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EMPRESA MORGANLa tensión en la sala de juntas se podía cortar con un cuchillo.Los empleados, alineados alrededor de la mesa de caoba, hablaban en murmullos nerviosos, preguntándose cuál sería el siguiente movimiento de Alfonso Morgan, el dueño de la empresa.Él, como siempre, entró con paso firme y rostro impenetrable.Alfonso se detuvo al frente, mirando al ventanal que dejaba ver la ciudad desde las alturas. Tomó aire, cerró los ojos un instante y, con una seriedad que heló la sangre de algunos, luego se giró a verlos, habló:—He tomado una decisión importante —su voz retumbó como un eco solemne—. Como muchos de ustedes saben, el gerente de Recursos Humanos fue despedido la semana pasada. Después de evaluar nuestras opciones y pensarlo a fondo, ya he decidido quién tomará ese lugar.Las miradas se cruzaron.Algunos susurraron nombres posibles, otros simplemente esperaban.Anahí Solís, sentada cerca de la esquina, tenía los ojos fijos en la mesa. No imaginaba lo que venía.Alfonso s
—¿Qué dice? Señor… ¿Cómo sé que no miente? —exclamó la niñera, con los ojos muy abiertos, abrazando con más fuerza al niño que tenía tomado de la mano.Hermes no pudo responder de inmediato. Sus ojos estaban fijos en los rostros de sus hijos, en esas caritas inocentes que lo miraban con asombro y un poco de miedo.El corazón le latía tan fuerte que le dolía el pecho. No podía creer que, después de tanto dolor, de tantas noches llorando en silencio, los tenía frente a él.—Pero… papi está en el cielo —dijo Hernán, con una vocecita temblorosa, como si recitara algo que había repetido muchas veces para convencerse.Hermes sintió que una puñalada invisible le atravesaba el alma. El aire se le fue de los pulmones.—¿Bajaste del cielo, papito? —preguntó Helmer con una mezcla de emoción y duda.Hermes contuvo las lágrimas. Le ardían los ojos, la garganta se le cerraba. Tragó saliva, intentando que su voz no se quebrara.«¿Les dijiste eso, Darina? ¿Tuviste el valor de inventarles una mentira t
Darina sintió que el alma se le desprendía del cuerpo.Las palabras retumbaban en su cabeza con una violencia que la dejaba sin aliento:“Hermes Hang”. Su peor miedo. Su secreto más oscuro. El hombre del que había huido. El padre de sus hijos.Sus piernas temblaban. La garganta se le cerró.—¡Lo siento! —balbuceó, con la voz rota, mientras se sujetaba del marco de la puerta para no caer—. Tengo que ir… tengo que ir por mis hijos.Los ojos se le llenaron de lágrimas.Era como si el tiempo se hubiera detenido. Una parte de ella gritaba desesperada, con una sola imagen en mente: sus tres niños, solos, confundidos, rodeados de alguien que podría arrebatarlos de su vida.Anahí, que había observado su expresión, sintió un nudo en la garganta.Ella también era madre. Y en ese instante no necesitó una explicación más. Lo entendió.—¡Corre! ¡Ve por ellos! —le dijo sin pensarlo dos veces.Darina no lo dudó.Salió disparada, como si el mismísimo infierno la persiguiera.No sintió las piernas, ni
Darina estaba atrapada en el tráfico denso y caótico de la ciudad.El volante temblaba entre sus manos sudorosas mientras su corazón latía a un ritmo desquiciado.Cada minuto que pasaba sentía que el mundo se derrumbaba a su alrededor.El cielo estaba cubierto de nubes grises que anunciaban tormenta, como si el universo supiera que algo terrible estaba por suceder.Quiso acelerar, rebasar a todos, correr sin freno… pero no podía.Tenía que mantener el control, aunque por dentro se sintiera a punto de romperse.—No, no... no puede habérselos llevado… —susurró con voz temblorosa, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas sin que pudiera detenerlas.Su garganta se cerraba con angustia, y una punzada helada le atravesaba el pecho. ¿Y si ya era demasiado tarde? ¿Y si Hermes se los llevaba lejos? ¿Y si no volvía a ver a sus hijos jamás?—¡Si me envía a prisión…! —murmuró, con un nudo de desesperación en la garganta—. ¡Pero no voy a dejar que me los arrebate! ¡No!Su pie presionó
El corazón de Darina golpeaba con fuerza contra su pecho, como si en cualquier momento fuera a estallar. Sentía que la sangre le zumbaba en los oídos y que las piernas apenas la sostenían.Ahí estaba él.Hermes.Acostado en la cama… con sus hijos.La escena tenía algo casi sagrado, como una pintura familiar arrancada de otro tiempo nunca visto, uno más feliz.Pero para Darina no era más que una profanación.Ese hombre no tenía derecho a estar ahí. No en su casa. No con sus hijos. No en su vida.Sintió un estremecimiento de miedo recorrerle la espalda, seguido por un escalofrío de rabia tan intenso que por poco le roba el aliento.Hermes no era solo un intruso. Era un ladrón, un traidor, una sombra del pasado que regresaba con el poder de destruirlo todo. Estaba por arrebatarle lo único que había logrado conservar: a sus hijos.Y eso… no podía permitirlo.Con el alma sacudida por una mezcla de emociones que apenas podía entender, retrocedió en silencio por el pasillo hasta su habitación
El silencio era un monstruo espeso entre ellos.—Entonces mátame —sentenció Hermes con la voz profunda, la mirada clavada en la suya, sin un solo parpadeo—. Vamos, hazlo. Si es la única forma de sacarme de aquí, dispara. Pero no voy a irme. Ya no.Avanzó un paso más. Sus ojos ardían con una mezcla de rabia, dolor contenido y... ¿Ternura?—He estado enloqueciendo durante años, Darina. Jugando este juego ridículo de gato y ratón contigo. Pero ya se acabó. Estoy aquí, con mis hijos. No me iré. Si tengo que quedarme a vivir en este lugar para cuidarlos, lo haré. Es más, puedes ir a trabajar, si quieres. Mientras tanto, papá se queda en casa cuidando a sus pequeños.Darina abrió los ojos como platos. ¿Lo decía en serio? ¿Estaba loco?—¿Qué…?Él sonrió, casi con burla, pero había algo triste en esa sonrisa, algo roto.—No me los vas a quitar otra vez. No me vas a robar a mis hijos, Darina. Nunca más.Una lágrima traicionera rodó por el rostro de Darina. No pudo evitarlo. La presión en su pec
La pequeña los miraba con una mezcla de duda e incomodidad. Había algo en el aire, una tensión invisible que incluso ella, con su corta edad, podía percibir. Pero bastó una mirada a su madre para que sus piececitos corrieran decididos y se abrazaran con fuerza a sus piernas.—¡No beses a mami! —protestó con una voz aguda, protectora—. ¡Mami es de Rossyn!Fue en ese instante que Hermes soltó lentamente a Darina, como si la niña hubiera pronunciado un conjuro. Dio un paso atrás, esbozando una sonrisa apagada, llena de matices.—Mi princesa... ¿Dormiste bien, cariño?La pequeña no respondió con palabras. Solo alzó sus bracitos, pidiendo que su madre la cargara como si fuera un bebé, refugiándose en el amor más seguro que conocía.—¡Mami es de Rossyn! —repitió, como si con eso todo pudiera resolverse.Hermes la miró con ternura, y bromeó:—¿Y papá? ¿Papá no es de Rossyn también?La niña lo pensó un segundo, y luego, con una lógica impecable y sonrisa orgullosa, asintió con vehemencia.—¡Sí
Hermes sonrió con ternura, tratando de recuperar algo de calma.—Vamos… ¿Quieren dormir un poquito más?Los tres niños asintieron con vocecitas cansadas, todavía con los ojitos a medio cerrar.Darina cargó con dulzura a Rossyn, mientras Hermes tomó en brazos a Helmer y a Hernán. Caminaron en silencio hasta la habitación. El ambiente estaba cargado de emociones reprimidas, pero los pasos suaves de los niños dormidos le daban un respiro a la tensión.Darina los cobijó uno a uno, acariciando sus frentes con un amor tan puro que casi le quebraba el pecho. Hermes la observó en silencio, sin atreverse a interrumpir aquella imagen tan maternal, tan perfecta… tan lejana de él.Por unos instantes, se quedaron de pie frente a las pequeñas camas. Sin hablar. Sin moverse. Solo respirando el mismo aire, unidos por el vínculo irrompible que ahora dormía profundamente ante sus ojos.Eran sus hijos. Su carne. Su sangre. Lo único que los unía… y al mismo tiempo, todo lo que los separaba.Salieron de la