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Pedido para Dalton Keeland

LÍA

Dos mil horas. Noventa días. Doce semanas. O tres meses.

Ese era el tiempo que tenía sobreviviendo a base de café soluble, tortillas frías y una terquedad que se negaba a rendirse. No me casaría con John Douglas así me esté muriendo de hambre. Literalmente lo estaba haciendo. 

Siempre había alternativas, y casarme con un criminal no era una de ellas. 

Me había logrado instalar en un cuarto de azotea que olía a humedad, y algunas veces predominaba un olor rancio en el aire. Como toda niña rica, no estaba acostumbrada a limpiar, así que tuve que ver tutoriales en YouTube. Él cambio era duro, pero no me rendía. Era mi libertad la que estaba en juego.

Afuera, la ciudad rugía con su tráfico y sus vendedores ambulantes. Adentro, yo trataba de concentrarme frente a mi computadora, escribiendo líneas de código que apenas entendía con el estómago vacío. Había recuperado mi laptop gracias a Marcela, y con ella, mi proyecto. Ese pequeño universo de programación que alguna vez soñé que me daría libertad.

Pero el hambre era insistente. Mi estómago se encargó de hacerme notar lo furioso que estaba conmigo por no darle suficiente comida. Crujía como si también quisiera escribir algo en mis entrañas.

Un rugido feroz me obligó a parar.

— Está bien —. Murmuré con resignación, empujando la silla hacia atrás.

Caminé descalza hacia el refrigerador, era casi un minibar que había conseguido en una tienda de segunda mano por cuarenta dólares. Abrí la puerta y esperé un milagro, pero solo había agua. Una botella casi vacía. Nada más. Ni un huevo, ni un trozo de queso, ni siquiera una verdura marchita.

Solo el frío y esa sensación amarga de impotencia.

Resignada, miré mi moto por la ventana. Vieja, oxidada, con el asiento medio roto y una calcomanía que ya no se leía, pero era mi ingreso. Mi única opción. Cerré el refri, agarré las llaves, me puse el casco y activé la app de reparto.

Trabajo ahora, era lo más importante en ese momento, para poder comer después, y si el día me alcanzaba, estaría trabajando en mi proyecto. Soñar era lo último que me podía permitir en ese momento.

Después de haber logrado escapar, mi papá me dijo que me iba a arrepentir por estar en contra de los intereses de la familia. Cuando empecé a buscar trabajo, cada una de las compañías a las que había aplicado para trabajar me habían vetado. Después de una semana de rechazos, entendía que mi papá me había boletinado en cada empresa de todo el país.

Pero siempre se busca la manera de salir adelante y hoy en día era una repartidora de comida con una puntuación de cinco estrellas en la aplicación. Nada mal para una niña como yo, que había perdido la fortuna en un suspiro.

Pedido confirmado. Dirección: Keeland Enterprise Company. Piso 49. Pedido personal.

Me reí sola. Claro, ¿qué sigue? ¿Entregar sushi en el Vaticano? ¿Tacos en la NASA? Llegué al restaurante de hamburguesas gourmet, y en menos de cinco minutos me dirigí a mi destino con la entrega.

Apreté los puños mientras me subía a mi moto parchada con cinta negra, rezando para que no se le zafara el mofle otra vez frente a un edificio millonario. Este trabajo era mi única fuente de ingresos. Mi única aliada en esta guerra contra el hambre.

La entrada a Keeland Enterprise Company era un insulto para mi pobreza. Cristales que brillaban como diamantes, recepcionistas que parecían modelos de revista, y una fuente danzante que probablemente costaba más que mi moto, mi cuarto de azotea, y mi alma en cuotas. Fue solo lo primero que vi a simple vista.

— Entrega para el señor Dalton Keeland —. Dije con voz neutra, intentando sonar profesional, aunque tenía la dignidad parchada igual que mi moto.

— Sube al último piso —. Respondió la recepcionista sin siquiera mirarme—. Estoy ocupada con clientes. No lo puedo subir en este momento.

— ¿Qué oficina es? —. Pregunté, intentando parecer la repartidora más profesional posible, para ganarme cinco estrellas.

— Solo sube, cielo —. Me dijo, poniendo los ojos en blanco, y volvió a su conversación moviendo su melena rubia.

Cielo, tus pestañas postizas. Qué eficiente tu orientación, reina. Odiaba que las asistentes muchas veces fueran prepotentes solo porque era una simple repartidora de comida.

¡Jo**der!

El piso 49 era otro universo.

Alfombras que absorbían el sonido de mis pasos. Aromas a café caro y éxito. Puertas con placas brillantes y pantallas flotantes. Y yo, con el casco bajo el brazo y la ropa que había comprado de segunda mano, sintiéndome como una mancha en un lienzo blanco. Todo parecía futurista, como la empresa de mi papá. Vaya padre.

Me adentré por el largo pasillo, buscando algún indicio del lugar a donde debía dejar la comida. Era una fortuna que no tuviera otro pedido pendiente. Toqué la primera puerta, pero nadie abrió. Tal vez todos estaban fuera de la oficina porque era la hora de la comida.

Mi estómago volvió a rugir. Más valía encontrar al dueño de la comida que traía en mano antes de que terminara devorándola yo misma.

Toqué la segunda puerta. Vacía. Así me dediqué a tocar varias puertas, hasta que llegué a una más grande que las demás. Madre mía, estaba entreabierta y en el recibidor había bocadillos.

Y justo ahí, se me activó el instinto de supervivencia. Llevaba dos días sin comer, y solo iría por un bocadillo, uno que podía ocultar dentro de mi casco y nadie extrañaría. Vi hacia ambos lados del pasillo y, al ver que estaba sola, entré.

Mi hambre había sido tanta que caminé hipnotizada hacia la mesa de los bocadillos. Tomé uno y no pude evitar llevármelo a la boca. Juro que casi lloro de la emoción al sentir la mezcla de sabores, muy distinta a la sopa instantánea del supermercado.

— ¡Jo**der, estoy en el cielo! —. Dije con una voz casi orgásmica.

Me quedé helada porque, al voltear, me di cuenta de que había entrado a una sala llena de ejecutivos de alto perfil. Todos de traje, con tablets en las manos, rodeados de pantallas gigantes repletas de líneas de código y gráficos que parecían escritos en sánscrito digital. Hubo uno que llamó mi especial atención.

Y yo ahí, con la cara de estúpida, la boca llena de un bocadillo a medio comer, y con la bolsa de comida en la mano.

Perro oso tamaño trágame tierra y escúpeme en China. Si no grité despavorida fue porque estaba con la boca llena.

— ¿Quién demonios dejó la puerta abierta? —. Rugió una voz grave, profunda, y completamente harta. La voz de un amargado que estaba harto de estar en la oficina. La misma voz que hace temblar juntas, firmar contratos y romper corazones.

Estaba sentado al fondo, y debo decir que parecía un hijo de Satanás. Camisa blanca, remangada. Cabello negro despeinado a propósito. Brazos cruzados. Reloj de lujo y una mirada asesina, tan fría como sus ojos.

— ¿Quién eres tú? —Preguntó, sin levantar una ceja. Solo con esa voz que corta como un maldito láser.

Hice un esfuerzo por tragarme el bocadillo para poder hablar.

— Eh. . . Reparto comida. Pedido. Dalton Keeland, señor —. Balbuceé, alzando la bolsa con torpeza, sintiendo que mis palabras se enredaban en mi lengua.

El hombre se pellizcó el puente de su nariz. Me quedé embobada por un par de segundos mirando hacia él, hasta que mis ojos se deslizaron hacia la placa que había frente a él con un nombre reluciente:

Dalton Keeland.

CEO de Keeland Enterprise Company.

Ay, mi madre.

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