Black Dog de Led Zeppelin a volumen creciente despertó a Jay un año antes de lo que hubiera querido. Tanteó la mesa de noche hasta que encontró su teléfono y atendió frotándose los ojos.
—Vete al carajo.
—Levántate, hombre. Estaré allí en media hora.
—Dos horas.
—Anuncian más lluvia para la tarde. Tienes que salir de allí cuanto antes.
Silvia se estiró a su lado como un gato, un brazo sobre el pecho de Jay, una de sus piernas entre las de él. Él sintió la leve caricia de sus dedos y cambió el teléfono de mano para guiar la de ella hacia abajo.
—Una hora —gruñó, cerrando los ojos cuando la mano de ella continuó sin necesidad de guía.
—¿Tienes a alguien allí contigo?
—Una hora. Ven solo.
Jay soltó el tel
Encontró a Jay ya vestido, filmando el caos que hicieran de la habitación durante la noche. Volteó hacia ella con el teléfono, pero Silvia se cubrió la cabeza con una toalla, ocultando su cara. De camino a su equipaje, le soltó sobre el teléfono la camiseta que le prestara.—¿Tú no te ducharás? —preguntó, revolviendo su bolso en busca de ropa interior limpia.—Estoy a dos horas de un hidromasajes. —Jay quitó la camiseta de su teléfono—. Mierda, apesta, quédatela tú.Jay sabía que ella no había reparado en el logo de su banda estampado en la camiseta, y quería que la conservara y lo descubriera luego. Un pequeño recuerdo. Ella la atrapó en el aire y la arrojó en la bolsa que contenía su ropa usada. Cuando giró para ponerse la ropa interior, él notó por primera v
Encontraron a un hombre frente al mostrador, firmando un recibo. Era un par de años mayor que Silvia, que intentó en vano hallar algún parecido físico entre él y Jay.Sus ojos eran negros como el carbón bajo sus peculiares cejas rectas. Descendían hacia el nacimiento de la nariz prominente, que proyectaba su sombra hacia la barbilla puntiaguda. Se lo veía serio y distante. Su forma de hablar al agradecerle al viejo de la posada era fría.Sin embargo, su expresión endurecida se iluminó con una sonrisa al escuchar sus pasos y girar hacia la escalera. Saludó a Silvia con un cabeceo y una rápida mirada de arriba abajo que la hizo sentir desnuda, y se olvidó de ella para enfrentar a Jay.—Listo, bastardo. Vámonos a la mierda.Al parecer aquella forma de hablar era tradición familiar.Jay descansó una mano en la espalda de Silvia y
Silvia respiró hondo cuando el ómnibus se detuvo junto a la plataforma con un último bufido.Allí estaba.En pocos minutos habría dejado atrás todos los malos momentos que había vivido allí. Y los buenos momentos también. Pero como los malos aún eran muchos más, y mucho más importantes, no podía experimentar la menor tristeza por irse de aquel rincón del mundo dejado de la mano de Dios para no regresar jamás.Volvió a la camioneta con los hermanos a buscar su equipaje, y ocupada colgándose la mochila, no vio la cara de Sean al enterarse que aquella guitarra de colección ahora le pertenecía a su hermano.El hombre del ceño eternamente fruncido se las ingenió para sonreírle al desearle buen viaje.—Gracias, Sean. —Silvia vaciló—. ¿Puedo pedirte un último favor?
Sean condujo en silencio, dejando que su hermano se abriera una cerveza y reclinara el asiento.—¿Y bien? —preguntó entonces, manteniendo la vista en la carretera.—¿Y bien qué?Sean apagó la música y le arrancó la gorra a Jim de un manotazo. —Habla, hombre.—Luego.—Olvídalo. Tenemos casi una hora hasta el rancho y soy todo oídos.Jim recogió su gorra y volvió a ponérsela, bajando la visera hasta sus ojos. —De acuerdo.—¿Jay? ¿Estás bromeando?—Creí que ella estaba bromeando con lo de no haberme reconocido. Pero casi le da un infarto cuando le mostré mi licencia.—¿Cómo la conociste?—Hace dos días, cuando llegué a la estación de ómnibus.—Pero ayer por la mañana me diji
El ómnibus aceleraba por la Interestatal mientras Silvia luchaba por desenredar sus auriculares. Al fin pudo enchufarlos a su teléfono para escuchar música. Y tuvo que sofocar más risitas nerviosas al escuchar el principio de Save Your Soul y a Jim Robinson (¡Jay, por Dios!) cantar en su oído.No, era demasiado. ¿Cómo era posible que algo así hubiera ocurrido?¿Cómo había podido pasar tanto tiempo con Jim Robinson sin darse cuenta que era él? ¿Y qué demonios hacía allí, en aquella zona rural de Dakota del Norte, en medio de la nada?Ya de regreso en casa, su amiga Paola la ayudaría a comprender que lo que había sucedido era sencillamente imposible de prever o tan siquiera imaginar.—O sea, sabemos que Brad Pitt vino a esquiar una vez, y Roger Waters pasó unos días acá pescando, pero no esperá
Los hermanos fueron recibidos en el Rancho Miller con un almuerzo rápido, servido por Jo y sus amigas, que se dedicaron a alborotar en torno a Jim como moscas de verano. Como si lo conocieran de años, nadie había siquiera mirado el dormitorio principal de la casona, reservándolo para él. Jim dejó que las chicas lo acosaran una hora entera antes de tomar posesión de sus aposentos y pasar otra hora en el hidromasajes.Sean y los demás no lo esperaron para ensayar. En algún momento Jim encontró el camino a la biblioteca, donde habían montado la sala de ensayos, y se reunió con ellos. Los otros notaron que estaba de talante disperso, de modo que pasaron las siguientes horas improvisando más que probando nuevos arreglos.Durante la cena Jim decidió que quería una fiesta de bienvenida como correspondía, y se la montó él mismo. Los viejos relojes de la
Era como esos cuentos de pescadores que presumen de los peces que atraparon. La primera vez que lo cuentan, separan las manos unos veinte centímetros. —¡Era así de grande! —dicen. La segunda vez que lo cuentan, las manos están treinta centímetros separadas. —¡Era así de grande! Diez días después ya arponearon solos a Moby Dick y hasta salvaron al capitán Ahab. El Caso Jay amenazaba con salirse de proporciones en la misma escala. Silvia aún no sabía con quién podía compartir semejante historia. Sí, Paola, por supuesto. Sobre todo porque ella la ayudaría a volver a convertir a Moby Dick en una modesta trucha de criadero. Pero hasta que pudiera sentarse con su amiga, no se sentía inclinada a contarle la historia a nadie más. Regresar a su casa la hizo sentir como si le hubieran sacado una tonelada de rocas de los hombros. Dios, cómo había extrañado a sus hermanos, su perro, su casa, su pueblo. Todavía le quedaban
El video comenzaba con la cara sonriente de Jim llenando la pantalla. —¡Hola! Aquí estoy, en el Rancho Miller, y al fin ha dejado de llover. Acompáñame, te daré la visita guiada. Apartó el teléfono de su cara para mostrar una cocina de estilo rústico que era un caos. —Perdón, la señora de la limpieza se tomó el día. Se aproximó a dos mujeres que preparaban una comida en la sólida mesa de madera en el medio de la habitación, de espaldas a él. —¡Saluden, chicas! Las dos se dieron vuelta, vieron que estaba filmando y saludaron. Jim puso el brazo sobre los hombros de la mayor de ellas, una belleza afroamericana de unos cuarenta años, que apartó a Jim cuando él le besó la mejilla. —Te presento a Deborah Golan, comandante supremo de este ejército —dijo Jim—. También suele oficiar de ángel de la guarda las veinticuatro horas del día. Jim se acercó a la otra mujer, una chica que aún no cumplía los treinta, de cabello muy corto,