capítulo 2

La nieve iluminaba el infinito lienzo de la noche. El aire temblaba, y aquella pelusa blanca crujía

bajo las ruedas de la silla que se aproximaba a la puerta de la instalación deportiva.

John, estaba impaciente por disipar con un buen partido de baloncesto el dolor muscular que

había venido sintiendo todo el día. Conservar la fuerza y la elasticidad en los músculos y en las

articulaciones de su cuerpo constituía una parte esencial en la rutina diaria de su vida, así que

aquella nueva pasión era una de las prácticas deportivas que disfrutaba con regularidad después

de haber sufrido el accidente; eso, y el compañerismo que compartía con aquellos jóvenes a los

que dirigía en el equipo de baloncesto para discapacitados.

Sus fuertes y ágiles manos desplazaron con destreza la silla de ruedas hacia el pasillo que

llevaba a los vestuarios; mientras, sus encabritados pensamientos no dejaban de dibujar en su

cabeza un par de ojos negros.

Una mujer sexi. Una miniatura muy sexi.

Se sintió un gigante ante ella y eso le gustó. Más de lo que quería admitir. Maldición, ya sabía

hacia dónde se dirigían sus cavilaciones, y la decisión que había tomado era irrebatible.

Definitiva.

Había sido meditada durante su largo y doloroso proceso de rehabilitación física y emocional.

Y no deseaba cambiarla.

Una vida se había roto, pero otra se había abierto camino.

Quizá nunca olvidaría el hombre que había sido antes del accidente, pero sabía que era preciso

recordarse día a día que aquella persona se había ido para siempre. Aunque los sentimientos de

añoranza lo traicionaran; aunque los pensamientos, frescos todavía, con el olor de la apasionada

vida que había vivido llegaran para atormentarlo. No era parte de su naturaleza dejarse llevar por

la autocompasión. Agradecía estar vivo. Tenía una familia a la que amaba, buenos amigos a los

que apreciaba. Tenía éxito en un trabajo que adoraba y disfrutaba de sus amados deportes,

adaptados a su nueva condición; y para ponerle la guinda al pastel, residía donde deseaba residir.

No necesitaba más. La idea de amar y ser amado por una mujer especial se había quedado en la

quimera del ayer, y no valía la pena preguntarse cómo habría sido conquistar a una como la que

había conocido en la mañana.

Sin embargo, su rebelde cerebro no acató las órdenes, y se recreó una vez más en la placentera

sensación que lo había recorrido cuando la tuvo a su merced en aquella entrevista. Le avergonzaba

reconocer que había desplegado todo su poder ante ella con el único propósito de llamar su

atención. Quería demostrarle que era un hombre atractivo y seguro de sí mismo. Pero luego, por

una razón en la que no había querido ahondar, se había sentido triste. El alivio de que ella no lo

hubiera visto en la silla de ruedas, y la posibilidad de que en un futuro lo hiciera, lo había hecho

suspirar de nostalgia todo el día. Le avergonzaba, y no lo había querido aceptar. No quería abrir

la puerta de aquel lugar donde guardaba sus demonios, ni tampoco quería escudriñar ni mucho

menos dejar salir lo que ahí había.

Comprendiendo que estaba tocando el borde de la autocompasión —y eso era algo que odiaba

más que nada en la vida—, frenó en seco su silla de ruedas y contempló el largo corredor ante él.

Una traviesa sonrisa aligeró sus facciones al tiempo que empujaba las ruedas hacia delante con

toda la potencia de los músculos de sus brazos. Los neumáticos corrieron de forma temeraria por

el pasillo hasta alcanzar los vestuarios. Cuando llegó, una feliz algarabía lo recibió.

—Ey, abuelo, este bastardo de aquí dice que hoy vamos a morir en el campo de batalla.

Acostumbrado ya a las burlas acerca de su edad procedentes de ese salvaje y joven grupo de

discapacitados, John, no se molestó por el comentario de Jere. Se giró divertido hacia Sami, un

muchacho rubio, delgado pero de músculos bien tonificados, quien, como no podía quedarse

quieto, mantenía la silla de ruedas en constante movimiento, y le espetó: —¿Qué? La derrota no está en nuestro vocabulario. Lo siento, amigo, me temo que esta es

nuestra noche.

Sami dejó escapar una carcajada mientras continuaba su vaivén. —Uy, Jere, vaya con el viejo estirado… Explícale que si juega como habla, es hombre muerto.

Mejor consigue otro vitun vaari

3

. —Acércate y te muestro lo viejo que soy —lo amenazó John.

—Uy, uy, perkele

4

, se nos alebrestó el abuelito. —Nicklas, un rubio macizo y lleno de tatuajes,

lo interrumpió, burlándose.

Aprovechando su conocimiento en la práctica de kárate, John maniobró de forma inesperada

la silla y, con destreza, cogió por el cuello a Nicklas en una llave perfecta. Faltó poco para

hacerlo caer de su silla de ruedas. —Ojalá no juegues como hablas, Nicklas. ¿Quién dices que soy? —Apretó más la llave. —Ay, perkele, me estás ahogando, viejo. —Todavía no te he escuchado decir quién soy. —El capitán, mier…

—¿Y qué más? —El capitán del equipo ganador. —Así me gusta. —Lo soltó despacio.

Pronto, los diez jugadores se dirigieron a la pista y, entre la rudeza de su juego y de sus

comentarios, John olvido durante más de una hora los altibajos de su vida.

Cuando el juego llegó a su fin, cansado y satisfecho, fue a ducharse. Había sido un largo día

lleno de emociones. Con la determinación que lo caracterizaba en todo lo que hacía, manipuló su

cuerpo con pericia y se trasladó de la silla de ruedas a una silla de ducha. Mientras el agua

caliente consentía su cuerpo, la decisión que debía tomar con respecto a los candidatos para el

cargo de asistente de diseño volvió a importunarlo. Meditaba muy bien las resoluciones de la

compañía; si bien era cierto que a veces cometía deslices en su debilidad por complacer a las

personas que apreciaba, era un hombre sensato y justo.

Después de que Monica saliera de su oficina, en un impulso le pidió a Tommi que la

entrevistara de una vez: quería su opinión sobre ella. No quería que sus sentimientos personales

interfirieran en la decisión de contratar o no contratar a la señorita Díaz. El procedimiento general

de la empresa para emplear a los diseñadores era que Tommi y Matteo, el jefe de diseño,

entrevistaran a los candidatos. Nunca lo hacía John, pero esa vez había querido involucrarse en el

proceso de selección debido a los problemas que había tenido la compañía en los últimos años

para encontrar a una persona idónea para el cargo. Quería controlar las elecciones que hacía el

caprichoso Matteo, que era un brillante arquitecto y diseñador, pero cuyas preferencias habían

dejado mucho que desear: novatos creativos y muy seguros de sí mismos, pero con una remarcada

falta de responsabilidad o, más bien, diría que con un sentido del tiempo apegado solo a sus

propias necesidades y no a las del equipo.

Dada la flexible libertad con que se trabajaba en Estonia, los jóvenes parecían no querer

responder a ninguna regla de la empresa: organizaban el horario según les convenía, escogían

asistir cuando lo consideraban fundamental y entregaban proyectos cuando podían, retrasando así

la producción y causando la histeria en todo el grupo, especialmente en el voluble genio de Matteo El caso de la señorita Díaz fue especial. La había tenido en cuenta como un favor a Ulla, su

amiga y exnovia, de raíces colombianas pero que había crecido en Finlandia, y quien le había

pedido darle una oportunidad de trabajo a su compatriota. Siempre era bueno para la empresa

alguien extranjero, ideas y pasiones nuevas. La mujer le había gustado a pesar de la torpeza y de

su comportamiento tímido en la entrevista.

Tal vez demasiado.

Se terminó de vestir y salió al aparcamiento en busca de su automóvil. Inhaló con placer el aire

frío de la noche mientras abría la puerta y se subía en el vehículo adaptado, con un asiento para el

piloto de fácil movilidad, un espacio más amplio de lo normal para desplazar sus piernas y una

adaptación del volante y del freno. Le quitó las ruedas a la silla RGK Elite, fuerte y con más

estabilidad, que utilizaba para sus prácticas deportivas. Dobló el armazón y lo colocó, junto con

los neumáticos, en el puesto del copiloto. Minutos después, se perdió entre la vasta llanura blanca

rumbo a su piso, ubicado en Kruununhaka, una zona residencial aledaña a su oficina. Antes había

tenido un apartamento en Espoo, pero a raíz del accidente, lo había vendido y había comprado el

actual por cuestiones prácticas, ya que quedaba a unas cuantas manzanas de su despacho.

Cuando llegara a casa, prepararía una deliciosa cena, la acompañaría con una buena copa de

vino, pondría una agradable música de fondo y aplazaría sus inquietudes para el día siguiente.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo