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Jugando con fuego (1era.Parte)

La misma noche

Sídney

Ian

En los negocios, puedes sentarte frente a tu enemigo, medirlo con la mirada, discutir estrategias y al final estrechar su mano en un acuerdo que beneficie a ambos. Pero cuando se trata de una mujer, de conquistar su corazón, las reglas cambian. La diplomacia se vuelve humo, la razón se quiebra, y lo que queda es puro instinto. Dejamos de ser hombres civilizados para convertirnos en bestias, bestias hambrientas que marcan territorio, que sacan las garras con un solo propósito: ganar.

Porque en este juego no importa el amor, no importa si ella es feliz o si realmente la haces sentir segura. Para tu rival, no eres más que una amenaza, un intruso que debe ser erradicado antes de que se atreva a quedarse. No es una cuestión de sentimientos; es una cuestión de poder. Para él, perderla no es perderla a ella, es perder contra ti. Y un hombre cegado por su ego prefiere verla infeliz a verla en brazos de otro.

Pero no todos somos idiotas. Algunos entendemos que el amor no es un campo de batalla, que no se gana por imposición ni se protege con barrotes. Algunos sabemos que, si de verdad la amamos, a veces lo correcto no es pelear, sino soltar.

En mi caso puntual, Joseph era un gusano rastrero, un parásito que solo quería inflar su maldito ego conquistando a Amber. No la amaba. No le importaba su felicidad. Solo quería otra mujer para engrosar su lista de conquistas, un trofeo más para exhibir en su vitrina de victorias vacías. Y lo peor era que nunca dejó de acecharla. Desde que la conocí, el imbécil merodeaba como un buitre, buscando el momento exacto para interponerse entre nosotros. Pero en aquel entonces, mi pecosa no veía a nadie más. Solo tenía ojos para mí. Y mientras fuera así, no había poder en la tierra que pudiera hacerme dudar.

Pero ahora las cosas eran distintas. Ese idiota había estado demasiado cerca… o había aprovechado el peor momento de mi vida para meter sus garras. Ya no importaba. No me iba a quebrar, no iba a huir como un perro apaleado por sus malditas amenazas. Seguiría sonriendo, manteniendo la compostura en esta farsa de fiesta sin dar un solo paso atrás.

Así el silencio entre nosotros se volvió espeso, cargado de tensión, con su mirada perforándome como un cuchillo afilado. Era un aviso, una advertencia muda: "No te acerques a Amber". Pero me importaba una m****a sus palabras.

Sonreí con frialdad y rompí el silencio con voz baja, pero cortante.

—Joseph, si no querías que me acercara a Amber, deberías haber planeado mejor tu pequeña artimaña para fastidiarme. Y, por último, si ella te amara como tanto presumes, no tendrías por qué sentirte amenazado por mi presencia.

Los músculos de su mandíbula se tensaron, sus ojos oscurecidos por la furia. Dio un paso adelante, reduciendo la distancia entre nosotros.

—No juegues conmigo, Ian —espetó entre dientes—. No te atrevas a desafiarme, porque con una llamada irás directo a la cárcel.

Mi sonrisa se ensanchó, lenta, desafiante. Me incliné apenas hacia él, mi voz goteando veneno.

—Hazlo… si quieres un escándalo en tu maldita fiesta. De lo contrario, traga lo que provocaste con tu jueguito.

Le sostuve la mirada un segundo más, saboreando la frustración en su rostro. Luego, sin prisa, apuré de un trago el champagne y dejé la copa vacía en la mesa.

—Ahora voy a saludar a Amber —solté con indiferencia, enderezándome—. Sería descortés no hacerlo, no es su fiesta de compromiso.

Y sin esperar respuesta, me giré sobre mis talones y avancé hacia ella, ignorando la forma en que Joseph contenía su rabia.

Quisiera decir que le gané al idiota de Joseph en su propio juego, que logré darle la vuelta a la situación a mi favor, pero no. Puse mi cabeza en la guillotina por mi maldito arrebato.

Me abrí paso entre los invitados sin pensarlo dos veces, decidido a saludar a Amber. Pero me frené en seco al darme cuenta de que no estaba sola. Benjamín se encontraba a su lado, y lo más grave… Shirley también. Charlaban como si fueran grandes amigas, una imagen tan absurda como incómoda.

Si eso ya era una pesadilla, lo que realmente me paralizó fue la forma en que Shirley me sujetó por el brazo con posesión, apretando con fingida dulzura mientras me llamaba "amor" frente a todos. Pero lo que terminó de ponerme la soga al cuello fue la pregunta directa de Benjamín sobre una boda con su hija.

¡Mierda! Nada más alejado de la realidad. No teníamos un noviazgo, ni siquiera se podía considerar una relación, pero eso no evitó que Shirley me lanzara una mirada expectante, disfrutando del momento.

Aun así, solté una sonrisa afable, intentando no dejarme acorralar. Sin embargo, mis ojos no se apartaron de Amber, tratando de descifrar qué ocultaban los suyos. ¿Rabia? ¿Celos? ¿O solo me estaba aferrando a la maldita esperanza de que aún sentía algo por mí?

De todas formas, este silencio eterno debe acabar. Tengo que responder a la duda de Benjamín antes de que salga con otra idea más absurda que la anterior.

—Benjamín, este no es el momento para hablar de mi relación con Shirley —señalo con voz serena.

Su ceño se frunce de inmediato, claramente molesto por mi respuesta.

—Estamos celebrando la fiesta de compromiso de su pariente… ¿Cómo es que se llama? —añado con aparente despreocupación.

—Amor, es el compromiso de Joseph Carrington, el ahijado de mi padre —interviene Shirley con su tono empalagoso. Luego gira su atención hacia mi pecosa, disfrutando cada segundo de su pequeño espectáculo—. Por cierto, ella es su prometida, Amber Craig —acota con desdén.

¡Rayos! No puedo creer lo que estoy a punto de hacer, pero tampoco puedo quedarme callado como un idiota. El espectáculo debe continuar. No voy a darle a Benjamín la satisfacción de someterme a un interrogatorio en su rol de padre protector.

—Mucho gusto, Amber. Felicidades —suelto, acompañando mis palabras con un leve gesto de cabeza.

Pero ella no dice nada. Solo me devuelve una mirada helada que me estruja el corazón con fuerza.

Tal vez esto es culpa mía por no aclarar lo que realmente existe entre Shirley y yo. Tal vez Amber ya no siente absolutamente nada. Pero necesito una señal, algo que me demuestre que aún me ama. Y si tengo que darle celos para conseguirla, lo haré.

—Shirley, vamos a bailar. Compláceme —propongo de la nada.

Su sonrisa de satisfacción asoma de inmediato, como si le hubiera entregado el regalo más extravagante del mundo. En cierto modo, lo es. Tendré que soportarla toda la noche, pero qué más da. El fin justifica los medios.

Al día siguiente

Fue la noche más horrible, tortuosa y larga de mi vida. No solo tuve que soportar la voz chillona de Shirley mientras bailábamos, su risa estridente taladrándome el cráneo con cada carcajada exagerada, sino que tuve que jugar al novio perfecto, sonriendo como un imbécil mientras ella se aferraba a mí con sus manos pegajosas de perfume barato. Pero si eso no hubiera sido suficiente castigo, lo peor llegó cuando tuve que contener las ganas de partirle la cara a Joseph mientras le robaba besos a mi pecosa.

Cada vez que sus manos se deslizaban por su cintura con una posesividad que me enfermaba, un fuego abrasador me quemaba por dentro. Sentí la mandíbula tensarse hasta el punto de doler, los nudillos blancos de apretar el puño dentro del bolsillo de mi chaqueta. Fue como si mil dagas se enterraran en mi pecho, desgarrándome por dentro, y lo único que pude hacer fue quedarme de pie, con la espalda rígida y los dientes apretados, contemplando la escena con impotencia.

Verla en los brazos de otro hombre, saber que otro ocupaba mi lugar, que otro tenía el derecho de besarla. Cada segundo fue una tortura.

Cuando Shirley insistió en que me quedara a dormir en casa de sus padres, casi me reí en su cara. Apenas vi la oportunidad, escapé. No pensaba pasar un solo minuto más en esa mansión de ricos insoportables viendo cómo ese imbécil desfilaba con Amber del brazo, sonriendo con suficiencia, como si ella le perteneciera.

Al final, no dormí. Pasé el resto de la madrugada removiéndome en la cama, con la cabeza dando vueltas sin parar. Me levanté. Caminé por mi departamento de un lado a otro, con las manos enterradas en el cabello, buscando una maldita forma de acercarme a Amber sin ir preso… y sin que Joseph se enterara.

Nada parecía una opción viable, hasta que pensé en Beatriz.

Si estoy desesperado y ella con otro enfoque, con la cabeza fría y analítica pueda encontrar una salida para acercarme a Amber sin ir preso, ni que se entere el gusano de Joseph.

En definitiva, con el ceño fruncido, le doy otro sorbo al café ya frío cuando el timbre suena. Me pongo de pie de un salto, el corazón acelerado por la expectativa. Pero antes de que pueda llegar a la puerta, la figura de Beatriz cruza el umbral como si fuera su propio departamento, con un par de trajes colgando de su brazo y una bolsa con comida en la otra mano.

—Buenas tardes, jefe —saluda con su tono profesional de siempre, pero con una pizca de sarcasmo en la última palabra—. Recogí sus trajes de la tintorería y también su almuerzo. Supongo que todavía no ha comido nada, ¿verdad?

Me apoyo en la mesa, soltando un largo suspiro.

—Buenas tardes, Beatriz —mi voz sale rasposa, más agotada de lo que me gustaría admitir. Me pasa una mirada rápida de arriba abajo, con ese ojo clínico suyo que siempre detectaba cuando algo andaba mal—. Ya te he dicho que no me llames jefe, ni señor Field —gruño, aunque sin la energía suficiente para sonar amenazante.

Ella solo enarca una ceja, dejando los trajes con precisión en el perchero y la bolsa de comida en la mesa.

—Gracias por venir un sábado… en tu día libre —murmuro, con un dejo de culpa, mirando de reojo la comida—. Y por traer esto.

Beatriz ladea la cabeza, entrecerrando los ojos como si evaluara cuánto de ese agradecimiento es sincero. Luego, chasquea la lengua y señala la silla con un gesto de la cabeza.

—Siéntese y coma antes de que se enfríe —ordena con naturalidad, cruzándose de brazos—. Luego le comento lo que descubrí sobre su amiga.

Mis músculos se tensan de inmediato.

—¿No me digas que estuviste jugando a la detective? —arqueo una ceja, tratando de sonar ligero, pero la expectativa en mi voz me delata—. Voy a tener que aumentarte el sueldo por tanta eficiencia.

—Mejor duplíquelo y agrégueme unas vacaciones pagadas —responde sin inmutarse, con un destello divertido en la mirada—. Pero podemos negociar. Ahora hablemos de lo que le interesa.

Se inclina un poco hacia adelante, apoyando las manos sobre la mesa.

—Amber Craig trabaja como ejecutiva en las empresas Carrington.

Aprieto la mandíbula.

—Eso ya me lo imaginaba. El gusano de Joseph la tiene controlada —mascullo, sintiendo un ardor amargo subir por mi garganta.

Beatriz me lanza una mirada de advertencia, pero continua como si no hubiera oído mi comentario.

—La señorita Craig está cerrando un negocio multimillonario con unos inversionistas árabes, y sé que la firma final será en Nueva York —hace una pausa breve antes de deslizar un par de carpetas sobre la mesa—. Me anticipé y conseguí información sobre el proyecto.

Tomo la carpeta sin dudar, hojeándola con rapidez.

—Interesante… —murmuro, los engranajes de mi cabeza girando a toda velocidad—. ¿Podríamos competir con otra propuesta?

Beatriz apoya una mano en la cadera y me mira con una sonrisa apenas perceptible, como si ya hubiera previsto mi pregunta.

—No solo eso, señor Field —dice con calma—. Mi recomendación es que viaje a Nueva York, negocie con los árabes y, de paso, aproveche para resolver su asunto con su amiga. Obvio, primero deberá conseguir la aprobación del señor Gordon.

Levanto la mirada de las carpetas, sosteniendo su expresión con intensidad.

—Yo me encargo de Raphael. Haré que apruebe mi propuesta para los árabes —cierro la carpeta con un golpe seco—. Pero necesito que te contactes con ellos, descubras cuándo será esa reunión y, sobre todo, dónde se hospedará Amber —indico con mi voz firme, hago una pausa estudiando su rostro.

—¿Puedo contar con tu ayuda? —averiguo en voz baja, pero su silencio me deja sumergido en mis pensamientos.

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