LÍA
Saqué el bocadillo que me había logrado robar de la sala de juntas. El pan ya estaba un poco duro, pero a mí me supo a gloria. Si no estuviera tan jo**dida no lo habría tomado. Lo tenía escondido en el casco y ahora lo devoraba como si fuera caviar. Sentada en una jardinera afuera de Keeland Enterprise Company, mientras revisaba mi cuenta bancaria con el teléfono en una mano y el bocadillo en la otra.
Treinta y siete dólares con veintiún centavos.
Mi alma descendió al inframundo.
— Gasolina o comida. No ambas —. Susurré, masticando con resignación. No sabía hasta cuándo volvería a comer. Era probable que haría entregas de madrugada con la esperanza de que alguien se quedara dormido y yo pudiera cenar feliz.
Hice cuentas mentalmente. La moto necesitaba gasolina para que yo pudiera sobrevivir. Yo necesitaba sobrevivir y tenía que trabajar para eso, por lo que necesitaba mi moto con gasolina. Y mis sueños necesitaban un maldito milagro, y ese milagro empezaba por sacar el suficiente dinero para poder trabajar en mi proyecto con la panza llena y la renta pagada.
Suspiré un tanto estresada. Tenía que trabajar una temporada durante todo el día repartiendo comida y siendo lo más amable posible para sacar propinas. Esperaba que para finales de mes pudiera pasar al menos un par de horas en mi laptop.
Mi teléfono sonó de pronto. Volví a respirar al ver que se trataba de Durga. Era la persona que había contactado en una agencia de talentos para poder hacer trabajos parciales. Mi mamá me había obligado a tomar clases de canto y baile, porque según ella, una señorita de sociedad tenía que aprender de todo para ser una buena compañía.
Ja, como si fuera el maldito siglo XV. Afortunadamente, le encontré un uso y me daba dinero de vez en cuando.
— Lía, Selena se lesionó la rodilla y no va a poder presentarse en Sports Club ¿Podrías cubrirla hoy?
— ¡Por supuesto que sí! —¡Mi maldito milagro había llegado!
— Perfecto, cariño, hay que estar ahí a las siete. Te mando los datos por W******p. Solo ven por el vestuario.
Me había convertido en la suplente de Durga, y era un alivio tener ese trabajo extra.
Me levanté de la jardinera, me llevé el último bocado, y estaba por ponerme el casco cuando algo me detuvo. Una presencia detrás de mí con una energía fuerte, sigilosa, silenciosa, y sobre todo imponente.
— ¿Eso es lo que comes?
Escuché una voz masculina y me giré tan rápido que casi se me atora el pan. Me sorprendió ver que se trataba de Dalton Keeland. Su ceño fruncido, las manos en los bolsillos y la mirada clavada en mí. Debo decir que no era una mirada despectiva, sino con una intensidad peligrosa que hace que una mujer quiera huir o lanzarse encima.
Yo quería hacer ambas cosas.
— ¿Me está siguiendo? —Pregunté frunciendo el ceño.
— No te creas tan especial. Solo estaba saliendo de la oficina —. Dijo con ironía, pero su mirada me recorría con detenimiento. Le sostuve la mirada por un instante, desafiándolo, y limpiándome las migas de la boca con la mano. No tenía nada que esconder. Ya no. Era solo una muchacha común y corriente trabajando en una aplicación de comida. El apellido Monclova había quedado enterrado para mí.
— Pues sí que me creo especial, sobre todo cuando noté los errores de programación, que, estoy segura, llevaban días intentando resolver.
El señor Keeland bufó.
— ¿Cuánto te pagan por entregar hamburguesas y resolver algoritmos? —Disparó de pronto.
Parpadeé. ¿Qué clase de pregunta era esa?
— Lo suficiente para no morirme de hambre, ¿eso responde su duda, señor Keeland? —El chiste se contaba solo. O sea, si me estaba muriendo de hambre, había asaltado su junta directiva para robarme dos bocadillos, y curiosamente trabajaba de repartidora de comida y no podía comer nada. En pocas palabras, mi vida era una pu**ta burla.
— No. Pero confirma algo.
Dio un paso hacia mí. Solo uno, pero fue suficiente para que me llegara su aroma que gritaba perfume carísimo de París, masculino, y con un dejo de peligro. Peligro, Dios mío.
— ¿Qué confirma? —Pregunté, alzando la barbilla.
— Que tú no deberías estar llevando comida —. El tono de su voz le pegó de lleno a mi vientre. Era ese tono maldito que podría convertir una frase inocente en una proposición indecente. Algo así, como que te moja la tanga—. Tú deberías estar comiéndote el mundo. . . Conmigo o sin mí.
Tragué saliva ¿Por qué me estaba diciendo esas cosas? Mis rodillas se aflojaron un poco, pero mi orgullo las sostuvo. Era tan guapo que hasta los ojos dolían con esa mirada fría y grisácea, ese cabello negro, y la maldita barbilla cuadrada que debería ser un delito que a los hombres los vuelva más atractivos.
— No sé a qué se refiera, señor, pero me tengo que ir. Tengo otro pedido que entregar —. Mentí. Me di la vuelta antes de que pudiera responder. Me subí a la moto y no me atreví a verlo. Solo me fui.
***
DALTON
Siempre había disfrutado de venir a los clubes de este tipo, cuando se trataba de venir con amigos o relajarme un rato. Sin embargo, había sido un día bastante estresante y lo único que quería era un trago y dormir.
Ni las luces rojas, ni los sillones de terciopelo, ni las mujeres que atendían las mesas me lograban subir los ánimos, pero acepté venir porque eran clientes importantes. Y porque uno de ellos insistió en que el Sport Club era “el lugar para cerrar negocios de alto nivel”.
Claro, alto nivel en tangas.
Además, no podía negar que necesitaba distraerme. Aunque los problemas en la oficina se habían resuelto gracias a una repartidora con cerebro de genio y hambre real, mi cabeza seguía a mil por hora. Tenía que saber más de esa chica. Me había hecho una nota mental de localizarla. Una genio así, no se pasaba desapercibida.
Por otro lado, mi mamá me había llamado por la tarde, y sabía que traía algo entre manos porque sus visitas, por lo general, no eran genuinas.
Eso me ponía de mal humor.
No estaba de ánimos para chicas en corsé, ni para whisky, vino, tequila, o lo que se cruzara en el camino, pero ahí estaba, sentado en una mesa VIP, rodeado de tipos con corbata suelta y comentarios que eran de todo menos de negocios.
— Esta noche el show va a estar de locura —. Comentó uno de ellos—. Trajeron a una chica nueva. Dicen que canta como los ángeles y baila como el pecado.
Rodé los ojos. Estaba por servirme otra copa de vino cuando la música empezó. Lo primero que noté, fue escuchar la voz grave, sexi, con un vibrato perfecto que me erizó la piel.
Luego fue ella. La dueña de esa voz preciosa. Una mujer con un vestido dorado ceñido al cuerpo, labios rojos como el vino y una mirada que cortaba el aire en dos.
Inundaba el escenario con un baile elegante y lleno de sensualidad. Ella era arte en todo lo que estaba haciendo, con ese tipo de sensualidad que no se vende. . . Se impone, jo**der.
Estaba de más decir que todos los hombres nos quedamos embobados con su encanto. Me incluía en esa lista, y eso era algo raro en mí. La forma en la que alzaba la pierna, deslizaba los dedos por su cuello, movía la cadera al ritmo del contrabajo… Era perfección violenta que te sacude. Por primera vez en años, me quedé sin pensamientos, solo me limité a observarla, y dejar que su voz me atravesara.
Necesitaba saber de ella, al menos su nombre.
Ella terminó la canción con una sonrisa ladeada, un guiño apenas visible y una pose final que hizo que toda la sala se pusiera de pie, ovacionándola por el excelente trabajo que había hecho. Un rugido de aplausos que ni siquiera escuché envolvió todo el lugar de pronto. Yo solo tenía el eco de su voz en mi cabeza.
Me levanté sin decir nada. Caminé hacia la pista con la intención de verla de cerca, pues tenía la sensación de verla en alguna parte. Ella había salido ya, envuelta en una bata corta de satén, caminando hacia los camerinos, mientras los hombres la miraban como si hubiera bajado del cielo.
Pasó a mi lado, en un impulso automático, sin pensarlo, la tomé del brazo. Ella se detuvo y sus ojos se encontraron con los míos. Solo me costó un maldito segundo en entender que esa mujer iba a ser mía.
Lo supiera ella o no.
LÍASentir la calidez de la mano de Dalton Keeland fue todo menos inadvertida. Era como una serpiente eléctrica que me recorrió la columna, al tiempo que nuestros ojos chocaron como dos estrellas haciendo todo un desastre.Su mano me sujetó del brazo con una fuerza medida, no era agresiva, pero tampoco era tierna. Era esa fuerza exacta con la que alguien detiene algo que no está listo para dejar ir, al menos así lo percibí. Me giré despacio, y lo vi.Dalton Keeland estaba tan cerca de mí, que podía ver el brillo de las luces reflejándose en sus ojos gris acero, fríos como el mármol, pero ardiendo. No sabía qué tipo de fuego llevaba en el interior, pero si de algo estaba segura, es que ese encuentro me había robado el aliento.— ¿Me vas a seguir toda la noche? —Pregunté, alzando la barbilla, como si no tuviera el corazón a mil ni las piernas de gelatina, porque su maldito olor gritaba “Te reto a que te olvides de mí.— Depende —. Respondió, con esa seguridad digna, de alguien que ha ten
LÍA¿Me había reconocido? Esa idea me estaba rondando por mi cabeza durante los siguientes cinco días luego de mi presentación en el Sensacional, el Sport Club, en el que había cubierto a mi compañera.La paga por cantar en ese lugar fue bastante buena, como para ponerle gasolina a la moto y poder pagar mi comida el resto de la semana, que consistía en una dotación de sopas instantáneas, huevos duros, y arroz precocido.Mi celular sonó y vi que se trataba de Durga, respondí de inmediato.— Durga, ¿cómo estás? —Le respondí casi de inmediato.— Hola, Lía, tal parece que a Selena se le complicó lo de su pie y le dijeron que tenía que tener reposo por un tiempo. Así que estaba pensando si la podrías cubrir, durante el tiempo que se recupere, en el show burlesque.— Por supuesto que sí —. Me tuve que contener las ganas locas que tenía por gritar, pero sí di saltitos de felicidad, porque jo**der, al menos un día a la semana, sería una diva.— Pues ya está, querida. Pasa mañana por el vestua
LÍAEl vestido blanco estaba sobre mi cama, lucía impecable con cada pliegue perfectamente alineado. La seda era tan suave que parecía fluir como agua entre mis dedos. Y sin embargo, cuando lo toqué, sentí el frío de una sentencia de muerte.Un nudo de pánico me cerró la garganta. Mi madre había insistido tanto en que lo usara esta noche. "Te verás hermosa, Lía. Radiante. Digna de tu apellido." Yo quería usa el ne**gro de Armani, que había estado esperando para ponermelo en una ocasión especial.Ahora entendía por qué la insistencia de mi mamá. El murmullo de dos empleadas llegó hasta mi habitación, cuando me disponía a salir, sin embargo, logré escuchar sus voces, que hablaban en bajito, antes de abrir la puerta.— Ya está todo listo para la fiesta de compromiso.— ¿Lo sabe la señorita Lía?— Aún no, pero no importa. El señor Monclova lo tiene todo bajo control. Será una sorpresa muy agradable para ella.Mi estómago se desplomó tan pronto escuché la noticia. No, no, no. Di dos pasos
LÍATenía el corazón acelerado por el miedo que tenía de escapar en medio de una fiesta para celebrar un compromiso que yo no pedí. Había logrado salir de la mansión sin que nadie me viera, y solo contaba con unos instantes para perderme y que no me obligaran a unirme a John Douglas. No supe cómo le hice para llegar a la casa de mi mejor amiga, que vivía a unos cinco minutos de la mía. Estaba casi segura de que no había sido invitada a la fiesta para que no me alertara de lo que estaba pasando. Necesitaba esconderme. Perderme y que todo el mundo se olvidara de mí. Toqué el timbre con los nudillos temblorosos. La casa de Natalia seguía idéntica con su fachada blanca, la herrería en color dorado, y las macetas colgando del balcón como siempre. Ella no vivía en una mansión como mi familia, pero su casa era la envidia de su cuadra.La puerta se abrió apenas un poco. Ella asomó la cabeza, sus ojos se abrieron como platos al verme. Eran poco más de la una de la mañana, cuando al fin ha
LÍADos mil horas. Noventa días. Doce semanas. O tres meses.Ese era el tiempo que tenía sobreviviendo a base de café soluble, tortillas frías y una terquedad que se negaba a rendirse. No me casaría con John Douglas así me esté muriendo de hambre. Literalmente lo estaba haciendo. Siempre había alternativas, y casarme con un criminal no era una de ellas. Me había logrado instalar en un cuarto de azotea que olía a humedad, y algunas veces predominaba un olor rancio en el aire. Como toda niña rica, no estaba acostumbrada a limpiar, así que tuve que ver tutoriales en YouTube. Él cambio era duro, pero no me rendía. Era mi libertad la que estaba en juego.Afuera, la ciudad rugía con su tráfico y sus vendedores ambulantes. Adentro, yo trataba de concentrarme frente a mi computadora, escribiendo líneas de código que apenas entendía con el estómago vacío. Había recuperado mi laptop gracias a Marcela, y con ella, mi proyecto. Ese pequeño universo de programación que alguna vez soñé que me dar
DALTONMi día había empezado como un efecto dominó y todo empezó con el pu**to dedo chiquito cuando me pegué en una de las patas de la cama.No estoy hablando de un golpe cualquiera, no. Me refiero a ese dolor maldito, ancestral, que te sacude el alma, te roba el aire y te hace cuestionarte si la vida realmente vale la pena.— ¡Mierda! —Grité, pateando el marco de la cama otra vez, por pura estupidez, y sí, me lo chin**gué más.Luego vino el tráfico. Una caravana infinita de idiotas pitando como si eso fuera a mover los autos. La aplicación del coche fallaba, Siri dejó de responderme, y para colmo, la radio decidió encenderse sola en una estación de reguetón.¡Reguetón! A las siete de la mañana. Definitivamente, el universo quería joderme.Cuando llegué a la oficina, ya tenía un humor de perros y ni siquiera había tomado café. Lo único que me esperaba era una sala llena de ejecutivos con cara de frustración y una pantalla proyectando errores en el nuevo módulo de predicción que lleváb