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Aun dueles (3era. Parte)

La misma noche

Sídney

Amber

Dicen que nos ilusionamos muchas veces, pero solo entregamos el corazón una vez, a esa persona que logra filtrarse entre las grietas de nuestra vida sin que nos demos cuenta, hasta que un día su ausencia duele más que cualquier golpe. Ahí donde el tiempo se detiene con un roce y una mirada se vuelve un refugio. Donde no tememos rompernos en llanto porque sabemos que alguien recogerá los pedazos y los sostendrá sin miedo.

Es ahí cuando entendemos que hemos encontrado a nuestra alma gemela, o al menos, a esa persona que desvirga el corazón con su sola existencia. Quien es tempestad y calma, incendio y abrigo, y con quien se puede abrir no solo el cuerpo, sino también la mente. Porque amar no es solo compartir sábanas, sino también silencios, batallas y cicatrices. Y, sobre todo, es saber, con una certeza visceral, que quieres envejecer con esa persona, ver cómo se marcan sus arrugas y seguir encontrándola hermosa en cada invierno.

Son pocos los que pueden decir que han amado de verdad más de una vez. Porque el amor real no es un tren que pase cada hora, sino un cometa que cruza el cielo en el momento justo. Es un rayo que ilumina la vida, aunque solo caiga una vez. Y cuando lo encontramos, hacemos todo para protegerlo, porque sabemos que hay cosas que no se encuentran dos veces.

Mi historia con Ian comenzó en la secundaria. No fue mi primer novio ni con quien perdí la virginidad, pero sí fue el primero con quien tuve una relación de verdad. Nos adentramos en el amor sin cuestionarnos demasiado el futuro, sin preguntarnos si la distancia de la universidad nos fracturaría. Cuando nos dimos cuenta, ya vivíamos juntos, profundamente enamorados, soñando con un futuro donde solo existíamos él y yo. Con Ian podía pasar horas en silencio sin sentir la incomodidad del vacío, podía explotar tras un día de m****a y encontrarlo ahí, sujetando mi mano, sosteniéndome con su amor de esa manera única que me enloquecía.

Y aunque me cueste admitirlo, no ha habido nadie como él, lo amaba, lo amo y tal vez lo seguiré amando por el resto de mis días. Ni punto de comparación con lo que tengo Joseph, no hay ni una pizca de entusiasmo, más bien es comodidad, seguridad, ¿cariño o gratitud? y a veces momentos de locura que terminan en la cama, pero nada más. No hay amor, por más que él se esfuerza, por más que intente amarlo. Lo sé, no puedes forzar, ni pedir al corazón amar a alguien, más bien él es libre de escoger y el mío hace tiempo escogió a su dueño.

No significaba que iba a darle el gusto a Ian de repetirle que seguía muriéndome de amor por él, al contrario, debía dejarle clarísimo que estaba enamorada de mi prometido, pero era tan difícil hacerlo, negar mis sentimientos percibiendo su aliento en mi rostro, sintiendo el roce de sus dedos sobre mi piel y lo más grave, su mirada intensa y penetrante me descolocaba. Mis latidos estaban disparados al infinito, mis piernas temblaban como gelatina y faltaba poquito para desmayarme entre sus brazos, aun así, resistí, me mantuve firme dejando entrever que amaba a Joseph y por eso me comprometí con él.

Pero Ian, el muy imbécil, arremetió con una crueldad que no vi venir. Solo le faltó llamarme cazafortunas. Y ahí exploté. Le grité con toda la rabia contenida, con el dolor de los recuerdos y la furia de la decepción. Juro que estuve a dos segundos de abofetearlo por comportarse como un patán. Pero me contuve. Lo insulté, di media vuelta y salí de la biblioteca, furiosa, herida, con un nudo en la garganta y las ganas insoportables de romper a llorar.

Nunca esperé escuchar semejantes estupideces de su boca. ¿Dónde estaba el hombre del que me enamoré? ¿Ese Ian que conocía mejor que a mí misma? En su lugar, encontré a alguien diferente, un hombre arrogante y banal envuelto en un traje caro. No sé en qué momento se convirtió en esto, pero lo que vi me dolió más de lo que imaginaba. Me dejó con la herida abierta, sangrando.

De todas formas, el teatro debía continuar. No podía darme el lujo de derrumbarme. Después de encerrarme en el baño para recuperar la compostura, me miré en el espejo, respiré hondo y me obligué a sonreír. Una sonrisa perfectamente afable, ensayada hasta la perfección, lo suficientemente creíble como para no levantar sospechas.

Salí con pasos firmes, sosteniendo la copa de champagne con elegancia, mezclándome entre los invitados como si realmente perteneciera a este mundo. Sin embargo, todo me resultaba asfixiante: la conversación superficial, las risas forzadas, la opulencia desbordante que convertía la estancia en un espectáculo de lujo y banalidad. Preferiría mil veces una intensa junta de trabajo antes que una velada llena de hipocresía y sonrisas falsas.

Y hablando de hipocresía, frente a mí estaba Benjamín O’Connor, el padrino de Joseph. Un hombre de unos cincuenta y seis años, de cabello entrecano bien cuidado, piel blanca y mirada azul inquisitiva, analítica. Su porte impecable, su actitud cordial y su conversación amena estaban calculadas con precisión. Pero algo en él me resultaba falso. ¿Era solo mi percepción o realmente toda su amabilidad no era más que una máscara bien construida?

Con mi mejor cara de interés, fingí prestar atención a su charla, mientras disimuladamente buscaba a Joseph con la mirada. No estaba por ningún lado.

Y aquí estoy envuelta en una charla por diplomacia, a pesar que quisiera esfumarme, salir corriendo de esta mansión. Suspiro y doy un sorbo a mi champagne justo cuando una mujer joven, de unos veintisiete años, irrumpe en mi charla con Benjamín.

Es hermosa. Demasiado hermosa. Viste un vestido azul de diseñador que le queda a la perfección, su cabello negro y lacio cae con precisión estudiada sobre sus hombros, y sus ojos verdes me recorren de pies a cabeza con un destello de malicia y desdén que me eriza la piel. Desde el primer instante en que abre la boca, sé que no me va a caer bien.

—Papá, te estaba buscando… —canturrea con una voz chillona—, pero creo que interrumpí tu charla…

Y entonces todo cobra sentido. Es la hija de Benjamín. Shirley O’Connor. Y, por lo visto, tan engreída y presumida como su padre, si no peor.

—Shirley, nunca interrumpes, querida. —Benjamín sonríe con orgullo—. De hecho, qué bueno que llegaste. Aún no te presenté a la prometida de Joseph.

Siento su mirada examinándome una vez más mientras su padre continúa con la presentación.

—Ella es Amber Craig. Muy inteligente y hermosa, y aquí donde la ves es una astuta ejecutiva que está llevando la empresa de los Carrington a otro nivel.

El tono exageradamente elogioso de Benjamín me incomoda, pero sonrío con cortesía, manteniendo la compostura.

—¡Ah! —exclama Shirley con fingido entusiasmo—. Es un placer conocerte, Amber. Y felicidades por el compromiso.

—También es un gusto conocerte —respondo con diplomacia—. Y no creas todo lo que dice Benjamín, solo hago mi trabajo.

La observo con discreción mientras su sonrisa se mantiene intacta, pero en sus ojos sigue brillando ese destello de condescendencia.

Antes de que pueda decir algo más, Benjamín interviene.

—Shirley, ¿dónde está tu amigo? Quiero preguntarle por unas inversiones.

Ella le lanza una mirada de advertencia a su padre antes de responder con evidente fastidio.

—Disculpa, lo olvidé… Ah, cierto, me dijiste que piensan formalizar la relación.

—¿Shirley, también te vas a casar? —pregunto con voz serena, bebiendo otro sorbo de champagne—. ¿Para cuándo tienen planeada la boda? ¿Dónde está el afortunado?

A pesar de la naturalidad con la que formulo la pregunta, sé que algo en mi tono la incomoda.

—Todavía lo estamos definiendo con Ian… —responde, y mi corazón se detiene por un segundo—. Mi novio es un perfeccionista y quiere una celebración especial, por todo lo alto.

Ian. Siento un escalofrío recorrerme la espalda. No. No puede ser.

Mi mente se apresura a buscar otra explicación. Ian es un nombre común. Debe tratarse de otro hombre. Tiene que ser otra persona. ¿Cuántos Ian pueden haber en esta fiesta? La coincidencia es demasiado cruel.

Pero entonces, como si el destino quisiera torturarme aún más, somos interrumpidos. No por cualquiera, por Ian. Mi Ian. Él.

Mis ojos se encuentran con los suyos y mi respiración se traba en mis pulmones.

Se detiene a unos pasos de nosotros, observándonos con curiosidad. Pero no me habla. Ni una sola palabra.

—Hola, amor… —dice Shirley con su voz irritante, aferrándose a su brazo con un gesto posesivo que me revuelve el estómago—. Estaba hablando con la prometida de Joseph sobre su boda.

Él sonríe. Una sonrisa afable, impecable, como si todo estuviera en orden. Como si no nos hubiéramos amado hasta la locura. Como si nunca hubiéramos existido.

Siento el latido sordo de mi corazón en mis oídos, un retumbar ensordecedor que me deja sin aliento.

—Ian, debemos hablar —interviene Benjamín con un tono que intenta ser casual—. ¿Cómo es eso de que te vas a casar con mi hija?

Pero Ian no responde, no dice nada. Su silencio lo dice todo y yo me quedo aquí, atrapada en un torbellino de emociones que amenaza con hacerme perder el control.

 

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