—¿Jim?
Sean volvió a llamar a la puerta. Mejor que su hermano estuviera listo, porque la recepción del hotel ya estaba llena de reporteros. Era miércoles, el segundo día de la banda en Chile y el intermedio entre los dos conciertos que darían en Santiago, y Deborah había decidido que dedicaran la tarde a entrevistas. De esa forma, podrían tomarse todo el viernes para descansar antes del largo vuelo de regreso a Los Ángeles el sábado.
—¡Jim! —llamó Sean alzando la voz.
Oía música dentro, aunque no la reconocía. Golpeó por cuarta vez, su otra mano palpando sus bolsillos en busca de la tarjeta de su habitación. Entonces oyó los pasos que se acercaban apresurados y Jim abrió la puerta de par en par, la mitad de la cara cubierta con crema.
—¡Qué, hombre! ¡Me estoy rasurando! —exclam
Las entrevistas los mantuvieron ocupados hasta la hora de la cena, y luego todos votaron por salir a conocer un poco de la noche de Santiago. Jim no se quedó con los demás en el bar del hotel después de comer, esperando que fuera hora de irse. Deborah lo vio dirigirse a su habitación y se volvió hacia Sean interrogante. Sean se limitó a menear la cabeza.Su hermano había cumplido con todos los compromisos que ella le agendara, aunque se había mostrado inusualmente ausente y hasta taciturno. Pero Sean no iba a explicarle a Deborah qué era lo que lo tenía distraído.Su hermano acababa de descubrir una pared de ladrillos cortándole el paso. Sean sabía que ahora tendría que verlo darse la cabeza contra esa pared, hasta que el dolor y los magullones lo convencieran de que era más real y dura que su propia perspectiva de la situación. Entonces lo más probabl
Volver a trabajar, comer, dormir, jugar un rato con su hermano antes de irse a dormir, tomar hectolitros de mate, caminar con su perro para tomar el autobús, contemplar por la ventanilla cómo las nubes corrían sobre el lago, escuchar su lista de reproducción más girly. La rutina le ofrecía un refugio seguro al que Silvia regresó agradecida. Y el miércoles por la noche, la notificación del Hey, Jay! era parte de aquella rutina. Decidió que se sentía lo bastante fuerte para asomarse al blog. Llevó mate y cigarrillos a su habitación, eligió Full of Grace de Sarah McLachlan para escuchar y se sentó en medio de la cama con su tablet. Fue un alivio ver que Jim no había escrito nada. Sólo había posteado cuatro fotos, y no la sorprendió el nudo que le cerró la garganta al verlas. Cuatro fotografías, una por cada día que habían pasado juntos. Una sonrisa se empeñó en curvar sus labios al ver los títulos que Jim escogiera para cada imagen. La primera se llamaba Los
La luz ambarina de la lámpara de noche la encandiló un momento. Tan pronto sus ojos se adaptaron al suave resplandor, saltó de la cama y salió de su dormitorio rezongando entre dientes.Una hora.Había pasado una hora entera dando vueltas en la cama, incapaz de dormirse sabiendo ese video allí, esperando que lo mirara.Se lavó la cara con aguar fría y buscó sus auriculares. Volvió a acostarse medio sentada, la espalda contra la cabecera de la cama y la tablet en sus manos. Respiró hondo y reprodujo el video.Las banderas chilenas que se veían por doquier aclararon enseguida dónde había sido filmado. Parecía un estadio pequeño, para menos de diez mil personas, y no cabía un alfiler.El escenario estaba vacío, a oscuras, y la gente clamaba por el regreso de la banda. Entonces un reflector se encendió a tope de la torre
Silvia volvió a detener el video, el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Las lágrimas que llenaban sus ojos pintaban un halo en torno a Jim en la pantalla, convirtiéndolo en una figura deslumbrante en la penumbra rojiza del escenario, con aquella multitud fervorosa y obediente a sus pies, todos los ojos vueltos hacia él con adoración. No quería seguir mirando. No quería escucharlo apelar directamente a su amor por él. Para ver si ella volvería a desafiar el vendaval, salir a rastras de los escombros, atravesar las ruinas y la devastación que él dejara en su corazón. No quería volver a internarse en el ojo de aquel huracán que él ya no podía controlar, porque se había transformado en la llama que lo mantenía vivo. Y al mismo tiempo, no importaban los poéticos argumentos con los que su instinto de supervivencia intentaba seducirla. Sabía que no se negaría. Porque había saboreado el vértigo de esos ojos y esos labios, y el peligroso hechizo de su vo
Silvia precisó un buen rato para dejar de llorar, hasta que pudo volver a acostarse y apagar la luz. Permaneció tendida boca arriba, fumando en la oscuridad, los ojos enrojecidos mirando sin ver el techo.Moría por devolver semejante golpe bajo, y se le ocurrían una docena de alternativas. Pero sólo podía escoger una. Respirando hondo para terminar de serenarse, se obligó a enumerar todas las posibilidades que le venían a la cabeza, y se prometió no elegir ninguna hasta que terminara de detallarlas todas. Sí, era un torpe intento de engañarse a sí misma para no responder en absoluto. Al menos le permitía pensar en algo que no fuera Jim en el escenario, mirándola directamente a los ojos a través de la cámara.Se quedó dormida a mitad de la lista. Lo lamentaría a la mañana siguiente, cuando despertó de una serie de pesadillas repetid
Treinta minutos después, al otro lado de Los Andes, sonó el teléfono de Silvia. Y continuó sonando hasta despertarla. Atendió aferrándose la cabeza para que no le estallara.—¡Prendé la televisión! —ladró Paola.—¿Qué?—¡Levantate y poné las noticias! ¡Es Jim!Silvia se las compuso para salir de la cama sin caerse y se tambaleó hasta el comedor, aguantando las náuseas, empujada por la urgencia de su amiga. ¿Qué ocurría? ¿Qué podía haber hecho Jim para que Paola la llamara tan temprano un sábado por la mañana?Encendió la televisión y buscó los canales de noticias. Nada. Ningún Jim. Todos los canales nacionales transmitían en vivo una toma aérea de un choque en cadena en una autopista.—Porteños
Walt llamó a Jim desde su asiento en el fondo del ómnibus. Viendo que tenía consigo su teclado pequeño, los demás músicos adivinaron canción nueva y se acercaron también. Jim quiso sacar su teléfono para grabar lo que el tecladista hubiera compuesto, y no lo halló en su bolsillo posterior. Seguramente se había resbalado y había caído en su asiento. No sería la primera vez. Sean se ofreció para ir a buscarlo a la segunda fila de asientos. Fue entonces que el ómnibus hizo una maniobra brusca y repentina que arrojó a todos hacia un costado. El chirriar de los neumáticos se perdió en el ruido del primer impacto, que envió el ómnibus a derrapar de lado. Otro impacto contra la parte trasera convirtió al ómnibus en un trompo fuera de control. Un acoplado los embistió, hundiendo todo el costado del ómnibus, que se detuvo al fin. Sólo para que otro acoplado se estrellara de lleno contra ese mismo costado. El ómnibus volcó al tiempo que se partía como una nuez, lanzado contra
Tal vez más tarde le preguntaría qué diablos hacía allí, cómo demonios se las había compuesto para llegar sólo siete horas después del accidente. Tal vez hasta le preguntaría por qué. En ese momento sólo pudo echar sus brazos en torno a la cintura de Silvia y esconder la cara contra su pecho, incapaz de contener los gemidos que le quemaban el pecho y le desgarraban la garganta. Ella lo abrazó en silencio y besó el cabello revuelto, salpicado de sangre, sosteniéndolo mientras él desahogaba tanta angustia, tanto miedo, tanto espanto. Cuando logró controlarse, la soltó y se frotó la cara avergonzado. Ella se acuclilló frente a él y lo observó con atención, como si quisiera cerciorarse de que estaba magullado pero entero, y lo que era más importante, vivo. Jim dejó escapar una risita incómoda que la hizo sonreír. Silvia se sentó a su izquierda y lo instó a reclinarse hacia ella. Jim le permitió guiarlo a recostarse sobre su lado sano, la cabeza sobre sus piernas.