El área detrás del escenario se convirtió en una colmena febril de técnicos, asistentes, personal de seguridad, reporteros, visitantes distinguidos. Los músicos ya se habían retirado al trailer a aguardar el momento de salir a tocar.
Jo había rescatado a Silvia y a Claudia de aquel gentío y las había llevado a un rincón tranquilo al costado del escenario, desde donde podrían ver el concierto sin que nadie las molestara. Pero las argentinas se negaron rotundamente a permanecer allí. Sus amigos se habían adueñado de la mejor posición en todo el estadio, contra la valla directamente frente al micrófono de Jim, y ellas se proponían unírseles. Jo argumentó que las cosas podían ponerse muy agitadas tan adelante en el campo, y corrían el riesgo de salir magulladas.
—Bien, sí, es un concierto de rock, no una ópera —replicó Silvia muy tranquila.
Acabaron haciendo confesar a la americana que no había visto a No Return en vivo con el público desde que dejaran de tocar e
Apenas terminó el último bis, el encargado de seguridad se materializó junto a la valla, e hizo gala de sus mejores modales para pedirle por favor a Jo que la cruzara. Consciente de que Sean debía estar en ascuas sabiéndola allí, ella no se hizo repetir la sugerencia y se apresuró a rodear el escenario hacia el área de catering. Silvia se demoró con su hermana y sus amigos, tomando agua y aprovechando para volver a respirar ahora que la multitud se encaminaba a las salidas. Hasta que Ron se presentó a tocarle el hombro con sonrisa apologética. Entonces abrazó por última vez a su hermana y se despidió de sus amigos. Jim la esperaba a pocos pasos del trailer, un guardaespaldas a un par de metros. Se había cambiado la camiseta empapada en sudor y se había abrigado con su chaqueta militar, la gorra negra oscureciendo su cara para pasar desapercibido por un momento. Pronto volvería a mostrarse abiertamente y disfrutaría siendo el centro absoluto de atención. Pero no antes
Considerando que volvían a tocar al día siguiente, Deborah no permitió que la fiesta se prolongara más que un par de horas, y disimuló su alivio cuando todos votaron por regresar al hotel. En el ómnibus, Jim advirtió que Silvia estaba inusualmente silenciosa. Durante la fiesta había permanecido con Jo y Claudia a un costado, un poco alejadas del alboroto que rodeaba a los músicos y de los ríos de alcohol que solían correr en esas ocasiones. Ahora apoyaba la cabeza en su hombro, quieta y callada. Debía estar agotada. En realidad, Silvia estaba muy ocupada arrepintiéndose de haber declinado todas las bebidas que le ofrecieran después del concierto. Debería haber tomado dos o tres cervezas, o un shot de tequila, o todo eso junto. Tal vez así el miedo dejaría de retorcerle el estómago. Todavía sacudida por tantas emociones desde que abriera los ojos a la sonrisa de Jim, su instinto de supervivencia había acabado por rebelarse y ahora le exigía que hiciera algo. Y
Los dedos de Jim se deslizaron como un soplo, dibujando las facciones de Silvia en las sombras, sus narices a pocos centímetros, sus piernas aún enredadas. —Sabes que eres mía, ¿verdad? —susurró, su pulgar resbalando por los labios entreabiertos. Silvia encontró sus ojos por intuición y asintió—. Nada podría cambiarlo ya, aun si jamás volviéramos a vernos o hablarnos. —Lo sé. Desearía poder evitarlo. Los dedos de Jim recorrieron la línea de su mandíbula hacia su mentón. —Ése es tu orgullo hablando, mujer. Ella se encogió de hombros. —Tal vez. Pero contarme entre la horda de locas por ti no me hace mejor amiga. —¿Eso es lo que quieres? Silvia tardó una eternidad en responder, sólo para devolverle sus propias palabras. —Eso es lo que tú quieres. Él se tendió sobre ella, hablando contra su boca. —Di mi nombre. Di lo que sientes por mí. Y sintió con sus labios la sonrisa triste, resignada de Silvia al hacer lo que
Amanecía cuando Silvia despertó. Jim dormía profundamente, tendido boca arriba con un brazo extendido a través de la cama y el otro rodeándole los hombros. Permaneció muy quieta contemplando su perfil, que se recortaba negro contra la ventana donde la noche retrocedía.Nada tenía sentido.Despertar junto a un hombre así, amarlo así.Su cabeza era un caos de ideas fugaces y sentimientos y emociones que no lograban formar ningún pensamiento coherente.Nunca nadie le había hecho el amor como Jim la noche anterior. No tenía nada que ver con sus legendarios atributos como amante, que ella ya había conocido antes de saber siquiera su nombre. Su ternura y su atención infinitas, las emociones brillando en esos ojos de hielo y estrellas, la forma en que se entregara a ella.Su escalofrío hizo que el brazo de Jim la atrajera contra su costado.
Silvia terminaba de vestirse cuando sonó el teléfono de la suite. Jim seguía en la ducha y la cosa sonaba como para despertar a los muertos en el cementerio a un par de calles, de modo que atendió. —¡Condenado pendejo! ¡Anoche volviste a llevarte mis tenis verdes! ¡No te las quedarás, me oyes! ¡Si tanto te gustan, cómprate un par! Bien. Bonita manera de dar los buenos días. —¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó Silvia con su mejor tono secretarial, porque no estaba segura cuál de los músicos era el que le gritaba por teléfono. —Oh, perdón. ¿No es la habitación de Jim Robinson? Silvia sofocó su risa. —Sí, Tom, Jim se está duchando. ¿Tenis verdes, dijiste? Dame un momento. El bolso de Jim había quedado donde él lo soltara la noche anterior, justo antes de que ella le saltara encima. Lo abrió y vio de inmediato los tenis en cuestión. —Aquí los tengo —dijo por teléfono—. Ya te los llevo. Silvia se volvió hacia la puerta del ba
Era uno de esos días hermosos de mayo, con el sol otoñal brillando en un cielo muy azul y una brisa suave. Y el pandemónium de Buenos Aires rodeándolos. Se tomaron un momento para deplorar que estuvieran en la ciudad, en vez de una playa junto al lago o acampando en la montaña. —Por lo menos estamos juntos —dijo Miyén alzando su cerveza. Tuvieron que brindar por eso, y otra vez por el cumpleaños de Juan. Una multitud se paseaba entre los puestos que ofrecían artesanías, ropa, comida, libros. En el Centro Cultural Recoleta había exposiciones interesantes que planeaban visitar más tarde; un par de bandas se aprontaban para tocar al aire libre en diferentes sectores del parque. Silvia y sus amigos habían elegido un lugar libre en el césped para tender el mantel de Mika, donde dispusieron la comida que llevaran para compartir. Se hallaban cerca de las puertas laterales del Centro Cultural, con el tránsito de la Avenida Alvear rugiendo a sólo diez metros d
Jim subió al ómnibus y fue a sentarse a su lugar de siempre, en el segundo asiento tras el conductor, junto a la ventana. Dejó su bolso en el asiento vecino y aguardó. Silvia subió entre los últimos, con Jo, y permanecieron las dos cerca del conductor, muy absorbidas en su conversación. Como desde que regresaran del parque y Jo preguntara por los mejores sitios de la ciudad para visitar y filmar.Ladeó la cabeza, observando a Silvia. ¿Cuánto más le llevaría sobreponerse a la noche anterior? De una manera tan absurda como lógica, aún intentaba digerir que él no la hubiera rechazado. Por eso se había retirado a algún rincón interior, buscando recuperar el equilibrio.Y mientras tanto, estaba siendo evasiva al extremo de la indiferencia. Por la mañana había ido a ducharse cuando él aún intentaba levantarse, y habí
Ver el concierto desde el costado del escenario era seguro y cómodo. Podían platicar, tomar fotos, filmar y hasta disfrutar una cerveza con snacks. Pero sólo hizo que Silvia, Jo y Claudia juraran que la noche siguiente regresarían al campo, porque ahora sabían lo que se perdían desde su posición acomodada. Jim parecía especialmente inspirado aquella noche, y empujaba al público a la locura para dejarse contagiar. Se metió a caminar entre la gente, trepó a una torre de sonido para dejarse caer sobre la multitud al mejor estilo Eddie Vedder, se tendió de espaldas sobre las manos del público y se dejó pasear de aquí para allá mientras cantaba. Y la gente lo sostuvo, lo tocó, lo abrazó, lo besó; le quitaron la chaqueta, arrancaron sus muñequeras, desgarraron su camiseta. Y él aún pedía más. Y la multitud le dio más. Pronto había escaramuzas a todo lo largo de la valla, entre el personal de seguridad y quienes intentaban alcanzar el escenario. —¡Es