El desayuno no vino solo.
Sean llegó pisándole los talones a la mujer que introdujo la bandeja en la suite. Los saludó con un cabeceo, su cara concursando por la medalla de oro a la Expresión Indiferente y comentó que Deborah les había agendado varias entrevistas antes de ir al estadio.
Jo llegó poco después con la excusa de preguntarle algo a Sean.
Deborah llegó tercera, para preguntarle a Jim si quería algún lugar en especial del hotel para las entrevistas.
Luego llegó Tom buscando sus tenis verdes.
Y con él llegó Claudia para preguntar qué planes tenía su amiga para la tarde.
Cuando llegaron Walt y Liam preguntando por el spa, la densidad de población de la suite hacía que Pekín pareciera el Sahara.
Jim y Silvia no se inmutaron ante aquella invasión. Él vestía su traje de baño más colorido, y ella vestía una de las camisetas de Jim y sus calzas, ambos descalzos. Les dieron la bienvenida a todos con sonrisas serenas desde la
Silvia hubiera deseado regresar al combo de miedo y ansiedad que llegara a conocer tan bien, porque aquella serenidad se hacía difícil de sobrellevar. Pero no podía evitarla. Pasó una tarde muy divertida con Jo y Claudia, y a las siete se dirigieron al estadio. Hallaron a los músicos en el área de catering, y Tom y Claudia le dieron al esquinazo a todos para encerrarse en el trailer por un par de horas, como si no hubieran pasado las tres últimas noches juntos. —Mierda. Quería dormir un rato —rezongó Sean. —Ve al vestidor —replicó Jim. —No hay literas, ¿puedes creerlo? Ya sabes que odio dormir en un sofá. —No te preocupes, amor —susurró Jo en su oído—. No tardarán en salir, y tú eres el siguiente afortunado. Sean la enfrentó con uno de sus ceños tormentosos, luchando por no sonreír de oreja a oreja y arruinar su imagen de tipo duro. Jim y Silvia fueron a caminar juntos por el campo desierto. Era algo que a él le gustaba hacer,
Nadie sabría jamás lo que hicieron en su última noche juntos.Quienes los conocían podían especular cuántas cornisas habían trepado, cuánto habían aullado a la luna, cuántas vallas habían saltado para besarse y hacer el amor en cuántos lugares públicos. Cuántos barcitos escondidos habían visitado para saciar su sed. Cuántas avenidas habían cruzado con la luz verde, por cuántas callecitas adoquinadas habían corrido.Lado a lado, de la mano, juntos.Llorando, riendo, cantando.**Agrego esto para alcanzar el mínimo de palabras que tiene que tener cada capítulo****Agrego esto para alcanzar el mínimo de palabras que tiene que tener cada capítulo**
Jim y Silvia tampoco lo sabían a ciencia cierta. El último bar al que entraran no había tardado en cerrar, y la luz matinal pareció incendiarles los ojos cuando se vieron obligados a volver a la calle. De modo que buscaron un taxi y regresaron a la suite de Jim, a derrumbarse en la cama vestidos. Cuando Silvia fue capaz de abrir los ojos, poco antes del mediodía, se dijo que al menos debería haber llevado la cuenta de los tragos para evitar mezclar tanto. Apartó el brazo de Jim, un peso muerto sobre su pecho, y la inercia lo hizo voltear y quedar boca arriba en la cama. Analgésicos. Mochila. Eso. Pero sus ojos enrojecidos tropezaron con el cuerpo de Jim, los brazos abiertos a través de la cama, las piernas colgando por encima del borde, los pies apoyados en la alfombra. Y de pronto fue dolorosamente consciente de que se marchaba en pocas horas y tal vez nunca volviera a verlo. Pensar con claridad había quedado fuera del menú hasta nuevo aviso, de modo
Sean zamarreó a Jim hasta que lo vio tratar de abrir los ojos, fruncir el ceño y cubrirlos de la luz del sol que llenaba la suite.—Levántate, imbécil. Nos vamos en treinta minutos —gruñó Sean apartándose de la cama.—¡Mierda! —masculló Jim, aferrándose la cabeza para evitar que se le cayera—. Bajaremos tan pronto ella se vista.Sean se movía por la suite, recogiendo las cosas de Jim y arrojándolas en las maletas abiertas. Giró ceñudo hacia su hermano al escucharlo. Jim intentaba sentarse, luchando a brazo partido con la resaca.—¿Ella quién?Jim lo enfrentó irritado, presionándose las sienes. —Que te den.—¿Te refieres a Silvia? Se fue hace una hora.—¿Qué?Jim logró sacar el teléfono de su bolsillo trasero,
—¡Si ese hijo de mil putas alguna vez vuelve a asomarse al sur del Caribe, lo mato! La mirada de Claudia bastó para interrumpir las promesas de muerte de Miyén. Su amigo resopló enfadado, sus brazos rodeando los hombros y el pecho de Silvia, que había intentado apoyar la cabeza en su hombro y había acabado con la cara contra su pecho, buscando en él el sostén que sus huesos le negaban. Estaban en Plaza Francia, del lado del cementerio, y a pesar del ruido del tránsito, un sonido breve y discreto hizo que Miyén y Claudia bajaran la vista, para encontrar a Silvia tipeando en su teléfono. —¿Qué carajo te pensás que hacés? —¡Miyén! Él revoleó los ojos mientras Claudia se inclinaba hacia Silvia. Se había calmado un poco. Al menos ya no le costaba respirar y había dejado de temblar como una azogada. Aún se le escapaba una que otra lágrima, pero ya no lloraba con todas sus fuerzas como un rato antes. La noción de comida-ducha-cama int
“Creí que eras tú. Lo siento tanto.” Antes que Silvia pudiera responder al mensaje de Jim, Miyén le arrancó el teléfono de la mano y se lo cambió por un mate. Ella no protestó. Sabía que amigo tenía razón. Ya estaba bien. Hora de ponerle punto final al drama. Como si fuera tan sencillo. Estaban en la habitación de Silvia en Caseros, recostados en la cama, viendo una película en su tablet. Ella fumaba y tomaba mate. Sus ojos aún estaban inflamados pero permanecían secos. La ducha y la comida la habían ayudado a aclarar su cabeza. Se sentía agotada, y el propio agotamiento le impedía dormir. De modo que seguía recostada, quieta y silenciosa, acurrucada contra el costado de su amigo. —Te dije que pensó que era yo —dijo de pronto. —Ah, bueno, eso cambia todo, ¿no? Resulta que no es un hijo de mil putas sino un pelotudo de campeonato. La respuesta de Miyén le arrancó una sonrisa. Por supuesto que lo cambiaba todo. Calmaba el dolor.
La medianoche se tomó una hora para ir de Buenos Aires a Santiago de Chile. Solo en su habitación, Jim se descalzó, se quitó la camisa y se sentó en la alfombra frente al ventanal del balcón, la espalda contra el respaldo de la cama. Dejó una cerveza y un armado cerca de sus pies, con su teléfono, y acomodó sobre sus piernas la guitarra que Silvia le regalara el año anterior, la vista perdida en los contornos de la ciudad allá afuera. Silvia no había respondido a su último mensaje. No que lo sorprendiera. Le había escrito porque le parecía que tenía que saberlo, nada más. Sus dedos se movieron solos por el diapasón, su voz los acompañó por puro hábito. Hasta que se dio cuenta qué canción estaba tocando. Se interrumpió respirando hondo. Y fue entonces que supo sin sombra de dudas que ella ya no estaba. No la había perdido. Esto era diferente, lo sentía en sus entrañas. Ella no respondería a su último mensaje ni a ningún otro, porque había escog
Miyén y el Comodoro acompañaron a Silvia y Claudia al aeropuerto el martes al mediodía, y sólo cuatro horas después, las dos amigas se sentaban a tomar mate en la Roca Negra. Silvia seguía pálida y silenciosa, pero insistía en que estaba bien, y Claudia notó que apenas prestaba atención a su teléfono, como si no esperara que Jim intentara contactarla, ni quisiera contactarlo ella tampoco.Y así era. No quería.Paola no tardó en llegar, para que Claudia pudiera ir a Beltane antes que su perra destrozara la cabaña. Silvia se sorprendió al ver que su perro llegaba con ella. Max solía pasar el día en la calle, y sólo venía de visita a cenar.—En algún momento me voy a quedar sola, ¿saben? —advirtió, divertida por la actitud de sus amigas—. ¿Y qué creen que va a pasar entonces?