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Capítulo 1 Reencuentro con el pasado

Me incorporo súbitamente, con el corazón agitado y el cuerpo completamente cubierto de sudor. Inhalo profundo y miro a los alrededores, nerviosa y aterrorizada, para asegurarme de que estoy en casa. Suspiro con alivio y me llevo la mano hasta el corazón al darme cuenta de que me encuentro en mi habitación. Por fortuna, Robert no está a mi lado. No quiero que haga preguntas, que no estoy dispuesta a responder. No tengo idea de cuál fue el detonante que provocó mis pesadillas, pero cada vez que cierro los ojos, una cadena de acontecimientos que sucedieron en un pasado cercano, amenazan con acabar con mi paz y mi tranquilidad. Desde que Robert apareció en mi vida, no volví a tenerlas. Así que me preocupa que hayan regresado y que, en esta oportunidad, sean más recurrentes que antes.

Aparto la sábana de mi cuerpo y saco mis piernas temblorosas de la cama. Me niego a dejarme intimidar por mis recuerdos. Me dirijo al baño y, al entrar, me detengo frente al espejo del lavamanos. Manchas oscuras comienzan a extenderse en la piel debajo de mis ojos. Elevo la mano y deslizo la yema de mis dedos por mis ojeras. ¡Cuánto remordimiento, dolor y sufrimiento escondidos debajo de ellas! Suelto un suspiro. Si no detengo esto a tiempo, voy a quedar expuesta delante de mi marido, y aún no estoy preparada para hablar al respecto. Me quito la bata y la arrojo al cesto de la ropa sucia. Un baño con agua fría puede ser una buena opción para liberarme de tanta preocupación. Abro la llave y me meto debajo de la regadera. Cierro los ojos, apoyo la frente en el porcelanato y dejo que la lluvia de la alcachofa arrastre con ella mis tormentos. Veinte minutos después, regreso a mi habitación. Escojo un vestido sencillo y me visto rápidamente. Alondra debe estar a punto de despertarse. Antes de salir, me acerco al tocador y cubro mis ojeras con suficiente maquillaje. Una vez satisfecha, abandono mi habitación y me dirijo al dormitorio de mis hijos, pero el sonido de voces y risas me obligan a detenerme y cambiar el rumbo de mis pasos.

Con una sonrisa dibujada en mi boca y, con mi pasado de vuelta al lugar del que nunca debió salir, me dirijo a la cocina para encontrarme con mi adorada familia. Ninguno de ellos se percata de mi presencia, así que me quedo allí parada, observando la hermosa interacción entre padre e hijos.

―Yo no soy tan buen cocinero como mami, pero no lo hago tan mal, princesa ―Alondra toma una porción de panqueque del plato, lo lleva a su boca y le da un mordisco entusiasta―. ¿Te gusta?

Ella, asiente, risueña y feliz.

 ―Sí, papi. ¡Me gusta el chotolate!

Mi marido sonríe, se acerca y le da un beso en la frente.

―Cómetelo todo para que seas una niña muy fuerte y grande como papi ―toca su naricita pecosa con la punta de su dedo―. No dejes nada en tu plato o tu madre descubrirá que te di chocolate en el desayuno.

Robert se sienta al lado de nuestro pequeño hijo, Dorian, pica su panqueque en trozos pequeños y le da un bocado.

―Yo soy gande y fuete como tú, papi.

Responde, nuestro pequeño, al mostrar el músculo inexistente de su brazo.

―Por supuesto, campeón ―sonríe, el orgulloso padre, con una sonrisa que por poco parte su rostro en dos. Ambos son como dos gotas de agua―. Tan fuerte y grande como papá.

Un par de lágrimas ruedan por mi rostro. Y pensar que estuvimos a punto de perder todo lo que, con tanto esfuerzo, logramos construir. El pensamiento me hace temblar de pies a cabeza. Hace casi tres años vivimos uno de los momentos más angustiantes de nuestras vidas. Ese maldito asesino estuvo a punto de quitarme la vida y, también la de nuestra dulce y amada princesa. Si aquel monstruo se hubiera salido con la suya, nada de esto habría sido posible. Por fortuna, mi marido y sus amigos pudieron darle captura y acabaron con él. Nunca más volverá a molestarnos. Desde entonces, nuestras vidas han sido perfectas y maravillosas. Robert gira su cara y me observa con esos preciosos ojos color océano que me roban el aliento.

―¿Cariño? ―me mira con desconcierto al verme llorar. Se aproxima y se detiene frente a mí. Mete sus dedos debajo de mi barbilla para que lo mire a los ojos―. ¿Qué sucede?

Su expresión preocupada me causa pesar. Este hermoso y maravilloso hombre me ha hecho la mujer más feliz del mundo. No puedo pagarle de esta manera. Provocándole zozobras con mis inquietudes injustificadas. Niego con la cabeza y esbozo una sonrisa sincera.

―Son lágrimas de emoción ―rodeo su cuello con mis brazos y me alzo sobre las puntas de mis pies para besar sus labios―. ¿Hay panqueques para mí?

Corresponde con una radiante sonrisa que ilumina mi mundo envuelto en penumbras. Me cerca con sus brazos fuertes y poderosos y me pega contra su pecho.

―Por supuesto, mi vida ―me da un beso que me deja sin oxígeno en los pulmones―. Siéntate a la mesa y te sirvo.

Se aparta y, mientras se dirige a la cocina y sirve un par de platos con panqueques para nosotros, vuelvo a retraerme en mis pensamientos. Sin querer, viajo a un lugar de mi pasado al que nunca más quisiera regresar…

―Está inconsciente, señor ―apenas puedo oír lo que hablan―. No tendremos ninguna complicación con esta chica. Estuve averiguando sobre ella ―siento que alguien me carga en sus brazos―. Nadie la va a extrañar, no habrá preguntas ni la estarán buscando.

―¡Mami! ―el grito de mi hija me obliga a abandonar mis pensamientos de manera abrupta―. Papi hizo queques. ¡Están diciosos!

Con el corazón acelerado y, los nervios de punta, fuerzo una sonrisa y me acerco a mis bebés.

―Hola, mis amores ―les doy un beso a cada uno en sus naricitas embadurnadas de chocolate. Saco mi lengua y lamo el dulce impregnado en mis labios―. Así que, chocolate, ¿eh?

Alondra, abre sus ojos como platos. Dorian, sonríe de puro gusto, al hundir el dedo embarrado de chocolate en su boca.

―Fue, papi.

Sonrío, al escuchar los argumentos de defensa de nuestra princesita. Niego con la cabeza. Su padre es un blandengue.

―Me declaro culpable ―comenta, mi marido, al acercarse y dejar el par de platos en la mesa―. Además, hoy es un día muy especial para nosotros ―entrecierro los ojos. ¿Día especial? ¿De qué me estoy perdiendo? Tira de la silla para que me siente y, antes de alejarse, me besa en el cuello, provocando cosquillas y erizándome la piel―. Por una vez que nos saltemos las reglas, no se va a acabar el mundo. ¿Cierto?

¿Cómo resistirme a esa sonrisa tan hermosa? Contesto, con un asentimiento de cabeza.

―Papi, quiero más chotolate.

―Yo tambén quero más.

Me tapo la boca para que no se me escape la risa. Nuestros hijos tienen a su padre en la palma de sus manos. Es incapaz de negarse a cualquier cosa que ellos le piden. Robert toma el frasco de sirope y rocía un poco en sus tortillas.

―Esto es todo lo que estoy dispuesto a consentirlos ―deja la botella en la mesa y ocupa la silla frente a mí, al otro extremo de la mesa. Ambos, flanqueando a nuestros adorados hijos―. Ya no habrá más golosina a esta hora de la mañana.

Me guiña un ojo y se dispone a comer, pero, justo en ese preciso momento, suena el timbre de la puerta. Entrecierro los ojos. 

―Quédate aquí, cariño ―me indica mi marido al ponerse de pie. Mira su reloj de pulsera y sonríe de una manera que despierta mi curiosidad―. Iré a abrir.

¿Qué se trae entre manos?

―Deja que lo haga, Ana.

Niega con la cabeza.

―Le di el día libre a todos los empleados.

¿Qué? Antes de que pueda preguntarle al respecto, se aleja, cruza la sala y se dirige hacia el vestíbulo. Bufo, resignada. No sé qué está pasando, pero está actuando de forma muy sospechosa. Mi estómago ruge de hambre, así que, cojo el tazón de frutas picadas, vierto una cantidad generosa sobre mis tortillas y las cubro con miel. Pico un trozo, pero antes de que pueda llevármelo a la boca, escucho la voz de Rachel.

―¡Buenos días!

Por poco me atraganto con la saliva en cuanto la veo entrar junto a Robert. Pero mi sorpresa no es por su presencia, sino por el enorme y precioso ramo de rosas rojas que mi marido trae entre sus brazos. Me eyecto de la silla y me le quedo mirando con desconcierto.

―¿Qué…? ¿Qué está pasando?

Apenas puedo pronunciar palabras. Mi corazón se ha desatado en una andanada convulsa de palpitaciones desenfrenadas.

―¡Feliz aniversario de bodas, cariño!

Sonríe con tal emoción, que me hace sentir remordimiento por haberlo olvidado. Ahora caigo en cuenta cuando se refirió a que este era un día especial. 

―Lo siento, yo…

¿Qué me está pasando? ¿Cómo pude olvidarlo? No he sido yo misma en estas últimas dos semanas.

―Te amo, mi vida.

Me entrega el ramo de flores y me besa en los labios. Mi emoción es tal, que no puedo hablar.

―¿Quién quiere pasar un día en la piscina con Gabriel y Emma?

Mis bebés, responden, casi al unísono, a la pregunta que hace su tía.

―¡Yo! ¡Tita!

―¡Yo quiero ir!

Mi marido, ni corto ni perezoso, se aleja, saca algo de debajo de la mesa y se lo entrega a mi mejor amiga y hermana.

―Todo lo que me pediste está empacado, Rachel ―¿lo tenían todo planeado?―. Agradezco tu ayuda.

Ella sonríe, antes de tomar el par de bolsos que mi esposo le ofrece.

―Lo hago con mucho gusto ―le guiña el ojo, antes de mirarme―. Además, mis hijos estarán encantados cuando sepan que sus primos pasarán el día con ellos y se quedarán a dormir en casa.

¿Dormir en casa? Por fin logro recuperar el habla.

―¡Por Dios! ¡Apenas puedes con tu enorme barriga, Rachel! ―niego con la cabeza―. ¿Cómo vas a poder encargarte sola de cuatro niños que pueden volver loco a cualquiera?

Mi pregunta queda en suspenso cuando se escuchan pasos acercándose.

―¿Dónde están mis dos preciosos nietecitos?

Mis hijos gritan de felicidad al ver a, Raymond, acercarse.

―¡Abu!

 El primero en arrojarle sus brazos para que lo cargue, es mi pequeño.

―Hola, campeón ―lo saca de su silla, lo carga en sus brazos y le llena el rostro de besos―. ¿Listo para pasar un día fabuloso con el abuelo?

Las lágrimas pulsan detrás de mis pestañas. Nunca tuve más familia que Rachel, pero, desde que Raymond regresó a nuestras vidas, me ha tratado como a una hija más y, a mis hijos, como si fueran sus verdaderos nietos.

―Abelito, yo también quiero jugar contigo.

―Por supuesto, cariño ―se acerca, la saca de su sillita y carga a Alondra con su otro brazo―. Todos nos vamos a divertir juntos.

La besa en la mejilla cuando mi hija se aferra a su cuello.

―Te quelo mucho, abelito.

Él los mira con tal adoración, que se me derrite el corazón.

 ―Y, yo, los amo con toda mi alma.

Un par de lágrimas se escapan por las esquinas de mis ojos.

―Bien, creo que es hora de que nos vayamos. Gabriel y Emma están muy impacientes.

Dejo el ramo de rosas en la mesa y me arrojo a los brazos de mi amiga.

―Gracias por todo lo que haces por mí. Por la familia que me has dado.

Se separa de mí y me mira a los ojos.

―No hay nada que agradecer, Victoria ―me da un beso en la mejilla―. Fuimos hermanas desde el día que nos conocimos y lo seremos hasta el fin de nuestros días.

No puedo dejar de llorar. Soy una tonta muy sensible y sentimental. Acerco una de mis manos a su cuello y, recorro, con mi dedo índice, la cadena que le regalé el día de su cumpleaños. Con la otra, recorro la mía

―Hermanas para siempre.

Sonrío con emoción. Me alejo de ella y me acerco a mis hijos.

―Diviértanse mucho. Mañana nos vemos ―después de besarlos, fijo la mirada en los ojos del hombre al que considero como a un padre―. Te quiero, papá.

Sonríe, se inclina y me besa en la frente.

―Yo también te quiero, hija.

Se retira y camina hacia la puerta principal.

―Adiós, mami.

―Te quelo, mami.

Es la primera vez que me separo de ellos. Elevo la mano para despedirme de mis dos bebés.

―¡Feliz aniversario!

Nos dice Rachel, antes de darse la vuelta y seguir a su padre.

―¿Todo bien, cariño?

Niego con la cabeza.

―Siento mucho haber olvidado nuestro aniversario de bodas.

Entierro mi cara en su pecho y rompo a llorar como una chiquilla.

―No pasa nada, cielo ―de repente, percibo algo extraño en el aroma de su perfume. Vuelvo a aspirar y, en cuanto reconozco la fragancia, trato de alejarme de él, pero no me lo permite―. Estoy acostumbrado a tus desmanes ―de un momento a otro la luz se desvanece y el ambiente se torna sombrío. Las palpitaciones de mi corazón se precipitan. Esta no es la voz de mi marido. Elevo la mirada y, pierdo el aire de mis pulmones, cuando mis ojos se encuentran con los suyos―. Pero te prometo que volverás al redil, ahora que estás de regreso.

Suelto y grito y abro los ojos. Me cuesta enfocar la mirada y darme cuenta que no estoy en mi casa.

―¿Es cierto que eres mi mamá? ―giro la cara con brusquedad. Pierdo el aire de mis pulmones al ver al niño que me mira con ojos esperanzados―. ¿Viniste por mí?

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