Olivia sintió una opresión en su pecho cuando lo vio, a través de la ventana, caminar a pasos lentos hacia la entrada. Le pareció un chico diferente o quizá solo era el aspecto sereno que portaba aquel rostro varonil, desprovisto de barba. A pesar de la distancia, Olivia fue capaz de ver aquellos ojos color turquesa tan enigmáticos que su corazón brincó con brío dentro de su pecho.
—Otra vez ese chico —La voz de Beatriz era como un susurro lejano—. No dejaré que te importune, Olivia. Ya me encargo de decirle sus verdades.
—Él se ve… diferente —musitó—. Yo… No sé qué hacer.
Sintió la mano de Beatriz acariciar su brazo como si quisiese darle consuelo, pero ella estaba segura de que solo ese chico con aspecto de vagabundo y sonrisa infantil, le proporcionaría el consuelo que su corazón necesitaba.
La ira, el enojo y la rabia estaban causándole un dolor de cabeza. Se pasó las manos por el rostro y se masajeó las sienes. Su mente era un caos y la vista que tenía delante de él no estaba ofreciéndole ninguna ayuda, todo lo opuesto.Exhaló un largo suspiro, miró fijo a la muchachita que parecía como un cachorrito herido y asustado contra la pared. ¿Quién se creía que era para actuar como una chica ofendida? Y, entonces, vio las lágrimas bañar aquel rostro de piel pálida. El enojo solo incrementó.—Já, lo qué faltaba —imperó, adusto—. Las lágrimas, un recurso de toda mujer débil. No, de hecho, es algo que ustedes, las mujeres, emplean para embaucar a los hombres. Ahora lo vas a negar, ¿cierto, Olivia? Es lo que siempre hacen. Las mujeres siempre recurren al llanto para alivianar el mal comportamient
Quedó a mitad de la sala, sus piernas no le respondían y de verdad quería marcharse de allí porque el enojo se transformó en dolor, la ira en tristeza y eso era nuevo y lo asustaba. No quería sentirse así, no quería nada de esos sentimientos que afloraban despacio dentro de su pecho, queriendo enraizarse y crecer, florecer. No, él no dejaría que eso ocurriese. No se condenaría a sí mismo.—Siempre odiaré esa noche que te vi tan apacible en los brazos de aquel hombre —profirió, sin mirarla—. Ahora me percato de algo y, quiera o no, aquella imagen estará en mi mente y sé que se repetirá una y otra vez. Pensaré en esa noche, pensaré en ti con otro hombre.—Y yo pensé y creí que eras un chico honesto, pero me equivoqué —La voz serena logró que girarse y quedase, de nuevo, frente a ella
No durmió casi nada porque los muchos pensamientos que pululaban por su mente no lo dejaron descansar como lo hubiese querido, pero ahora que el día comenzaba, todo aquello fue olvidado. Tenía solo un día para disfrutar de las delicias que la vida le ofrecía porque mañana todo cambiaría.Era el menor de tres hermanos, la oveja negra de la poderosa y multimillonaria familia Brin. Y sí, Santiago Brin había renegado de cualquier responsabilidad sobre el legado familiar. Sin embargo, si tenía en cuenta que desde pequeño fue inculcado con la convicción de que algún día fuese parte de las empresas, bueno, no tenía culpa alguna de poseer inteligencia y destrezas para los asuntos de negocios. Pese a ello, cuando cumplió los 20 años, renunció a todo ello y se marchó de la casa, buscando su propio destino. Su pasatiempo, desde que solo era un crío,
Durmió como un bebé durante toda la noche, quizá fue gracias al vino que bebió y a todo ese sexo que tuvo con las dos mujeres que se hallaban a cada lado de él. En serio, había pasado una noche esplendida, olvidándose de los problemas y del mundo, pero ahora que el día despuntaba, la realidad le daba la bienvenida, otra vez.Que sí, Santiago siempre estuvo con cierto tipo de mujeres experimentadas, pero solo unas pocas veces pagó por sexo. No necesitaba ofrecer dinero a cambio de algo que lograba obtenerlo usando su encanto y siendo él mismo, siendo sincero desde un principio. Estas dos mujeres que se encontraban junto a él era otra prueba más de ello.Quedó mirando el techo de la lujosa habitación de hotel, había gastado todo el dinero que obtuvo de las ventas de sus cuadros y retratos, pero nada de eso venía a cuento. Eran las siete de una fresca ma&
Santiago optó por vestir sus típicas ropas andrajosas y calzar sus zapatillas manchadas con pintura y algunas cosas más. No estaba seguro qué cosa era lo que lo condujo hasta la casa de cierta muchachita, tal vez fue la charla que tuvo con las dos mujeres hace una hora atrás o quizás el hecho de que era un completo tonto por condenarse a creer en una mentira. Lo que fuese que sea, él estaba ahí, parado en medio de la vereda con la mirada fija en el portón de rejas.No se sentía indignado, era otra cosa. Era algo como dolor y humillación. Así que sí, con eso en mente, abrió el portón como si fuese dueño y señor y entró. No tenía idea de lo que esa sensación de ansiedad por ver y hablar con Olivia significaba, pero lo hecho era que algo le decía que lo hiciese.Caminó por el sendero que lo conducía a la puerta pr
Santiago dio un paso y otro y otro más, hasta estar a unos escasos centímetros de la culpable de su estado confuso. No sabía por qué se sentía así ni quería averiguarlo o, tal vez, sí lo sabía y estaba tan apabullado para reconocerlo para sí mismo.No supo cómo ni en qué instante, pero el sentimiento de posesión nació y envolvió sus brazos alrededor de Olivia. Ella imperó un grito. Era un grito ahogado, uno de una chica herida que deseaba huir y no podía, un grito de una chica que no quería amar, pero lo hacía. Santiago lo supo enseguida, al tenerla tan cerca de su pecho, y mirando fijo esos ojos color avellana tan expresivos.—Sé que hay algo, Olivia —espetó, absorto en la belleza del rostro pálido y carente de cualquier tipo de maquillaje—. Algo con lo cual no es posible luchar. Eso son los sentimi
Iker Dubois recorrió casi media ciudad antes de encontrarlo. Era una antigua posada con habitaciones baratas y sin ningún tipo de servicio extra. Tocó, apenas apoyando los nudillos, la puerta. No obtuvo respuesta alguna y, aplacando la sensación de sentirse sucio en un sitio tan descuidado, empujó la puerta.Lo vio acurrucado en una esquina, sentado hecho una bola sobre un tipo de mecedora, parecía que estaba sumido en otro mundo, con la mirada perdida en algún punto invisible.—Santiago —llamó—. Santiago, ¿estás consciente de la hora que es?Santiago no mostró ningún signo de nada, pero conocía al hombre que estaba en su habitación. Ese infeliz era su cuñado, Iker.—Me has hecho recorrer casi toda la maldita ciudad —señaló Iker—. Y ahora que te encuentro, tan campante y tranquilo, ¿qué, m
A simple vista, Santiago parecía un tipo serio, a pesar de sus vestimentas andrajosas, pero por dentro se estaba partiendo de la risa. Todos los ojos posados sobre su persona mientras él parecía tan indiferente. No había replicado el saludo de su padre y tampoco pretendía hacerlo, al menos, no todavía.—Mira su vestimenta —musitó Rosalía, su querida hermana, en torno a su esposo y luego miró a Santiago—. ¿Cómo es posible que te atrevas a presentarte así, vestido como un mendigo? —Santiago hizo cuanto pudo para reprimir la risita altanera—. Padre, ¿no le dirás nada?—Te juro, amor mío, le dije que se vistiese para la ocasión, pero él es un necio incurable —murmuró Iker a su esposa.Y todo se salió de control porque no pudo aguantar más y rió fuerte, causando que todos lo mirase