Sean zamarreó a Jim hasta que lo vio tratar de abrir los ojos, fruncir el ceño y cubrirlos de la luz del sol que llenaba la suite.
—Levántate, imbécil. Nos vamos en treinta minutos —gruñó Sean apartándose de la cama.
—¡Mierda! —masculló Jim, aferrándose la cabeza para evitar que se le cayera—. Bajaremos tan pronto ella se vista.
Sean se movía por la suite, recogiendo las cosas de Jim y arrojándolas en las maletas abiertas. Giró ceñudo hacia su hermano al escucharlo. Jim intentaba sentarse, luchando a brazo partido con la resaca.
—¿Ella quién?
Jim lo enfrentó irritado, presionándose las sienes. —Que te den.
—¿Te refieres a Silvia? Se fue hace una hora.
—¿Qué?
Jim logró sacar el teléfono de su bolsillo trasero,
—¡Si ese hijo de mil putas alguna vez vuelve a asomarse al sur del Caribe, lo mato! La mirada de Claudia bastó para interrumpir las promesas de muerte de Miyén. Su amigo resopló enfadado, sus brazos rodeando los hombros y el pecho de Silvia, que había intentado apoyar la cabeza en su hombro y había acabado con la cara contra su pecho, buscando en él el sostén que sus huesos le negaban. Estaban en Plaza Francia, del lado del cementerio, y a pesar del ruido del tránsito, un sonido breve y discreto hizo que Miyén y Claudia bajaran la vista, para encontrar a Silvia tipeando en su teléfono. —¿Qué carajo te pensás que hacés? —¡Miyén! Él revoleó los ojos mientras Claudia se inclinaba hacia Silvia. Se había calmado un poco. Al menos ya no le costaba respirar y había dejado de temblar como una azogada. Aún se le escapaba una que otra lágrima, pero ya no lloraba con todas sus fuerzas como un rato antes. La noción de comida-ducha-cama int
“Creí que eras tú. Lo siento tanto.” Antes que Silvia pudiera responder al mensaje de Jim, Miyén le arrancó el teléfono de la mano y se lo cambió por un mate. Ella no protestó. Sabía que amigo tenía razón. Ya estaba bien. Hora de ponerle punto final al drama. Como si fuera tan sencillo. Estaban en la habitación de Silvia en Caseros, recostados en la cama, viendo una película en su tablet. Ella fumaba y tomaba mate. Sus ojos aún estaban inflamados pero permanecían secos. La ducha y la comida la habían ayudado a aclarar su cabeza. Se sentía agotada, y el propio agotamiento le impedía dormir. De modo que seguía recostada, quieta y silenciosa, acurrucada contra el costado de su amigo. —Te dije que pensó que era yo —dijo de pronto. —Ah, bueno, eso cambia todo, ¿no? Resulta que no es un hijo de mil putas sino un pelotudo de campeonato. La respuesta de Miyén le arrancó una sonrisa. Por supuesto que lo cambiaba todo. Calmaba el dolor.
La medianoche se tomó una hora para ir de Buenos Aires a Santiago de Chile. Solo en su habitación, Jim se descalzó, se quitó la camisa y se sentó en la alfombra frente al ventanal del balcón, la espalda contra el respaldo de la cama. Dejó una cerveza y un armado cerca de sus pies, con su teléfono, y acomodó sobre sus piernas la guitarra que Silvia le regalara el año anterior, la vista perdida en los contornos de la ciudad allá afuera. Silvia no había respondido a su último mensaje. No que lo sorprendiera. Le había escrito porque le parecía que tenía que saberlo, nada más. Sus dedos se movieron solos por el diapasón, su voz los acompañó por puro hábito. Hasta que se dio cuenta qué canción estaba tocando. Se interrumpió respirando hondo. Y fue entonces que supo sin sombra de dudas que ella ya no estaba. No la había perdido. Esto era diferente, lo sentía en sus entrañas. Ella no respondería a su último mensaje ni a ningún otro, porque había escog
Miyén y el Comodoro acompañaron a Silvia y Claudia al aeropuerto el martes al mediodía, y sólo cuatro horas después, las dos amigas se sentaban a tomar mate en la Roca Negra. Silvia seguía pálida y silenciosa, pero insistía en que estaba bien, y Claudia notó que apenas prestaba atención a su teléfono, como si no esperara que Jim intentara contactarla, ni quisiera contactarlo ella tampoco.Y así era. No quería.Paola no tardó en llegar, para que Claudia pudiera ir a Beltane antes que su perra destrozara la cabaña. Silvia se sorprendió al ver que su perro llegaba con ella. Max solía pasar el día en la calle, y sólo venía de visita a cenar.—En algún momento me voy a quedar sola, ¿saben? —advirtió, divertida por la actitud de sus amigas—. ¿Y qué creen que va a pasar entonces?
—¿Jim?Sean volvió a llamar a la puerta. Mejor que su hermano estuviera listo, porque la recepción del hotel ya estaba llena de reporteros. Era miércoles, el segundo día de la banda en Chile y el intermedio entre los dos conciertos que darían en Santiago, y Deborah había decidido que dedicaran la tarde a entrevistas. De esa forma, podrían tomarse todo el viernes para descansar antes del largo vuelo de regreso a Los Ángeles el sábado.—¡Jim! —llamó Sean alzando la voz.Oía música dentro, aunque no la reconocía. Golpeó por cuarta vez, su otra mano palpando sus bolsillos en busca de la tarjeta de su habitación. Entonces oyó los pasos que se acercaban apresurados y Jim abrió la puerta de par en par, la mitad de la cara cubierta con crema.—¡Qué, hombre! ¡Me estoy rasurando! —exclam
Las entrevistas los mantuvieron ocupados hasta la hora de la cena, y luego todos votaron por salir a conocer un poco de la noche de Santiago. Jim no se quedó con los demás en el bar del hotel después de comer, esperando que fuera hora de irse. Deborah lo vio dirigirse a su habitación y se volvió hacia Sean interrogante. Sean se limitó a menear la cabeza.Su hermano había cumplido con todos los compromisos que ella le agendara, aunque se había mostrado inusualmente ausente y hasta taciturno. Pero Sean no iba a explicarle a Deborah qué era lo que lo tenía distraído.Su hermano acababa de descubrir una pared de ladrillos cortándole el paso. Sean sabía que ahora tendría que verlo darse la cabeza contra esa pared, hasta que el dolor y los magullones lo convencieran de que era más real y dura que su propia perspectiva de la situación. Entonces lo más probabl
Volver a trabajar, comer, dormir, jugar un rato con su hermano antes de irse a dormir, tomar hectolitros de mate, caminar con su perro para tomar el autobús, contemplar por la ventanilla cómo las nubes corrían sobre el lago, escuchar su lista de reproducción más girly. La rutina le ofrecía un refugio seguro al que Silvia regresó agradecida. Y el miércoles por la noche, la notificación del Hey, Jay! era parte de aquella rutina. Decidió que se sentía lo bastante fuerte para asomarse al blog. Llevó mate y cigarrillos a su habitación, eligió Full of Grace de Sarah McLachlan para escuchar y se sentó en medio de la cama con su tablet. Fue un alivio ver que Jim no había escrito nada. Sólo había posteado cuatro fotos, y no la sorprendió el nudo que le cerró la garganta al verlas. Cuatro fotografías, una por cada día que habían pasado juntos. Una sonrisa se empeñó en curvar sus labios al ver los títulos que Jim escogiera para cada imagen. La primera se llamaba Los
La luz ambarina de la lámpara de noche la encandiló un momento. Tan pronto sus ojos se adaptaron al suave resplandor, saltó de la cama y salió de su dormitorio rezongando entre dientes.Una hora.Había pasado una hora entera dando vueltas en la cama, incapaz de dormirse sabiendo ese video allí, esperando que lo mirara.Se lavó la cara con aguar fría y buscó sus auriculares. Volvió a acostarse medio sentada, la espalda contra la cabecera de la cama y la tablet en sus manos. Respiró hondo y reprodujo el video.Las banderas chilenas que se veían por doquier aclararon enseguida dónde había sido filmado. Parecía un estadio pequeño, para menos de diez mil personas, y no cabía un alfiler.El escenario estaba vacío, a oscuras, y la gente clamaba por el regreso de la banda. Entonces un reflector se encendió a tope de la torre