IV Llámame amo

Samantha tomó la mano de Ingen y lo acompañó hasta la entrada. Era un día muy importante para su ex pupilo y, si ella se encontraba nerviosa, no imaginaba cómo debía sentirse el pequeño.

—Eres un chico muy listo, sólo recuerda todo lo que te dije y se valiente.

Aprovechando que ella estaba agachada a su altura, él se atrevió a abrazarla. El aroma de su cabello era agradable, tanto como para desear olerlo durante mucho tiempo.

—¿Empezarás tu primer día llegando tarde?

El tierno abrazo acabó abruptamente con el amable saludo de Vlad. El niño salió tras él, cabizbajo. Más parecía que se dirigía a la horca que a la escuela. Samantha los vio subir a ambos a la parte trasera del auto negro y el conductor se los llevó. Se despidió con su mano cuando el pequeño volteó a mirarla y le respondió alegremente. Junto a él, la expresión fría y espeluznante de su jefe la hizo acabar bajando la mano y metiéndose rápido a la casa.

Por la tarde, en la sala de estar había una pequeña reunión. La señora de la casa y sus amigas del club de lectura conversaban animadamente del libro de la semana.

—Creo que abandonarlo todo por perseguir un sueño es inspirador y revitalizante —decía una de ellas cuando Samantha llegó cargando una bandeja.

No era su intención escuchar de lo que las damas hablaban, pero evitarlo era imposible. Intentó pensar en una canción.

—Hay cosas más importantes: responsabilidades familiares, la reputación, el futuro que debía heredar ¡Él lo dejó todo por la absurda música!

La señora de la casa parecía realmente afectada. El libro le había calado muy profundo. Quizás era bastante bueno.

—¿Música? ¿Dónde dice eso? Recuerdo que quería ser pintor —dijo otra mujer, pasando rápido las hojas del libro.

—No… era la música. Yo recuerdo que era la música —insistió la señora.

Había sacado un abanico de alguna parte y se echaba aire en la cara. Tenía las mejillas levemente sonrojadas.

—Era pintura. Recuerden que por eso conoció a su novia en un museo —observó una tercera mujer, con redondas y relucientes gafas—. Sale en la página cincuenta y ocho. Creo que Anya está pensando en alguien más.

El sonrojo se volvió absoluto en el rostro de la mujer, mientras todas las restantes buscaban la página indicada.

—P-p… ¿Por qué estás vestida así? Creí que Vlad te había despedido.

Las mujeres dejaron los libros y se volvieron a mirar a Samantha, que terminaba de ordenar los pocillos con el picadillo para que ellas disfrutaran.

—Ahora trabajo para él, señora.

—De ser maestra a criada. Algo no estás haciendo bien, querida.

Las mujeres olvidaron el tema en cuestión y comenzaron a cuchichear sobre el éxito en la vida y los rotundos fracasos. A Samantha no le importó. Ella ni siquiera era maestra y ser sirvienta era un trabajo tan digno como cualquier otro. Su dignidad no se veía afectada en lo más mínimo. Pronto saldaría su deuda y sería libre de volar a Europa para perseguir sus sueños también, tal como el personaje del libro que las mujeres leían.

〜✿〜

Lo primero que hizo Ingen al llegar de la escuela fue contarle todo a Samantha. En un rincón del jardín le reveló que su primer día de clases había estado fantástico. Gritaron de alegría sabiendo que nadie podría oírlos y Samantha lo premió con una estrellita. Él la guardó con solemnidad en su bolsillo, donde estaría a salvo.

Por la tarde y a la hora indicada ella estuvo junto al perchero. El hombre entró y le tendió el maletín. Ella lo cogió de prisa y lo ayudó a quitarse el abrigo, que colgó con cuidado en el perchero, sin botar ni romper nada. Miró con evidente orgullo a su jefe. Él tenía una cara de espanto difícil de describir, donde la incredulidad se mezclaba con la repulsión y la sorpresa. A sus ojos, ella había hecho algo mucho peor que botar su maletín y romper un costoso florero de más de cien años; ella había sostenido el maletín entre sus piernas, apretándolo con las rodillas.

—Déjalo en mi despacho y prepara un batido. Pregúntale a la jefa de las sirvientas cómo hacerlo.

Ella siguió al pie de la letra las instrucciones y tomó nota de la preparación de tal brebaje. Al jefe le gustaba beberse las verduras. Una alimentación saludable le había proveído en parte el buen estado físico en que se encontraba, sin dudas. Anunció su presencia y, cargando la bandeja con el batido, entró en el despacho. El hombre tenía los codos apoyados sobre el escritorio y el mentón sobre las manos cruzadas. Miraba fijamente algo tras la espalda de ella. Si hubiera volteado, habría visto que se trataba del maletín, pero ella no volvería a darle la espalda, no señor. No cometía un error dos veces.

Dejó el batido en el escritorio y esperó. Él se mantuvo sin modificar un milímetro su postura. El batido parecía no importarle y Samantha no tardó en incomodarse.

—¿Señor?

Al instante él la miró. Esos grandes ojos verdes en aquel rostro pálido que ella tenía parecían los de un cervatillo asustado.

—¿Por qué me llamas señor? ¿No has oído cómo me llama el resto de la servidumbre?

La joven buscó dentro de su cabeza. Allí, sus pasos retrocedieron a la cocina y todas sus experiencias dentro de la mansión desde su llegada se rebobinaron como una película. El problema es que era una película muda. Su jefe se acomodó en el asiente, cogiendo por fin el batido. No pareció molestarle el sabor, ella lo había encontrado asqueroso.

¿El modo en que lo llamaban?… En todo el caos mental, la voz de una de las sirvientas se impuso, dándole la respuesta que buscaba.

—¿Joven amo Vlad?

—Un nombre excesivamente largo ¿No te parece?

—Considerando lo valioso que es su tiempo, creo que algo más corto sería apropiado.

Aunque llamarlo Vlad a secas se le hacía demasiado informal. Ella no deseaba tener esa confianza con su jefe, no era apropiado ni la haría sentir cómoda. Señor para ella estaba perfecto y no veía qué tuviera de malo.

—Llámame amo.

La respiración a Samantha se le cortó y sus ojos fueron los de un cervatillo al que le han disparado y, con el estruendo y el miedo, no sabe si le han dado o si podrá vivir un día más.

Definitivamente le habían dado, eso sentía ella. Una bofetada, una petición que pateaba su dignidad hacia un rincón. Llamarlo amo implicaba devoción y abnegación hacia un sujeto digno de adoración, nada de eso sentía ella por su jefe, ni pensarlo. Iba a protestar recordándole los derechos humanos y laborales cuando él habló.

—Samantha también es muy largo —expresó, pensativo.

Ella se alegró de que la palabra esclava fuera igual de larga que su nombre. Y eso fue muy triste.

—¡Sam, señor!... Amo. Puede llamarme Sam —se apresuró a decir ella, antes de que a él se le ocurriera algo descabellado.

—Bien. Te llamaré así hasta que se me ocurra algo mejor. Llévate el vaso y ve a descansar.

Ella salió, retrocediendo hasta llegar a la puerta como acostumbraba hacer. Era una joven extraña, eso pensaba él mirando el maletín. Todavía no decidía si sólo botarlo o quemarlo también.

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