Perdieron a dos hijas por su amor
Perdieron a dos hijas por su amor
Por: Rocío Morales
Capítulo 1
Salí del hospital en completo silencio y con el informe de evaluación psicológica en mis manos.

Me dijeron que tengo depresión aguda. Pero el médico muy amablemente intentó cuidar mis sentimientos y me consoló:

—Es bastante severa, pero, no te preocupes. Si recibes el tratamiento adecuado, todo irá bien.

Cabizbaja, con mi vista perdida en el infinito. Solo afirmé ligeramente, sin decir nada.

En mi mente apareció la expresión ansiosa de mamá. Sabía que a ella no le gustaría mi estado.

—Has perdido mucho tiempo en recibir el tratamiento. Debes informar a tus familiares para que te ayuden con el proceso.

El médico descubrió mis preocupaciones.

Guardé bien el informe y luego regresé a casa, donde mamá estaba preparando la cena.

Al verme, me miró con gran enojo y me preguntó:

—La profesora me llamó y dijo que no habías asistido a la clase de ballet. Dime por qué.

No le respondí directamente, solo la llamé con voz bajita:

—Mamá…

Intenté acercarme a su abrazo, pero ella solo me empujó despectiva y empezó a reprenderme. Me criticó, repitiendo que era poco constante y trabajadora en todo, porque había abandonado el aprendizaje del piano y no había aprendido aquel baile que me pidió.

Al final de todos esos reproches, me dejó una frase indiferente:

—Ya no tienes cena hoy.

Cabizbaja, no dije nada. Me he acostumbrado a tal resultado, porque ha sido un castigo habitual cada vez que cometo un error.

Por la noche, mamá se quejó de eso con mi papá.

—Mal**ta desagradecida —me insultó feo y con furia sin preguntarme la razón por la que lo hice.

Siempre apoyaba a mi mamá sin condiciones.

Mientras tanto, mamá se quejó con llanto desconsolado:

—Hemos gastado tanto dinero en tus estudios, ¡por qué eres tan inútil!

Esta vez, raramente no guardé silencio:

—Mamá, ¿en verdad me amas como dices hacerlo?

Ella se quedó sorprendida, y luego continuó con los continuos insultos, diciendo que era una desagradecida sin corazón y, solo sabía contradecirla.

A altas horas de la noche, me acosté en la cama. Mirando fijo al techo con la mente en blanco, las lágrimas caían desbordadas por mis mejillas.

Vi el bolígrafo que solía usaba en la mesa. Es mi "arma".

De inmediato olvidé el profundo dolor en mi corazón. Me acerqué a la mesa y tomé mi "arma", cortando contra mi muñeca, una y otra vez.

Pero, decidí seguir el consejo del médico.

Durante el desayuno del día siguiente, reuní todo mi coraje para informarles de mi enfermedad en un tono relajado:

—Tal vez no sea tan grave. El médico me dijo que mejoraría pronto con tratamiento.

Sin embargo, antes de que pudiera terminar mis palabras, mamá ya me interrumpió:

—¿Depresión? ¿Con qué derecho estás deprimida? ¡Debemos ser nosotros los que nos sentimos frustrados! ¿Qué te hemos hecho para que nos castigues así?

Perdí todo el deseo de compartir mis sentimientos. Me detuve en mi lugar, frotándome las manos nerviosamente.

Al instante, volví a sentir la enorme vergüenza que había tenido, aquel día en que fui expulsada de casa por no haber obtenido el primer lugar. Frente a todos los vecinos, ella me dio muchas, muchísimas cachetadas y me inundó con la vergüenza.

***

Mamá empezó a cuestionarme una y otra vez. Creía que el médico había colaborado conmigo para engañarlos por el dinero.

—Hemos gastado tanto dinero para que aprendas más cosas. No tienes que hacer nada que no sean los estudios, ¿con qué derecho te sientes deprimida?

Las palabras parecidas se repitieron. Me hicieron taparme los oídos y abrazarme de manera instintiva, lo que enfadó aún más a mamá. Apartó mis manos de mi cabeza con violencia y me gritó:

—¡Deja de hacerte la mosquita muerta!

En ese preciso momento, se oyó un ruido de ruedas raspando el suelo desde la puerta. Mi hermana llegó.

—¡Lluvia López! ¡Hiciste enojar a mamá de nuevo!

Nieve me miró con reproche, mientras consolaba con dulzura a mamá, quien tenía el rostro lleno de lágrimas.

Quise defenderme, pero al ver su mirada llena de rencor, decidí mejor guardar silencio. Mis explicaciones nunca han funcionado.

Al ver a su aliada, comenzó a exagerar cómo me diagnosticaron con depresión.

—¿Depresión? —se rio Nieve con desprecio—. Creo que solo está causándonos problemas a propósito.

Ella, sentada cómoda en su silla de ruedas, me dio un empujón con fuerza.

Finalmente, no pude aguantar más y exploté. Le agarré firme la mano y le grité:

—¡Lárgate de mí!

Por lo general, siempre aguantaba sus intimidaciones en completo silencio. Mi repentino arrebato de rebeldía los sorprendió en gran manera.
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