No me quiero casar

LÍA

Tenía el corazón acelerado por el miedo que tenía de escapar en medio de una fiesta para celebrar un compromiso que yo no pedí. 

Había logrado salir de la mansión sin que nadie me viera, y solo contaba con unos instantes para perderme y que no me obligaran a unirme a John Douglas. 

No supe cómo le hice para llegar a la casa de mi mejor amiga, que vivía a unos cinco minutos de la mía. Estaba casi segura de que no había sido invitada a la fiesta para que no me alertara de lo que estaba pasando. 

Necesitaba esconderme. Perderme y que todo el mundo se olvidara de mí.  

Toqué el timbre con los nudillos temblorosos. La casa de Natalia seguía idéntica con su fachada blanca, la herrería en color dorado, y las macetas colgando del balcón como siempre. Ella no vivía en una mansión como mi familia, pero su casa era la envidia de su cuadra.

La puerta se abrió apenas un poco. Ella asomó la cabeza, sus ojos se abrieron como platos al verme. Eran poco más de la una de la mañana, cuando al fin había perdido a los hombres de mi papá y de John Douglas buscando por mí. Por eso había podido llegar hasta ahí.

— ¿Lía? ¿Qué. . . qué haces aquí? —Su voz tembló un poco, no supe si era por el frío de la calle, o por algo más.

Estaba sucia, con el vestido de compromiso roto y cubierto de tierra, mi cabello alborotado, y el pecho agitado de tanto correr. Todo en mí gritaba escándalo.

— Necesito quedarme aquí. Solo esta noche. Te lo ruego —. Le dije con la súplica evidente en mi voz.

— Lía, yo. . . —Miró hacia atrás como si esperara que alguien más tomara la decisión por ella—. Tu papá ya me llamó.

Sentí como si el piso me fuera arrancado de los pies.

— ¿Qué?

— Me dijo que si te daba asilo, me congelaría el financiamiento para mi beca —. Natalia tragó saliva con dificultad. Parecía que le dolía, y a mí su traición.

— ¿Estás eligiendo dinero antes que ayudarme?

— Estoy eligiendo sobrevivir, Lía. Perdóname, pero tú sabes cómo está la situación en mi casa y. . . Lo siento —. La puerta se cerró con un susurro. Como si la vergüenza no quisiera hacer ruido.

— ¡Espero que esto te pese en la consciencia! ¡Tuve que huir, Natalia! ¡Estoy huyendo porque me quiere casar con John Douglas! —Grité con súplica, pero todo fue inútil.

La furia fue lo que más me invadió en el pecho. Tocaba la puerta con furia al mismo tiempo que gritaba que me abriera la puerta. 

— ¡Eres una traidora, Natalia! —Grité por última vez antes de que dos lágrimas cayeran rodando a mis mejillas. Con la voz cansada, guardé silencio, me limpié con el dorso de mi mano, y me fui de ahí, con la traición de mi supuesta amiga bien clavada en el pecho.

Caminé con el miedo de que algo me pudiera pasar en la calle solitaria en medio de la noche, pero más era el terror que me despertaba estar casada con un asesino. Eso me dio valor para continuar mi camino hacia la casa de Carlos, mi excompañero de universidad.

Había estado enamorado de mí en secreto por años, y más de una vez insinuó que podía ayudarme si algún día necesitaba algo, por lo que mis esperanzas estaban puestas en él. Toqué el intercomunicador y esperé paciente en la calle, con el frío calando mis piernas en la espera. Escuché su voz adormilada dos minutos después.

— ¿Lía? ¿Qué haces aquí a esta hora? —Sentí que una oleada de esperanza me envolvió en medio de tanta oscuridad. 

— Necesito ayuda. Solo un lugar donde dormir esta noche, por favor —. Me había saltado todas las normas sociales por la desesperación y la adrenalina de que en cualquier momento fuera descubierta.

— ¿Sabes qué hora es? No puedo meterme en problemas contigo.

Algo saltó en mi interior como una alarma. No, por favor, que no fuera lo que estoy pensando. 

— Por favor, mi papá me quiere casar con un criminal, a la fuerza —. Le supliqué.

— Mi papá trabaja con tu papá, Lía. Y me habló amenazándome de que si te llegara a ayudar, no solo lo despedirá, sino también lo va a boletinar.

Cerré los ojos llenos de frustración, quería gritar que se fuera al infierno. No, por favor, no. Esto era una maldita pesadilla. 

— Por favor, Carlos. Me quiere casar con un criminal —. Se me quebró la voz por la desesperación, y tuve que tomar aire para no desmoronarme ahí. 

— Lo siento, Lía, de verdad lo siento, pero John Douglas es una persona peligrosa que tu papá está apoyando y, solo entiende mi postura, por favor.

— ¿Entonces no me vas a ayudar?

Se hizo un silencio prolongado en el que mi esperanza había muerto. 

— Te dejo cien dólares en la entrada, y prometo llamarle a tu papá en media hora para que puedas escapar. Es todo lo que puedo hacer.

Me limpié dos lágrimas con un movimiento de mi mano, frustrada.

— Gracias —. Fue todo lo que pude decir.

Tomé los cien dólares que deslizó en la rendija de la entrada de la puerta y me fui con el corazón en un puño.

Estuve deambulando por aproximadamente dos horas en la calle. Me tenía que ocultar cada cierto tiempo, pues había carros que estaban en mi búsqueda, y a mí el alma me pendía de un hilo cada cierto tiempo. 

La única esperanza que me quedaba era mi antigua niñera. Marcela era una señora de la tercera edad a la que solía visitar una vez al mes. Me cuidó como si fuera su hija. Me enseñó a montar bicicleta, me curó las rodillas raspadas, e incluso me peinaba, y cocía mis peluches cuando estaban por romperse.

La llamé por teléfono, apenas conteniendo el llanto. Me había sentado a la orilla de un parque. Estaba asustada porque no tenía a dónde ir.

— ¿Lía? ¿Estás bien? —Respondió Marce al primer tono.

— No. Estoy huyendo —. La garganta me dolía porque las palabras quedaban atoradas—. Necesito quedarme contigo, por favor.

Se hizo un silencio que me apretó el pecho. 

— Tu papá me llamó. Dijo que si te protegía, le quitaría la ayuda a mi hijo. Está mejorando, pero es imposible que pueda pagar los gastos médicos. . .

— Me quiere casar con John Douglas —. Se me quebró la voz. Entendía la postura de Marce. Yo también habría preferido a mi hijo.

— ¿De qué otra manera te podría ayudar? De verdad lo siento, mi niña —. La voz de Marce se quebró.

— Marce, no me quiero casar con ese monstruo —. Rompí a llorar—. No tengo a dónde ir, mi papá me está cerrando las puertas de todos lados. . . 

— Mi niña, de verdad lo siento chiquita, pero tu papá tiene mucho poder —. A Marcela se le quebró la voz. 

— ¿Podrías ayudarme a recuperar mi laptop? —Traté de controlar mi voz. 

— Haré lo que pueda, mi niña. Solo que llevará un poco de tiempo.

Y colgó. Sabía que lo haría, por el cariño que nos teníamos.

No pude contener más la angustia y lloré. Me abracé a mí misma, porque sabía que estaba sola en este mundo, porque me negaba a ser vendida. 

Caminé durante horas, con los pies entumecidos, los ojos hinchados de tanto caminar, y el vestido hecho jirones. Hasta que vi las luces de un hotel lujoso al fondo de la avenida. Un hotel que mi familia solía visitar en vacaciones. Una última apuesta desesperada.

Entré tambaleante al lobby. Las miradas del personal se clavaron en mí como alfileres a la tela, pues bien podría pasar como una versión de La Llorona: una mujer en vestido blanco, despeinada, con barro en la piel.

— Quiero una habitación.

El recepcionista tragó saliva, incómodo.

— ¿Tarjeta o efectivo?

Extendí la tarjeta dorada, temblando. Él la pasó por la terminal. Una, dos, tres veces.

— Lo siento, señorita. Está bloqueada.

Y con eso, el mundo se cerró.

Salí sin decir nada, sin dignidad, sin destino. Y cuando creía que no quedaba un solo rincón donde esconderme, parecía que el destino me había sonreído. Cruzando la calle había una pequeña iglesia, abierta en medio de la noche.

Entré como alma en pena, caminé por el pasillo central, y me dejé caer sobre la última banca y me eché a llorar en silencio con el pecho apretado y la garganta rota. En ese momento, me di cuenta de que ya no era Lía Monclova, heredera de un imperio.

Era solo Lía.

Una fugitiva en vestido blanco, buscando paz donde solo había sombras.

La banca de la iglesia era dura, incómoda y helada. Pero aun así, había logrado dormir un par de horas. Lo justo para que mi cuerpo se apagara del agotamiento, y lo justo para despertarme de golpe con el dolor en la espalda y el corazón acelerado.

Tenía hambre. Un hambre real, áspera, desesperante. No recordaba la última vez que sentí algo así. Caminé varias calles hasta encontrar un local de comida. Olía a pan recién horneado y café.

Pedí lo más barato del menú y saqué otra de mis tarjetas: la de respaldo. La que mi padre no solía controlar.

La pasaron una vez, luego otra, y otra más.

— Lo siento, señorita, pero aparece como rechazada.

— Debe haber un error —. Susurré, sintiendo cómo la sangre me abandonaba el rostro—. Intente de nuevo.

— Ya lo hice ¿Tiene otra forma de pago?

Le di el billete de cien dólares y me di cuenta de que tenía el dinero muy limitado.

Me alejé caminando con la garganta hecha un nudo. Mi torta y mi café en la mano. Comía con desesperación mientras las miradas curiosas me seguían. Seguro pensaban que era una loca escapando de una boda o una drogadicta con delirio de princesa.

De pronto dos hombres interceptaron mi camino. Uno alto y musculoso; y el otro más bajo, con una chaqueta gris y gafas oscuras. Caminaban lento, como si no tuvieran prisa y ya supieran a dónde iba.

Aceleré el paso y maldije para mis adentros porque apenas le había dado dos bocados a mi torta. Ellos también aceleraron y, en cuanto doblé en la esquina, les aventé el café caliente y la torta a la cara. Corrí con el alma, y en ese momento amé correr a pesar de que lo odiaba, y crucé la calle sin mirar. Un claxon me hizo girar justo a tiempo para esquivar un taxi.

Sentí el zumbido de adrenalina explotar en mis oídos.

— ¡Señorita Lía! ¡Espere!

Corrí más rápido. Me metí entre dos puestos de comida, pues me había metido a un mercado. Tropecé con una caja. Me rasgué el vestido. No importó, salí de ahí y volví a doblar por otra calle. Corrí tanto que los perdí de vista y yo también me perdí. Me senté en una banqueta, temblando, sin aliento, con el corazón latiendo en mi garganta.

No pasó ni un minuto cuando mi celular vibró. Era mi papá.

— ¿Te sientes orgullosa? —Preguntó, con esa voz firme, inflexible.

— ¿Orgullosa de qué? ¿De no ser vendida como ganado?

— Estás manchando mi apellido. Tienes una última oportunidad de presentarte esta noche. Si no lo haces, te voy a desconocer como mi hija, y no vas a tener ni un solo centavo de herencia.

Lo dije sin dudar, aunque la voz me temblaba.  

— Entonces fue un placer haberlo tenido como padre, pero no pienso ser la esposa de un criminal.

Corté la llamada y apagué el teléfono. Las lágrimas empezaron a recorrer mis mejillas porque fue ese momento en el que me di cuenta de que estaba completamente sola.

Y esa soledad dolía, pero el destino tenía más sorpresas preparadas para mí.

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