Samantha tomó la mano de Ingen y lo acompañó hasta la entrada. Era un día muy importante para su ex pupilo y, si ella se encontraba nerviosa, no imaginaba cómo debía sentirse el pequeño.
—Eres un chico muy listo, sólo recuerda todo lo que te dije y se valiente.
Aprovechando que ella estaba agachada a su altura, él se atrevió a abrazarla. El aroma de su cabello era agradable, tanto como para desear olerlo durante mucho tiempo.
—¿Empezarás tu primer día llegando tarde?
El tierno abrazo acabó abruptamente con el amable saludo de Vlad. El niño salió tras él, cabizbajo. Más parecía que se dirigía a la horca que a la escuela. Samantha los vio subir a ambos a la parte trasera del auto negro y el conductor se los llevó. Se despidió con su mano cuando el pequeño volteó a mirarla y le respondió alegremente. Junto a él, la expresión fría y espeluznante de su jefe la hizo acabar bajando la mano y metiéndose rápido a la casa.
Por la tarde, en la sala de estar había una pequeña reunión. La señora de la casa y sus amigas del club de lectura conversaban animadamente del libro de la semana.
—Creo que abandonarlo todo por perseguir un sueño es inspirador y revitalizante —decía una de ellas cuando Samantha llegó cargando una bandeja.
No era su intención escuchar de lo que las damas hablaban, pero evitarlo era imposible. Intentó pensar en una canción.
—Hay cosas más importantes: responsabilidades familiares, la reputación, el futuro que debía heredar ¡Él lo dejó todo por la absurda música!
La señora de la casa parecía realmente afectada. El libro le había calado muy profundo. Quizás era bastante bueno.
—¿Música? ¿Dónde dice eso? Recuerdo que quería ser pintor —dijo otra mujer, pasando rápido las hojas del libro.
—No… era la música. Yo recuerdo que era la música —insistió la señora.
Había sacado un abanico de alguna parte y se echaba aire en la cara. Tenía las mejillas levemente sonrojadas.
—Era pintura. Recuerden que por eso conoció a su novia en un museo —observó una tercera mujer, con redondas y relucientes gafas—. Sale en la página cincuenta y ocho. Creo que Anya está pensando en alguien más.
El sonrojo se volvió absoluto en el rostro de la mujer, mientras todas las restantes buscaban la página indicada.
—P-p… ¿Por qué estás vestida así? Creí que Vlad te había despedido.
Las mujeres dejaron los libros y se volvieron a mirar a Samantha, que terminaba de ordenar los pocillos con el picadillo para que ellas disfrutaran.
—Ahora trabajo para él, señora.
—De ser maestra a criada. Algo no estás haciendo bien, querida.
Las mujeres olvidaron el tema en cuestión y comenzaron a cuchichear sobre el éxito en la vida y los rotundos fracasos. A Samantha no le importó. Ella ni siquiera era maestra y ser sirvienta era un trabajo tan digno como cualquier otro. Su dignidad no se veía afectada en lo más mínimo. Pronto saldaría su deuda y sería libre de volar a Europa para perseguir sus sueños también, tal como el personaje del libro que las mujeres leían.
〜✿〜
Lo primero que hizo Ingen al llegar de la escuela fue contarle todo a Samantha. En un rincón del jardín le reveló que su primer día de clases había estado fantástico. Gritaron de alegría sabiendo que nadie podría oírlos y Samantha lo premió con una estrellita. Él la guardó con solemnidad en su bolsillo, donde estaría a salvo.
Por la tarde y a la hora indicada ella estuvo junto al perchero. El hombre entró y le tendió el maletín. Ella lo cogió de prisa y lo ayudó a quitarse el abrigo, que colgó con cuidado en el perchero, sin botar ni romper nada. Miró con evidente orgullo a su jefe. Él tenía una cara de espanto difícil de describir, donde la incredulidad se mezclaba con la repulsión y la sorpresa. A sus ojos, ella había hecho algo mucho peor que botar su maletín y romper un costoso florero de más de cien años; ella había sostenido el maletín entre sus piernas, apretándolo con las rodillas.
—Déjalo en mi despacho y prepara un batido. Pregúntale a la jefa de las sirvientas cómo hacerlo.
Ella siguió al pie de la letra las instrucciones y tomó nota de la preparación de tal brebaje. Al jefe le gustaba beberse las verduras. Una alimentación saludable le había proveído en parte el buen estado físico en que se encontraba, sin dudas. Anunció su presencia y, cargando la bandeja con el batido, entró en el despacho. El hombre tenía los codos apoyados sobre el escritorio y el mentón sobre las manos cruzadas. Miraba fijamente algo tras la espalda de ella. Si hubiera volteado, habría visto que se trataba del maletín, pero ella no volvería a darle la espalda, no señor. No cometía un error dos veces.
Dejó el batido en el escritorio y esperó. Él se mantuvo sin modificar un milímetro su postura. El batido parecía no importarle y Samantha no tardó en incomodarse.
—¿Señor?
Al instante él la miró. Esos grandes ojos verdes en aquel rostro pálido que ella tenía parecían los de un cervatillo asustado.
—¿Por qué me llamas señor? ¿No has oído cómo me llama el resto de la servidumbre?
La joven buscó dentro de su cabeza. Allí, sus pasos retrocedieron a la cocina y todas sus experiencias dentro de la mansión desde su llegada se rebobinaron como una película. El problema es que era una película muda. Su jefe se acomodó en el asiente, cogiendo por fin el batido. No pareció molestarle el sabor, ella lo había encontrado asqueroso.
¿El modo en que lo llamaban?… En todo el caos mental, la voz de una de las sirvientas se impuso, dándole la respuesta que buscaba.
—¿Joven amo Vlad?
—Un nombre excesivamente largo ¿No te parece?
—Considerando lo valioso que es su tiempo, creo que algo más corto sería apropiado.
Aunque llamarlo Vlad a secas se le hacía demasiado informal. Ella no deseaba tener esa confianza con su jefe, no era apropiado ni la haría sentir cómoda. Señor para ella estaba perfecto y no veía qué tuviera de malo.
—Llámame amo.
La respiración a Samantha se le cortó y sus ojos fueron los de un cervatillo al que le han disparado y, con el estruendo y el miedo, no sabe si le han dado o si podrá vivir un día más.
Definitivamente le habían dado, eso sentía ella. Una bofetada, una petición que pateaba su dignidad hacia un rincón. Llamarlo amo implicaba devoción y abnegación hacia un sujeto digno de adoración, nada de eso sentía ella por su jefe, ni pensarlo. Iba a protestar recordándole los derechos humanos y laborales cuando él habló.
—Samantha también es muy largo —expresó, pensativo.
Ella se alegró de que la palabra esclava fuera igual de larga que su nombre. Y eso fue muy triste.
—¡Sam, señor!... Amo. Puede llamarme Sam —se apresuró a decir ella, antes de que a él se le ocurriera algo descabellado.
—Bien. Te llamaré así hasta que se me ocurra algo mejor. Llévate el vaso y ve a descansar.
Ella salió, retrocediendo hasta llegar a la puerta como acostumbraba hacer. Era una joven extraña, eso pensaba él mirando el maletín. Todavía no decidía si sólo botarlo o quemarlo también.
—Amo. Amo Vlad. Con su permiso, amo. Buenos días, amo. Qué tenga buenas noches amo. ¿Por qué siempre está molesto, amo? Ser amable no lo hará perder dinero, amo.Samantha no podía dormir pensando en la nueva jerga laboral y fue a prepararse un té a la cocina. Uno con miel y limón siempre la relajaba. Hablaba sola aprovechando que todo el resto de sirvientas dormía.—¿Hay algo que le incomode, amo? Conozco un excelente remedio para las hemorroides. —Rio traviesamente hasta que se dio la vuelta.La taza se le resbaló de las manos y gritó, peor que si hubiera visto al tipo ese que mataba jovencitos en su película de terror favorita. Esos jóvenes no conocían el verdadero terror de ser descubierta por su jefe en un momento tan inapropiado como aquel. Era una conducta imperdonable y esperó que la despidiera en el acto. No le importaba tener que dormir en la calle. Encontraría un nuevo trabajo y le pagaría la deuda en cuotas, pero no deseaba tener que verle la cara otr
Vlad tuvo que repetir su petición porque ella no acababa de dar crédito a lo que oía. Y Vlad Sarkov jamás tenía que repetir. No había nacido quien se atreviera a contradecirlo. Había crecido sabiendo que siempre obtendría lo que deseaba, así lo habían criado sus padres y así lo había confirmado él. Y lo que deseaba era dormir con el cervatillo gigante.—Se ha equivocado conmigo. No soy esa clase de persona. No haré tal cosa, no insista por favor, tengo mi dignidad y mi orgullo.—Me estás insultando.—¡Es usted quien me insulta! Soy una joven decente, que gana dinero honradamente y no voy a meterme en su cama.—No te pagaré por tal cosa. Es más, tú me lo debes.—¡Pues no pagaré con mi cuerpo!La apacible expresión de Vlad casi se interrumpió con una sonrisa. Ella era muy divertida.—No estoy interesado en tu cuerpo. Yo duermo, tú duermes, sólo pido que lo h
Intento de envenenamiento, injurias y calumnias, e****a, esos eran los cargos en su contra. En cosa de horas, ella se había convertido en una de las criminales más buscadas de la ciudad. Había movilizado a todo un contingente policíaco que no se detuvo hasta encontrarla.Samantha, sentada en el banco de la oscura celda, tenía una tétrica sonrisa en la cara. Alguien le jugaba una broma, eso debía ocurrir, no podía ser real. En cualquier momento aparecían los camarógrafos para revelarle que todo había sido orquestado para la diversión de una audiencia feroz. Todos a su alrededor seguían un retorcido guión y se esmeraban en desempeñar a la perfección su papel: los oficiales que la detuvieron, los que la interrogaron tal como si fuera una asesina en serie y se negaban a creer en su palabra y los que evitaron meter a otros detenidos en la misma celda que ella: era peligrosa.Y en este mundo del absurdo, donde nadie hacía caso de sus palabras, V
"Báñate”.Esa simple palabra le había puesto a Sam los nervios de punta. El mensaje le llegó a las diez de la mañana. Sólo eso, sin contexto, sin explicación. Le dio vueltas al asunto. Su jefe ya se había ido a trabajar hacía al menos dos horas y ahora le ordenaba eso.En medio de una reunión donde se discutía el futuro de un proyecto inmobiliario, Vlad Sarkov, sentado a la cabeza de la larga mesa de directivos, sonrió sutilmente viendo la pantalla de su teléfono. Lo miraron con disimulo. Él jamás se distraía en una reunión.“¿Ahora?”Esa había sido la respuesta de la muchacha. El tiempo que le había tomado en preguntarlo era lo que le divertía: veinte minutos desde que lo leyera. Era realmente lenta.“En la noche. Hoy dormirás conmigo”.Sabía que no habría respuesta y dejó el teléfono en la mesa. Interrumpió al hombre que
—¿Tienes problemas cerebrales? No haré eso.—Pero amo, es una excelente idea.—No me hagas repetirlo —sentenció y ella salió corriendo de la habitación.La primera idea de Sam había fracasado antes de comenzar y era la mejor que se le había ocurrido. Era infalible, pero a su idiota jefe parecía preocuparle demasiado su reputación como para fingir que tenía un malestar estomacal. La diarrea era un problema completamente natural. Simplemente debía quedarse encerrado en el baño durante el almuerzo y ya, fin del problema. Ahora tendría que pensar en otra cosa.Sirvienta estafadora: ¿No puede salir a dar un paseo y así evitar el almuerzo? Es un lindo día para pasear.Jefe idiota: No estoy de humor para salir.Samantha gruñó, guardándose el teléfono en el bolsillo. La solución era tan simple. De seguro el maldito lo hacía para fastidiarla. Uno d
Samantha salió de la ducha envuelta en una toalla. Luego de dejar la habitación de Vlad Sarkov, lo primero que hizo fue darse un baño para quitarse toda la suciedad de encima. Había estado cerca de quince minutos bajo el chorro de agua. Seguía sintiéndose sucia.En el espejo junto al clóset observó la marca que era su castigo. Nada había resultado como imaginaba y la lesión circular y enrojecida que había en la parte trasera de su hombro era la muestra. Al mirarla se descubría deseando haber recibido los azotes con el cinturón o incluso un puñetazo. La humillación hubiera sido incomparablemente menor que al sentir la boca de su jefe succionando impúdicamente su piel. ¡Cómo se había atrevido! Todas las formas en que la trataba la hacían creer que el asco era lo más intenso que él podía sentir por ella. No atracción, mucho menos deseo. Esas marcas eran hechas entre amantes, eso era lo que no entendía. Ellos no eran amantes ni mucho menos, la máxima intimidad
Samantha apagó la alarma de su teléfono antes de que sonara. No recordaba haber dormido. Había estado investigando toda la noche sobre la extraña muerte de la novia. Se puso las pantuflas al revés. No lo notó hasta que salió del baño. Bostezó cuatro veces de camino a la cocina. Era tarde cuando le llevó el café a su jefe. Él la miró de mala gana por el tiempo suficiente para incomodarla. Miró el café con la misma expresión.—¿Estás enferma?—Amo, no necesita ofenderme. Si hice algo que lo molestara, sólo dígamelo y lo remediaré.Vlad rodeó su escritorio, plantándose frente a ella. De cerca la muchacha se veía mucho más espantosa. Las oscuras ojeras la hacían parecer un mapache, los ojos de cervatillo lucían irritados, rojos. Piel cenicienta y el cabello pajoso y apelmazado, sin brillo. Dudaba que estuviera sucio, ayer se veía normal y ahora parecía no haber sido lavado en días.Samantha tenía un nudo en la
—¡Por favor, no me mate! —le gritó a Vlad en la cara.Él se apartó, todavía sobre ella.—¿Crees que te mataría en mi casa? ¿En mi cama? No digas estupideces.Eso no la tranquilizó.—¿Qué va a hacerme entonces? Ya confesé y dijo que sería piadoso. Cumpla su promesa y déjeme ir al baño o reventaré.Vlad suspiró. Sacó las llaves del cajón del velador. Siempre estuvieron allí, tan cerca y tan lejos a la vez. El destino era cruel y burlesco, pensó Samantha corriendo al baño.¡A su baño!Esa desvergonzada no había aprendido nada, pensó Vlad. Usar el mismo baño que él ¡Qué descaro! ¡Qué imprudencia! ¡Qué masoquismo el suyo al provocarlo de esa manera! ¡Qué mujer tan…!—¡Ahhh!... —gimió Samantha desde el baño.El placer de liberar su vergonzosa urgencia era indescriptible, como pocas cosas en la vida. El dolor en el vientre, la ve