—Amo. Amo Vlad. Con su permiso, amo. Buenos días, amo. Qué tenga buenas noches amo. ¿Por qué siempre está molesto, amo? Ser amable no lo hará perder dinero, amo.
Samantha no podía dormir pensando en la nueva jerga laboral y fue a prepararse un té a la cocina. Uno con miel y limón siempre la relajaba. Hablaba sola aprovechando que todo el resto de sirvientas dormía.
—¿Hay algo que le incomode, amo? Conozco un excelente remedio para las hemorroides. —Rio traviesamente hasta que se dio la vuelta.
La taza se le resbaló de las manos y gritó, peor que si hubiera visto al tipo ese que mataba jovencitos en su película de terror favorita. Esos jóvenes no conocían el verdadero terror de ser descubierta por su jefe en un momento tan inapropiado como aquel. Era una conducta imperdonable y esperó que la despidiera en el acto. No le importaba tener que dormir en la calle. Encontraría un nuevo trabajo y le pagaría la deuda en cuotas, pero no deseaba tener que verle la cara otra vez. Cómo podría verle la cara si la había sorprendido hablando de su trasero.
¡Cómo se había atrevido a pensar en el trasero de su jefe! Y de un modo tan lamentable y espantoso.
Recogió los trozos de la taza y limpió el suelo, sin mirar al hombre que seguía de pie en el umbral de la puerta. Estaba descalzo y llevaba un pantalón largo, su pijama probablemente. No se atrevió a mirar más arriba.
Él dio un paso en la cocina.
—¡No siga avanzando!... Puede haber algún trozo de vidrio. —Frotó con más fuerza el piso para acabar pronto y salir corriendo.
Los pies de su jefe llegaron a su lado. No había escapatoria.
—¡Lo lamento mucho, señor!... Amo, no fue mi intención, yo… yo estoy tan avergonzada, no quise ofenderlo, le ruego que me disculpe.
—No necesitas suplicar de rodillas.
Ella se miró a sí misma y se levantó de un brinco. Se había agachado para limpiar de mejor manera, la miel era pegajosa y difícil de quitar.
—Yo no, yo no me arrodillé por usted… yo sólo...
—¿Qué haces aquí a estas horas? Además de faltarle el respeto a tu jefe en la impune soledad de la noche.
Ella inhaló profundamente. Ya se estaba tardando en despedirla, pero no perdía las esperanzas.
—No podía dormir… amo. Me preparaba un té.
—Haz uno para mí también.
Él se quedó esperando junto a ella. Preparar el té sin darle la espalda era imposible. Sam recitó mentalmente unas oraciones y empezó a preparar más té.
—¿No va a despedirme por mi falta de respeto?
—Te lo descontaré de tu salario. Será el equivalente a la compensación económica en una demanda por injurias. Consultaré la tarifa con uno de mis abogados.
Eso era lo que ella necesitaba, un abogado que la sacara de aquella casa donde sólo conseguía endeudarse más a cada día que pasaba. Cortó unos limones para exprimirlos. Se sobresaltó al sentir que su jefe estaba cada vez más cerca y se apresuró a sacarles el jugo.
—Me sorprende que, siendo tan maleducada, te hayas atrevido a engañar a mi madre para que te confiara la educación de mi hermano.
—Debería despedirme por estafadora.
—Debería denunciarte de una vez a la policía.
Él parecía hacer muy mal uso de los recursos públicos, llamando a la policía a cada instante.
—Intento de envenenamiento, injurias y calumnias, e****a y la lista sigue creciendo.
Estar en esa casa no sólo la llenaba de deudas, la estaba volviendo una delincuente con un prontuario en expansión. Cogió unas cucharadas de miel y revolvió el té hasta que se disolvió por completo.
—No sabía que vendieran estos pijamas en talla de adulto —observó él.
Su pijama era de tela peluda, pantalón y camiseta. Era café claro. Ella lo llamaba su pijama de oso. A él le pareció que era café cervatillo.
—No tiene nada de especial, los hay de todas las tallas.
Ahora le agregaba miel a la segunda taza. Ya no faltaba nada para entregarle el té y salir de allí. La cuchara se le resbaló cuando sintió los dedos de su jefe subir por su brazo.
—Es suave, como un muñeco de felpa. Cuando era niño dormía abrazando un muñeco de felpa.
Ella se volteó de golpe, cargando la taza.
—Pues ya no es un niño y yo no soy un muñeco de felpa. Tenga su té, buenas noches.
No logró avanzar mucho. Él la cogió del brazo, impidiéndole escapar.
—Olvidas tu té.
Ella lo tomó, creyendo que se había salvado. Su alivio fue breve, él la hizo sentarse a la mesa y ambos bebieron, frente a frente. A cada sorbo que Sam daba sentía que se le saldrían las lágrimas. El hombre no dejaba de verla con aquella intensa mirada y, aunque era tan joven como ella, estaba muy por sobre su pobre existencia. Él tenía poder, era el amo. Empezaba a tener miedo de aquella desventaja.
Vlad cerró los ojos. Había estado sintiendo el agradable aroma del vapor que salía de su té y lo probó por fin. Era suave, con el toque justo de acidez y dulzura capaz de resultar envolvente y fascinante. Ella no era inútil como parecía, su té era mejor que su café y definitivamente incomparable con el batido. La haría tomar clases para que mejorara, unas sesiones de cocina algunas veces por semana durante las tardes antes de su llegada. Quizás lecciones de etiqueta por las mañanas, su forma de caminar era espantosa y esos modales toscos de pueblerina, un desastre. No estaba seguro de que lo fuera, pero así parecía. Aún no olvidaba el incidente del maletín.
Ella acabó su té. Dejó la taza sobre el platillo, pero no la soltó. Esperaba una orden hasta que recordó que era muy tarde y su horario laboral había acabado hace mucho. Qué idiota había sido. Se levantó feliz por su gran aunque tardío descubrimiento y él la detuvo nuevamente cuando iba a salir luego de lavar su taza.
—Esta noche dormirás conmigo.
Vlad tuvo que repetir su petición porque ella no acababa de dar crédito a lo que oía. Y Vlad Sarkov jamás tenía que repetir. No había nacido quien se atreviera a contradecirlo. Había crecido sabiendo que siempre obtendría lo que deseaba, así lo habían criado sus padres y así lo había confirmado él. Y lo que deseaba era dormir con el cervatillo gigante.—Se ha equivocado conmigo. No soy esa clase de persona. No haré tal cosa, no insista por favor, tengo mi dignidad y mi orgullo.—Me estás insultando.—¡Es usted quien me insulta! Soy una joven decente, que gana dinero honradamente y no voy a meterme en su cama.—No te pagaré por tal cosa. Es más, tú me lo debes.—¡Pues no pagaré con mi cuerpo!La apacible expresión de Vlad casi se interrumpió con una sonrisa. Ella era muy divertida.—No estoy interesado en tu cuerpo. Yo duermo, tú duermes, sólo pido que lo h
Intento de envenenamiento, injurias y calumnias, e****a, esos eran los cargos en su contra. En cosa de horas, ella se había convertido en una de las criminales más buscadas de la ciudad. Había movilizado a todo un contingente policíaco que no se detuvo hasta encontrarla.Samantha, sentada en el banco de la oscura celda, tenía una tétrica sonrisa en la cara. Alguien le jugaba una broma, eso debía ocurrir, no podía ser real. En cualquier momento aparecían los camarógrafos para revelarle que todo había sido orquestado para la diversión de una audiencia feroz. Todos a su alrededor seguían un retorcido guión y se esmeraban en desempeñar a la perfección su papel: los oficiales que la detuvieron, los que la interrogaron tal como si fuera una asesina en serie y se negaban a creer en su palabra y los que evitaron meter a otros detenidos en la misma celda que ella: era peligrosa.Y en este mundo del absurdo, donde nadie hacía caso de sus palabras, V
"Báñate”.Esa simple palabra le había puesto a Sam los nervios de punta. El mensaje le llegó a las diez de la mañana. Sólo eso, sin contexto, sin explicación. Le dio vueltas al asunto. Su jefe ya se había ido a trabajar hacía al menos dos horas y ahora le ordenaba eso.En medio de una reunión donde se discutía el futuro de un proyecto inmobiliario, Vlad Sarkov, sentado a la cabeza de la larga mesa de directivos, sonrió sutilmente viendo la pantalla de su teléfono. Lo miraron con disimulo. Él jamás se distraía en una reunión.“¿Ahora?”Esa había sido la respuesta de la muchacha. El tiempo que le había tomado en preguntarlo era lo que le divertía: veinte minutos desde que lo leyera. Era realmente lenta.“En la noche. Hoy dormirás conmigo”.Sabía que no habría respuesta y dejó el teléfono en la mesa. Interrumpió al hombre que
—¿Tienes problemas cerebrales? No haré eso.—Pero amo, es una excelente idea.—No me hagas repetirlo —sentenció y ella salió corriendo de la habitación.La primera idea de Sam había fracasado antes de comenzar y era la mejor que se le había ocurrido. Era infalible, pero a su idiota jefe parecía preocuparle demasiado su reputación como para fingir que tenía un malestar estomacal. La diarrea era un problema completamente natural. Simplemente debía quedarse encerrado en el baño durante el almuerzo y ya, fin del problema. Ahora tendría que pensar en otra cosa.Sirvienta estafadora: ¿No puede salir a dar un paseo y así evitar el almuerzo? Es un lindo día para pasear.Jefe idiota: No estoy de humor para salir.Samantha gruñó, guardándose el teléfono en el bolsillo. La solución era tan simple. De seguro el maldito lo hacía para fastidiarla. Uno d
Samantha salió de la ducha envuelta en una toalla. Luego de dejar la habitación de Vlad Sarkov, lo primero que hizo fue darse un baño para quitarse toda la suciedad de encima. Había estado cerca de quince minutos bajo el chorro de agua. Seguía sintiéndose sucia.En el espejo junto al clóset observó la marca que era su castigo. Nada había resultado como imaginaba y la lesión circular y enrojecida que había en la parte trasera de su hombro era la muestra. Al mirarla se descubría deseando haber recibido los azotes con el cinturón o incluso un puñetazo. La humillación hubiera sido incomparablemente menor que al sentir la boca de su jefe succionando impúdicamente su piel. ¡Cómo se había atrevido! Todas las formas en que la trataba la hacían creer que el asco era lo más intenso que él podía sentir por ella. No atracción, mucho menos deseo. Esas marcas eran hechas entre amantes, eso era lo que no entendía. Ellos no eran amantes ni mucho menos, la máxima intimidad
Samantha apagó la alarma de su teléfono antes de que sonara. No recordaba haber dormido. Había estado investigando toda la noche sobre la extraña muerte de la novia. Se puso las pantuflas al revés. No lo notó hasta que salió del baño. Bostezó cuatro veces de camino a la cocina. Era tarde cuando le llevó el café a su jefe. Él la miró de mala gana por el tiempo suficiente para incomodarla. Miró el café con la misma expresión.—¿Estás enferma?—Amo, no necesita ofenderme. Si hice algo que lo molestara, sólo dígamelo y lo remediaré.Vlad rodeó su escritorio, plantándose frente a ella. De cerca la muchacha se veía mucho más espantosa. Las oscuras ojeras la hacían parecer un mapache, los ojos de cervatillo lucían irritados, rojos. Piel cenicienta y el cabello pajoso y apelmazado, sin brillo. Dudaba que estuviera sucio, ayer se veía normal y ahora parecía no haber sido lavado en días.Samantha tenía un nudo en la
—¡Por favor, no me mate! —le gritó a Vlad en la cara.Él se apartó, todavía sobre ella.—¿Crees que te mataría en mi casa? ¿En mi cama? No digas estupideces.Eso no la tranquilizó.—¿Qué va a hacerme entonces? Ya confesé y dijo que sería piadoso. Cumpla su promesa y déjeme ir al baño o reventaré.Vlad suspiró. Sacó las llaves del cajón del velador. Siempre estuvieron allí, tan cerca y tan lejos a la vez. El destino era cruel y burlesco, pensó Samantha corriendo al baño.¡A su baño!Esa desvergonzada no había aprendido nada, pensó Vlad. Usar el mismo baño que él ¡Qué descaro! ¡Qué imprudencia! ¡Qué masoquismo el suyo al provocarlo de esa manera! ¡Qué mujer tan…!—¡Ahhh!... —gimió Samantha desde el baño.El placer de liberar su vergonzosa urgencia era indescriptible, como pocas cosas en la vida. El dolor en el vientre, la ve
A la misma hora que Samantha oraba en la iglesia por un milagro, Vlad iba camino a una desarmaduría de autos.—Amo Vlad, no era necesario que viniera, yo podía confirmarlo —dijo el conductor, estacionando el vehículo junto a la caseta del vigilante.—Debo verlo con mis propios ojos, Markus.El vigilante los guio por entre las pilas de autos inservibles y herrumbrosos. Olía a metal y a aceite viejo. El viento que se colaba por entre los fierros retorcidos entonaba una melodía similar a un silbido, rasposo, doliente como un lamento.—Éste es. Ha estado aquí por años, sepultado bajo un camión que sacamos ayer. No tiene la matrícula, pero el número de serie del motor coincide con el que busca, igual que el modelo y color —dijo el encargado.El color, pensó Vlad, avanzando hacia el amasijo de metal que una vez fuera un auto rojo. Ya nada quedaba de tal color. Tampoco había puertas y el techo ha