Amanecía cuando Silvia despertó. Jim dormía profundamente, tendido boca arriba con un brazo extendido a través de la cama y el otro rodeándole los hombros. Permaneció muy quieta contemplando su perfil, que se recortaba negro contra la ventana donde la noche retrocedía.
Nada tenía sentido.
Despertar junto a un hombre así, amarlo así.
Su cabeza era un caos de ideas fugaces y sentimientos y emociones que no lograban formar ningún pensamiento coherente.
Nunca nadie le había hecho el amor como Jim la noche anterior. No tenía nada que ver con sus legendarios atributos como amante, que ella ya había conocido antes de saber siquiera su nombre. Su ternura y su atención infinitas, las emociones brillando en esos ojos de hielo y estrellas, la forma en que se entregara a ella.
Su escalofrío hizo que el brazo de Jim la atrajera contra su costado.
Silvia terminaba de vestirse cuando sonó el teléfono de la suite. Jim seguía en la ducha y la cosa sonaba como para despertar a los muertos en el cementerio a un par de calles, de modo que atendió. —¡Condenado pendejo! ¡Anoche volviste a llevarte mis tenis verdes! ¡No te las quedarás, me oyes! ¡Si tanto te gustan, cómprate un par! Bien. Bonita manera de dar los buenos días. —¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó Silvia con su mejor tono secretarial, porque no estaba segura cuál de los músicos era el que le gritaba por teléfono. —Oh, perdón. ¿No es la habitación de Jim Robinson? Silvia sofocó su risa. —Sí, Tom, Jim se está duchando. ¿Tenis verdes, dijiste? Dame un momento. El bolso de Jim había quedado donde él lo soltara la noche anterior, justo antes de que ella le saltara encima. Lo abrió y vio de inmediato los tenis en cuestión. —Aquí los tengo —dijo por teléfono—. Ya te los llevo. Silvia se volvió hacia la puerta del ba
Era uno de esos días hermosos de mayo, con el sol otoñal brillando en un cielo muy azul y una brisa suave. Y el pandemónium de Buenos Aires rodeándolos. Se tomaron un momento para deplorar que estuvieran en la ciudad, en vez de una playa junto al lago o acampando en la montaña. —Por lo menos estamos juntos —dijo Miyén alzando su cerveza. Tuvieron que brindar por eso, y otra vez por el cumpleaños de Juan. Una multitud se paseaba entre los puestos que ofrecían artesanías, ropa, comida, libros. En el Centro Cultural Recoleta había exposiciones interesantes que planeaban visitar más tarde; un par de bandas se aprontaban para tocar al aire libre en diferentes sectores del parque. Silvia y sus amigos habían elegido un lugar libre en el césped para tender el mantel de Mika, donde dispusieron la comida que llevaran para compartir. Se hallaban cerca de las puertas laterales del Centro Cultural, con el tránsito de la Avenida Alvear rugiendo a sólo diez metros d
Jim subió al ómnibus y fue a sentarse a su lugar de siempre, en el segundo asiento tras el conductor, junto a la ventana. Dejó su bolso en el asiento vecino y aguardó. Silvia subió entre los últimos, con Jo, y permanecieron las dos cerca del conductor, muy absorbidas en su conversación. Como desde que regresaran del parque y Jo preguntara por los mejores sitios de la ciudad para visitar y filmar.Ladeó la cabeza, observando a Silvia. ¿Cuánto más le llevaría sobreponerse a la noche anterior? De una manera tan absurda como lógica, aún intentaba digerir que él no la hubiera rechazado. Por eso se había retirado a algún rincón interior, buscando recuperar el equilibrio.Y mientras tanto, estaba siendo evasiva al extremo de la indiferencia. Por la mañana había ido a ducharse cuando él aún intentaba levantarse, y habí
Ver el concierto desde el costado del escenario era seguro y cómodo. Podían platicar, tomar fotos, filmar y hasta disfrutar una cerveza con snacks. Pero sólo hizo que Silvia, Jo y Claudia juraran que la noche siguiente regresarían al campo, porque ahora sabían lo que se perdían desde su posición acomodada. Jim parecía especialmente inspirado aquella noche, y empujaba al público a la locura para dejarse contagiar. Se metió a caminar entre la gente, trepó a una torre de sonido para dejarse caer sobre la multitud al mejor estilo Eddie Vedder, se tendió de espaldas sobre las manos del público y se dejó pasear de aquí para allá mientras cantaba. Y la gente lo sostuvo, lo tocó, lo abrazó, lo besó; le quitaron la chaqueta, arrancaron sus muñequeras, desgarraron su camiseta. Y él aún pedía más. Y la multitud le dio más. Pronto había escaramuzas a todo lo largo de la valla, entre el personal de seguridad y quienes intentaban alcanzar el escenario. —¡Es
Jim trabó la puerta del trailer y empujó a Silvia contra el tabique que cerraba la cabina del conductor. Ella advirtió sus dientes apretados y el violento fuego que animaba sus ojos. Intentó mantener la calma. Éste no era Pat. Era Jim, era su Jay. Intoxicado tras aquellas tres horas de locura absoluta, pero aún él.Sin embargo, mientras se repetía todo eso, él se aplastó contra ella, besándola con rudeza al tiempo que le abría la chaqueta con un brusco tirón. Silvia no lo rechazó, y procuró responder a su beso a pesar del miedo instintivo que le estrujaba el estómago. Jim le arrancó la chaqueta.—¿Te gustó, perra? —gruñó, mordiéndole el cuello con fuerza—. La multitud, las luces, el maldito minuto de gloria. ¿Te gustó respirar mi aire, maldita perra?Le aferró el cabello y
Tal vez Jim la había matado sin querer. Sean había oído los ruidos de forcejeo y las cosas que se rompían. Tal vez Jim la había empujado con mucha rudeza, ella había tropezado y se había golpeado la cabeza de la peor manera. Y en ese mismo momento su hermano estaba allí dentro, en shock ante el cadáver, sin saber qué hacer. O tal vez ella había matado a Jim sin querer. No sería la primera mujer que le arrojaba cosas a Jim durante una pelea. Tal vez lo había golpeado con algo demasiado duro. Y en ese mismo momento estaba allí dentro, en shock ante el cuerpo sin vida de Jim, preguntándose cómo darse a la fuga sin que la atraparan. O tal vez se habían herido mutuamente, y en ese mismo momento estaban los dos caídos en el suelo, desangrándose, demasiado aturdidos o débiles para pedir ayuda o al menos destrabar la maldita puerta. O tal vez… Pero a Sean ya no se le ocurrían más tragedias para explicar el súbito silencio dentro del tr
Recorrieron un laberinto de corredores secundarios, la camiseta roja de Ron como un faro varios metros por delante de ellos. Por fin se hallaron a cielo abierto, y sintieron el viento frío y húmedo de la noche, las luces y los ruidos del tránsito a lo lejos. Pero no los registraron realmente. Estaban como entumecidos, perdidos dentro de sí mismos en algún lugar donde no había lugar para preguntas ni ideas definidas. De pronto sentían algo en su interior, una sensación como una roca que no pedía permiso para existir. Allí estaba. Habían seguido a Ron tratando de aceptar y adaptarse a esta cosa que tenían dentro, hundiendo sus raíces en ellos, negándose a revelar su verdadera forma, su significado, sus intenciones. Aún caminaban hombro con hombro, los brazos uno contra otro, y el contacto entre ellos parecía lo único real en aquella noche desdibujada. Era la única manera de seguir caminando. Separarse hubiera sido como cortarse una pierna. Se habrían derrumbado allí mi
La noche intentó transcurrir por todos los medios a su alcance. Quería terminar, irse. Pero le resultó imposible. El tiempo seguía dando vueltas, buscando rumbo, oliendo rastros fríos de los fugitivos que se le habían escapado, y la noche era prisionera de su desorientación. De modo que se resignó a esperar que se dignara a rescatarla y se puso lo más cómoda que pudo en el balcón del Alvear Palace. Vio a los fugitivos hablar, hablar, hablar. Cada tanto cambiaban de lugar o posición. Se inclinaban juntos hacia afuera, o él apoyaba la cabeza en las piernas de ella. Le daban la espalda para descansar contra la pared, uno en cada extremo del ventanal, o se sentaban hombro con hombro, las caras alzadas para ver correr las nubes sobre la ciudad. Los vio mirarse y sonreírse y besarse. Lo vio tenderse sobre la alfombra, rodeados por las salidas de baño que se quitaran con torpeza. Los vio abrir otra cerveza, encender cigarrillos y mirarla a la cara en silencio. Los vio volver a habl