Tal vez Jim la había matado sin querer.
Sean había oído los ruidos de forcejeo y las cosas que se rompían.
Tal vez Jim la había empujado con mucha rudeza, ella había tropezado y se había golpeado la cabeza de la peor manera. Y en ese mismo momento su hermano estaba allí dentro, en shock ante el cadáver, sin saber qué hacer.
O tal vez ella había matado a Jim sin querer.
No sería la primera mujer que le arrojaba cosas a Jim durante una pelea. Tal vez lo había golpeado con algo demasiado duro. Y en ese mismo momento estaba allí dentro, en shock ante el cuerpo sin vida de Jim, preguntándose cómo darse a la fuga sin que la atraparan.
O tal vez se habían herido mutuamente, y en ese mismo momento estaban los dos caídos en el suelo, desangrándose, demasiado aturdidos o débiles para pedir ayuda o al menos destrabar la maldita puerta.
O tal vez…
Pero a Sean ya no se le ocurrían más tragedias para explicar el súbito silencio dentro del tr
Recorrieron un laberinto de corredores secundarios, la camiseta roja de Ron como un faro varios metros por delante de ellos. Por fin se hallaron a cielo abierto, y sintieron el viento frío y húmedo de la noche, las luces y los ruidos del tránsito a lo lejos. Pero no los registraron realmente. Estaban como entumecidos, perdidos dentro de sí mismos en algún lugar donde no había lugar para preguntas ni ideas definidas. De pronto sentían algo en su interior, una sensación como una roca que no pedía permiso para existir. Allí estaba. Habían seguido a Ron tratando de aceptar y adaptarse a esta cosa que tenían dentro, hundiendo sus raíces en ellos, negándose a revelar su verdadera forma, su significado, sus intenciones. Aún caminaban hombro con hombro, los brazos uno contra otro, y el contacto entre ellos parecía lo único real en aquella noche desdibujada. Era la única manera de seguir caminando. Separarse hubiera sido como cortarse una pierna. Se habrían derrumbado allí mi
La noche intentó transcurrir por todos los medios a su alcance. Quería terminar, irse. Pero le resultó imposible. El tiempo seguía dando vueltas, buscando rumbo, oliendo rastros fríos de los fugitivos que se le habían escapado, y la noche era prisionera de su desorientación. De modo que se resignó a esperar que se dignara a rescatarla y se puso lo más cómoda que pudo en el balcón del Alvear Palace. Vio a los fugitivos hablar, hablar, hablar. Cada tanto cambiaban de lugar o posición. Se inclinaban juntos hacia afuera, o él apoyaba la cabeza en las piernas de ella. Le daban la espalda para descansar contra la pared, uno en cada extremo del ventanal, o se sentaban hombro con hombro, las caras alzadas para ver correr las nubes sobre la ciudad. Los vio mirarse y sonreírse y besarse. Lo vio tenderse sobre la alfombra, rodeados por las salidas de baño que se quitaran con torpeza. Los vio abrir otra cerveza, encender cigarrillos y mirarla a la cara en silencio. Los vio volver a habl
El desayuno no vino solo. Sean llegó pisándole los talones a la mujer que introdujo la bandeja en la suite. Los saludó con un cabeceo, su cara concursando por la medalla de oro a la Expresión Indiferente y comentó que Deborah les había agendado varias entrevistas antes de ir al estadio. Jo llegó poco después con la excusa de preguntarle algo a Sean. Deborah llegó tercera, para preguntarle a Jim si quería algún lugar en especial del hotel para las entrevistas. Luego llegó Tom buscando sus tenis verdes. Y con él llegó Claudia para preguntar qué planes tenía su amiga para la tarde. Cuando llegaron Walt y Liam preguntando por el spa, la densidad de población de la suite hacía que Pekín pareciera el Sahara. Jim y Silvia no se inmutaron ante aquella invasión. Él vestía su traje de baño más colorido, y ella vestía una de las camisetas de Jim y sus calzas, ambos descalzos. Les dieron la bienvenida a todos con sonrisas serenas desde la
Silvia hubiera deseado regresar al combo de miedo y ansiedad que llegara a conocer tan bien, porque aquella serenidad se hacía difícil de sobrellevar. Pero no podía evitarla. Pasó una tarde muy divertida con Jo y Claudia, y a las siete se dirigieron al estadio. Hallaron a los músicos en el área de catering, y Tom y Claudia le dieron al esquinazo a todos para encerrarse en el trailer por un par de horas, como si no hubieran pasado las tres últimas noches juntos. —Mierda. Quería dormir un rato —rezongó Sean. —Ve al vestidor —replicó Jim. —No hay literas, ¿puedes creerlo? Ya sabes que odio dormir en un sofá. —No te preocupes, amor —susurró Jo en su oído—. No tardarán en salir, y tú eres el siguiente afortunado. Sean la enfrentó con uno de sus ceños tormentosos, luchando por no sonreír de oreja a oreja y arruinar su imagen de tipo duro. Jim y Silvia fueron a caminar juntos por el campo desierto. Era algo que a él le gustaba hacer,
Nadie sabría jamás lo que hicieron en su última noche juntos.Quienes los conocían podían especular cuántas cornisas habían trepado, cuánto habían aullado a la luna, cuántas vallas habían saltado para besarse y hacer el amor en cuántos lugares públicos. Cuántos barcitos escondidos habían visitado para saciar su sed. Cuántas avenidas habían cruzado con la luz verde, por cuántas callecitas adoquinadas habían corrido.Lado a lado, de la mano, juntos.Llorando, riendo, cantando.**Agrego esto para alcanzar el mínimo de palabras que tiene que tener cada capítulo****Agrego esto para alcanzar el mínimo de palabras que tiene que tener cada capítulo**
Jim y Silvia tampoco lo sabían a ciencia cierta. El último bar al que entraran no había tardado en cerrar, y la luz matinal pareció incendiarles los ojos cuando se vieron obligados a volver a la calle. De modo que buscaron un taxi y regresaron a la suite de Jim, a derrumbarse en la cama vestidos. Cuando Silvia fue capaz de abrir los ojos, poco antes del mediodía, se dijo que al menos debería haber llevado la cuenta de los tragos para evitar mezclar tanto. Apartó el brazo de Jim, un peso muerto sobre su pecho, y la inercia lo hizo voltear y quedar boca arriba en la cama. Analgésicos. Mochila. Eso. Pero sus ojos enrojecidos tropezaron con el cuerpo de Jim, los brazos abiertos a través de la cama, las piernas colgando por encima del borde, los pies apoyados en la alfombra. Y de pronto fue dolorosamente consciente de que se marchaba en pocas horas y tal vez nunca volviera a verlo. Pensar con claridad había quedado fuera del menú hasta nuevo aviso, de modo
Sean zamarreó a Jim hasta que lo vio tratar de abrir los ojos, fruncir el ceño y cubrirlos de la luz del sol que llenaba la suite.—Levántate, imbécil. Nos vamos en treinta minutos —gruñó Sean apartándose de la cama.—¡Mierda! —masculló Jim, aferrándose la cabeza para evitar que se le cayera—. Bajaremos tan pronto ella se vista.Sean se movía por la suite, recogiendo las cosas de Jim y arrojándolas en las maletas abiertas. Giró ceñudo hacia su hermano al escucharlo. Jim intentaba sentarse, luchando a brazo partido con la resaca.—¿Ella quién?Jim lo enfrentó irritado, presionándose las sienes. —Que te den.—¿Te refieres a Silvia? Se fue hace una hora.—¿Qué?Jim logró sacar el teléfono de su bolsillo trasero,
—¡Si ese hijo de mil putas alguna vez vuelve a asomarse al sur del Caribe, lo mato! La mirada de Claudia bastó para interrumpir las promesas de muerte de Miyén. Su amigo resopló enfadado, sus brazos rodeando los hombros y el pecho de Silvia, que había intentado apoyar la cabeza en su hombro y había acabado con la cara contra su pecho, buscando en él el sostén que sus huesos le negaban. Estaban en Plaza Francia, del lado del cementerio, y a pesar del ruido del tránsito, un sonido breve y discreto hizo que Miyén y Claudia bajaran la vista, para encontrar a Silvia tipeando en su teléfono. —¿Qué carajo te pensás que hacés? —¡Miyén! Él revoleó los ojos mientras Claudia se inclinaba hacia Silvia. Se había calmado un poco. Al menos ya no le costaba respirar y había dejado de temblar como una azogada. Aún se le escapaba una que otra lágrima, pero ya no lloraba con todas sus fuerzas como un rato antes. La noción de comida-ducha-cama int