Seducida por mi jefe
Seducida por mi jefe
Por: Anna Cuher
PRÓLOGO

LÍA

El vestido blanco estaba sobre mi cama, lucía impecable con cada pliegue perfectamente alineado. La seda era tan suave que parecía fluir como agua entre mis dedos. Y sin embargo, cuando lo toqué, sentí el frío de una sentencia de muerte.

Un nudo de pánico me cerró la garganta. Mi madre había insistido tanto en que lo usara esta noche. "Te verás hermosa, Lía. Radiante. Digna de tu apellido." Yo quería usa el ne**gro de Armani, que había estado esperando para ponermelo en una ocasión especial.

Ahora entendía por qué la insistencia de mi mamá. El murmullo de dos empleadas llegó hasta mi habitación, cuando me disponía a salir, sin embargo, logré escuchar sus voces, que hablaban en bajito, antes de abrir la puerta.

— Ya está todo listo para la fiesta de compromiso.

— ¿Lo sabe la señorita Lía?

— Aún no, pero no importa. El señor Monclova lo tiene todo bajo control. Será una sorpresa muy agradable para ella.

Mi estómago se desplomó tan pronto escuché la noticia. No, no, no. Di dos pasos hacia atrás, como si la simple distancia pudiera alejarme de la realidad. Pero ahí estaba el vestido blanco para un compromiso que no pedí, el destino que no elegí, y la jaula dorada en la que mi padre quería encerrarme.

John Douglas, era un hombre veinte años mayor. Poderoso, frío y con la sombra de un crimen rondando su nombre. Un hombre que, según los rumores, mató a su esposa en una discusión. Y yo iba a ser su próxima víctima. La náusea me golpeó de golpe. Me giré hacia mi escritorio y arranqué una hoja de mi diario, escribiendo con la desesperación de una mujer al borde del abismo.

"Padre, prefiero la pobreza antes que la esclavitud. Renuncio a mi herencia. Encuentra otra muñeca para vender. Lía."

Mi firma quedó temblorosa en la parte inferior.

Me apresuré a doblar la carta y la dejé sobre mi almohada. No había tiempo de pensarlo dos veces. Me puse unos tenis, un sueter con capucha, y abrí la ventana. La brisa nocturna golpeó mi rostro como una advertencia, como una promesa de libertad y peligro. Miré hacia abajo. Cuatro metros de altura. Un jardín bien podado. Si saltaba, me torcería el tobillo. Si me quedaba, perdería mi vida.

Salté.

La adrenalina me estalló en los pulmones cuando aterricé sobre el césped. Mis manos rasparon la tierra, pero sabía que era un pequeño precio a pagar. El dolor me recordó que estaba viva y que estaba huyendo por mi libertad. No me detuve a respirar.

Corrí.

Con el vestido blanco ondeando tras de mí, como una novia en fuga. Como la hija pródiga que se negaba a ser sacrificada en un altar de conveniencia. No tenía mi coche. Mi padre debió haberlo confiscado para evitar que escapara. No tenía dinero en efectivo, solo una tarjeta de crédito que probablemente bloquearían en cuanto notaran mi ausencia.

Pero tenía una oportunidad. Una oportunidad de ser libre, y no pensaba desperdiciarla.

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