí! —gritó Edilene, con la voz casi débil—. ¡Mentí porque estaba rota, porque me heriste como nadie! Te vi con esa mujer, con Anahí, mientras yo soñaba con nuestra boda. Tú tuviste un hijo con ella, y entonces... yo quise devolverte el dolor. ¡Oculté a nuestro hijo! ¡Lo hice por rabia, por orgullo! ¡Pero no puedo más!Su voz quebrada golpeó como un trueno.Los ojos de Alfonso se clavaron en el niño frente a él. Su corazón latía como si quisiera romperle el pecho.Elliot... ese niño... ¿Era suyo? ¿El fruto de un amor que creía muerto? ¿Era real o mentira?—Estoy dispuesta a hacer una prueba de ADN —continuó ella—. ¡No tengo miedo! Elliot es tu hijo, ¡es tu sangre! ¿De verdad crees que mentiría con algo tan sagrado? ¿A ti... y a él?
Cuando bajaron del auto, un sol tenue bañaba las veredas del zoológico.Darina entrecerró los ojos al ver el lugar; no recordaba la última vez que había estado en uno.Un guardia apareció con tres triciclos coloridos, y los niños soltaron un grito de alegría tan espontáneo que Darina sintió que algo dentro de su pecho se ablandaba.Los pequeños corrieron hacia los carritos, subieron entusiasmados, pedaleando con torpeza mientras sus risas llenaban el aire como campanas felices.Hermes y Darina los empujaban suavemente, uno a cada lado, como una familia que siempre hubiera estado unida.—No tenías que comprarles todo esto —murmuró Darina, apenas audible entre el bullicio infantil.Hermes sonrió sin dejar de mirar a los niños.—Son mis hijos —dijo con suavidad y orgullo—. Si pudiera, les compraría el mundo entero.—Los vas a malcriar —sentenció ella, con ese tono que intentaba ser severo, pero en el fondo sabía que también hablaba desde el miedo de que los niños se hicieran ilusiones… o
Sus labios se rozaban con desesperación contenida, como si el pasado pudiera curarse con un beso. Se buscaban con urgencia, con hambre… pero justo cuando parecía que el deseo iba a consumirlos por completo, un sonido los detuvo en seco.Un llanto.Ambos se quedaron congelados.Hermes cerró los ojos, respirando hondo. Su corazón palpitaba desbocado, no solo por la pasión, sino por la conciencia de su responsabilidad.Se incorporó con un suspiro y caminó hacia la habitación de los niños, donde Helmer lloraba agitado.—Papito... —sollozó el niño mientras Hermes lo cargaba con ternura—. Soñé que mami se iba... No quiero que mami se vaya nunca.Hermes sintió un nudo en el pecho. Lo apretó contra su pecho con fuerza, como si con ese abrazo pudiera protegerlo del mundo.—Shh... mami no se va, mi amor —susurró, acariciándole el cabello—. Papi está aquí, y va a cuidarla. Vamos a estar juntos. Siempre.El pequeño se fue calmando poco a poco, su respiración se hizo lenta y sus ojitos se cerraron