II Una tacita de café

Samantha no gastó energías en discutir con un cretino como el que estaba segura que tenía en frente y fue deprisa a hablar con la señora. Ella la había contratado y ella era la única que podía despedirla.

—Si Vlad dice que estás despedida, estás despedida, lo siento, linda. Habla con él por tu finiquito —dijo la mujer, que seguía tan ocupada como antes y ni siquiera había volteado a mirarla.

Comenzaba a retirar todo lo que había pensado sobre esas personas. Eran ególatras, irreflexivos e injustos. Y el peor de todos era el tal Vlad, que la despedía sin motivo aparente. Lamentaba pensar que Ingen terminaría siendo como ellos y más lamentaba tener que volver a verle la cara al patán de su hermano.

Tocó la puerta nuevamente. No le importaba el finiquito, sino el mes que le habían pagado por adelantado. Con sólo cinco días de trabajo, si la hacían devolver la paga estaría en problemas. Había dejado el departamento que arrendaba y no tendría dinero suficiente para arrendar otro en tan poco tiempo.

—¿Quién es?

Oír la voz de Vlad le erizó los vellos del cuerpo, tan serena mientras hacía arder el fuego de la discordia.

—Yo... Samantha.

—No conozco a ninguna Samantha, largo.

Ella se mordió la lengua para no decirle lo que se merecía.

—Soy la maestra de Ingen.

"A la que despediste injustamente, imbécil" habría querido agregar, pero no podía. Tendría que tragarse su orgullo para llegar a un acuerdo.

—Ingen no tiene ninguna maestra —dijo el energúmeno y la bilis se le agitó, agriándole las entrañas.

—Quiero saber por qué ya no tiene ninguna —pidió, con la voz más amable que pudo.

—No es asunto tuyo, lárgate.

Su amabilidad resultaba ser tan inútil como una semilla en el inhóspito desierto. Inhaló profundamente varias veces, calmando sus irritados nervios. Ese tipo no tenía modales para tratar a la gente.

—Su madre dijo que debía hablar con usted sobre el finiquito —dijo como intento final.

El sonido metálico de la cerradura eléctrica le indicó que la puerta estaba abierta. Permaneció de pie en el umbral, no quería hacerlo enfadar como la primera vez que entró allí. El hombre seguía con la vista fija en la pantalla del computador, ignorando su presencia.

Samantha esperó pacientemente, maldiciéndolo por dentro, ardiendo en ganas de gritarle, pero incapaz de interrumpirlo. Pasaron tres minutos hasta que él se dignó a dirigirle la palabra.

—¿Qué haces ahí? ¿Esperas una invitación?

Ella lo miró, incapaz de creer que pudiera tener un humor tan cambiante. Incluso le ordenó que tomara asiento frente a su escritorio. Vlad comenzó a buscar el archivo de la mujer en la carpeta de empleados.

—Eres una descarada. Te pagamos un mes por adelantado y quieres un finiquito —criticó con dureza.

—¡No, yo no! —Intentó excusarse, con las mejillas sonrojadas—. Lo dije para que pudiéramos hablar, no quiero quedarme con su dinero, sólo pido un trato justo.

El hombre la miraba fijamente y ella esquivaba sus ojos prohibidos, temerosa de hacerlo enfadar.

—Y además eres mentirosa —acusó él—. Eres incapaz de sostenerme la mirada.

La boca de Samantha se abrió hasta que la piel de las comisuras comenzó a dolerle. Tratar con ese hombre era como subir a una montaña rusa. Lo que estaba mal en un momento podía volverse esencial para satisfacerlo luego y no sabía qué hacer. Sólo quería irse de allí lo más pronto posible.

—Escuche, me pagaron por un mes y sólo pido poder trabajar un mes, nada más. Sé que he hecho un buen trabajo, Ingen está progresando mucho, incluso parece más seguro de sí mismo. Ni siquiera me ha explicado por qué estoy siendo despedida.

Vlad seguía viéndola con detención y ella lo miraba a los ojos con reticencia, notoriamente incómoda.

—Ingen volverá a la escuela, así que tu presencia aquí es innecesaria. Conservarás el dinero correspondiente al finiquito por un trabajo de cinco días y el resto lo devolverás.

Aquello era lo que Samantha más temía. Sentía que estaba parada en el borde de un precipicio, a punto de caer.

—No puedo, ya gasté el dinero —mintió, encogiéndose de hombros.

Una arruga surcó la impecable frente de Vlad, al tiempo que tomaba su teléfono.

—Entonces llamaré a la policía —se apresuró a decir.

Fue detenido por Samantha, que se abalanzó sobre el escritorio para frustrar la llamada, presionándole las manos.

Ella se había atrevido a entrar a su despacho sin que se lo ordenara, lo miraba como si estuviera mirando a cualquiera y ahora osaba a tocarlo ¿Quién se creía que era? ¿Cómo su madre había permitido que alguien tan vulgar se encargara de la educación de su hermano?

Era ella la que necesitaba ser educada.

—Lo... Lo siento —se disculpó Samantha, notando que, en su desesperación, había ido demasiado lejos.

Volvió a sentarse, ordenando los papeles que había desordenado en el escritorio.

—Ya le dije que no quiero quedarme con su dinero, sólo le pido que me deje pagárselo con trabajo, por favor.

Así al menos ganaría tiempo para conseguir un trabajo nuevo y tendría asegurado un lugar donde dormir.

—De acuerdo —dijo por fin Vlad, con mirada inescrutable y Samantha sonrió aliviada—. Pero Ingen volverá a la escuela el lunes, así que tendrás que trabajar para mí.

Samantha se sostuvo de la silla para no caer.

—¿Necesita ayuda con las tablas de multiplicar? —Se atrevió a bromear, algo típico cuando estaba nerviosa.

La seriedad de Vlad se diluyó con una sutil sonrisa torcida.

—No serás mi maestra —recalcó, entrecerrando ligeramente los ojos, lo que le dio una apariencia bastante perversa—, serás mi sirvienta.

〜✿〜

Samantha se miró al espejo una vez más, intentando convencerse de que lo que ocurría no se trataba de una pesadilla. El ajustado vestido negro le daba una apariencia sumisa y apagada. Le llegaba hasta la mitad de los muslos y aquello la incomodaba un poco. ¿Cuál era el sentido de que fuera tan corto? Lo peor era el pequeño delantal blanco con encajes en el borde que llevaba encima. Se veía como una sirvienta, pero no se sentía como una. O tal vez sí, pero no de las que sirven la comida, sino las que eran el plato fuerte en los bares para hombres o más osadamente, en una película sucia.

Sólo un mes, se decía para animarse a salir de la habitación, sólo un mes soportando al miserable de su nuevo jefe. En cuanto abrió la puerta, el iluminado pasillo la hizo sentir náuseas y se quedó en el umbral, sin atreverse a poner un pie fuera.

Sólo un mes.

Como no tenía experiencia siendo sirvienta, no sabía si debía ir a preguntarle si necesitaba algo o esperar a que él la llamara, después de todo, le había pedido su número. Al instante, el teléfono en su bolsillo vibró, sobresaltándola. Era su indeseable jefe nuevo.

Jefe idiota: Tráeme café.

Ni siquiera un por favor, qué más podía esperarse de él.

Avergonzada como nunca, dejó la estancia de los sirvientes y llegó a la cocina de la mansión. Allí preguntó por los gustos de su jefe para el café y partió a llevárselo. Se detuvo en el umbral del despacho, sin saber si debía dejarlo en el mueble donde había dejado la carpeta o llevarlo hasta el escritorio. Él siguió trabajando como si nada y no esperaría a que la regañara como la última vez. Dejó la taza en el escritorio.

—Quince minutos tarde —se quejó él—. Cinco minutos es lo máximo que esperaré por un café, de lo contrario, no lo traigas.

Ella asintió, apenada, pero agradeciendo que no la hubiera mirado todavía.

—El café se ha chorreado sobre el platillo y la taza goteará cuando la levante, manchando mi escritorio ¿Quieres arruinar mi trabajo?

—¡No, no, yo no! —aseguró, más apenada todavía—. Tuve que traerla desde la cocina y subir por las escaleras, por eso tardé y se derramó un poco, no volverá a ocurrir.

Esta vez él sí la observó, admirando el atuendo que llevaba y el llamativo sonrojo en sus mejillas.

—Más te vale —le advirtió—. Cada error que cometas se te descontará del sueldo y tu estadía aquí se prolongará.

Aquello fue un balde de agua fría para Samantha, que ahora cruzaba los dedos para que a su jefe le gustara el café que había preparado.

—¿A esto le llamas café? Está asqueroso. —Rápidamente tomó su teléfono—. Hola, policía. Mi sirvienta está intentando matarme...

—¡No, yo no! Deje eso.

Nuevamente le tocó las manos, intentando frustrar la llamada con el corazón a punto de salírsele del pecho.

—Le pusiste veneno, admítelo.

—¡Claro que no! —se defendió ella, sin dar crédito a las acusaciones de su jefe.

No sólo era un patán, estaba loco.

Para demostrarle que el café no tenía nada malo, ella misma tomó un sorbo.

—Le prepararé otro —anunció, reprimiendo una mueca de asco y saliendo rápido a la cocina.

Esta vez probó el café antes de llevarlo, confirmando que le había quedado delicioso. En la bandeja llevó también la cafetera, se lo serviría en el despacho para evitar que se chorreara la taza. Agregó también un platillo con unas ricas galletas que una de las cocineras había preparado. Con orgullo por la buena presentación que tenía la bandeja, partió de nuevo con su jefe.

En el despacho, acomodó la bandeja en una mesa junto al escritorio donde sirvió el café. Lo hizo con lentitud para que el pulso no le fallara y ninguna gota corrompiera la pulcritud de la taza y el platillito de fina porcelana. Dejó la taza frente al hombre, donde también dejó el plato con galletas y unas servilletas.

Se quedó esperando de pie junto a él, que seguía trabajando. La furia la inundaba cada vez que él la ignoraba como ahora. Esperaba que el tipo se tragara sus palabras cuando probara el exquisito café que había preparado.

—Señor —llamó tímidamente.

Él siguió ignorándola.

—Su café ya está listo —recalcó lo evidente, retorciendo con furia el delantal blanco entre sus dedos.

—Son las nueve y cuarto. No tomo café después de las nueve —afirmó él, sin arrugar un músculo de su lozana piel ni alterar el tono calmado de su voz.

Samantha no lo podía creer. Su rostro se puso completamente rojo de furia, que desahogó con el delantal. Por poco la tela se rasgó entre sus manos. Inhalando profundamente volvió a meter todo en la bandeja. El aire salía con violencia por su nariz y boca, como si fuera un caballo. Cuando por fin estaba por dejar el cuarto, orgullosa de no haberle lanzado el café encima, el hombre la jaló del delantal, pegándola contra su cuerpo.

La sorpresa del repentino acto la dejó inmóvil, con la bandeja temblando entre sus manos, sintiéndose completamente indefensa a merced de ese hombre impredecible. Sintió cómo inhalaba brevemente en su cabello, que caía en suaves ondas sobre sus hombros, mientras se acercaba hasta su oído.

—No uses esto —le susurró.

Las crípticas palabras cobraron sentido cuando lentamente y con delicadeza le desató el delantal con encajes, liberándola así de su breve, pero tortuoso secuestro. Al menos así lo sintió ella, mientras corría por la lujosa mansión con las piernas a punto de desfallecer.

Ahora más que nunca creyó que seguir trabajando allí sería imposible.

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