Los días siguientes fueron una mezcla extraña de calma tensa. Desde el amanecer hasta bien entrada la noche, la finca mantenía ese aire apacible, casi como si el tiempo se hubiera detenido, pero por debajo de esa aparente serenidad, algo se movía.
Camila continuaba con sus rutinas, se esforzaba por mantener la normalidad, pero su sonrisa ya no era tan espontánea como antes. A veces se le escapaba una mueca de tristeza al mirar por la ventana. A veces, su mirada se perdía por segundos largos en algún punto del jardín.
Leonardo lo notaba, lo notaba todo, aunque no dijera nada. Desde la conversación en la cocina, su forma de protegerla había cambiado. Ya no se trataba de gestos visibles o palabras de consuelo. Ahora su cuidado era más silencioso, más estratégico y mucho menos controlador.
La forma en que pedía a los empleados mantener discreción, la manera en que preguntaba a Marta si Camila había dormido bien la noche anterior, o cómo ordenaba que re
El día amaneció nublado, con un cielo gris opaco que parecía anticipar lo que sería una jornada tensa.Las nubes pesadas cubrían la finca como una manta de incertidumbre, y una brisa fresca, casi desapacible, se colaba por las rendijas de las ventanas, acariciando con frialdad los pasillos. No llovía, pero el aire olía a tormenta contenida.Camila lo notó apenas abrió los ojos, con una sensación vaga de presión en el pecho, como si algo estuviera por ocurrir.Desayunó en el invernadero, como había comenzado a hacer en los últimos días. Se había convertido en su espacio seguro, un lugar donde podía pensar sin sentir miradas encima. Las plantas altas, los muebles de hierro forjado y la calidez de los rayos tímidos del sol le ofrecían una tregua del ambiente cada vez más silencioso que el comedor principal.
Los días siguientes a la conversación en el despacho se llenaron de un silencio más espeso que de costumbre.Era un silencio que no se rompía con el sonido de los cubiertos en la mesa ni con los pasos discretos de los empleados por los pasillos. Un silencio que no gritaba, pero que dolía, como un nudo en la garganta que ninguno de los dos se atrevía a desatar.Camila y Leonardo apenas cruzaban palabras más allá de lo estrictamente necesario. No había discusiones, pero tampoco complicidad. Ninguno quería revivir la conversación sobre el matrimonio, pero ambos sabían que estaban avanzando hacia él.No por amor. No por deseo.Sino por protección. Por necesidad.La decisión flotaba entre ellos como una nube de tormenta suspendida en el aire, inminente, inevitable. La tensión se notaba en los gestos pequeños: en cómo Camila dejaba la taza un poco más fuerte sobre la mesa, en cómo Leonardo evitaba mirarla cuando se cruzaban en los pasillos. Se comportaban como dos extraños que sabían demasi
El cambio para Camila fue sutil al principio. Apenas perceptible para quien seguía encargándose de las mismas cosas en la casa.Pero Camila, que había aprendido a notar las pequeñas variaciones en los gestos de los demás, lo sintió como una ola silenciosa que se extendía por toda la casa.Desde el día en que firmaron el acta de matrimonio, algo había cambiado. No entre ella y Leonardo en términos de cercanía, sino en el modo en que los demás la miraban. Marta, siempre cálida y cercana, ahora la trataba con una deferencia distinta. Le ofrecía todo antes de que lo pidiera, evitaba corregirla incluso en los detalles más triviales, y se refería a ella como «la señora» delante de los empleados.—¿Quiere que le lleve el té al salón, señora? —preguntó una mañana una de las
La tarde era tibia y suave, con un sol perezoso filtrándose entre los cristales del invernadero. Camila estaba sentada entre cojines y mantas ligeras, con el bastidor sobre el regazo y la vista perdida entre puntadas de hilo celeste.El embarazo avanzaba con tranquilidad y, pese a la distancia que aún sentía con Leonardo, se permitía momentos de quietud y esperanza.Entonces, escuchó el leve roce de las ruedas sobre el piso pulido.Leonardo entró con expresión neutra, como casi siempre, pero algo en su mirada era diferente. Llevaba una pequeña caja en la mano, negra, de terciopelo. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la sostuvo frente a ella, sin adornos ni preámbulos.—Esto debí habértelo dado el día de la boda —dijo simplemente.Camila lo miró, desconcertada, antes de tomar la caja con suavidad. Al abrirla, se encontró c
La noche era silenciosa, apenas interrumpida por el murmullo lejano de los árboles mecidos por el viento. La brisa golpeaba suavemente contra los cristales de las ventanas, produciendo un sonido rítmico, casi hipnótico. Dentro de la casa, todo dormía, o al menos, eso parecía.Las luces del pasillo estaban apagadas, y solo algunas lámparas de emergencia arrojaban una débil claridad sobre los pisos de madera pulida.Leonardo no conseguía pegar un ojo. El insomnio se había vuelto un visitante recurrente desde hacía años, pero esa noche en particular lo mantenía más inquieto de lo habitual.Estaba en la sala del ala este, un espacio que solía evitar. Allí se acumulaban demasiados recuerdos. Fotos antiguas, libros que no había vuelto a abrir desde el accidente, y una lámpara con la pantalla rota que se había negado a reemplazar, como si conservar ese detalle imperfecto le recordara que no todo tenía arreglo, como él.No sabía por qué había vuelto
Las semanas siguientes al beso marcaron un antes y un después en la relación entre Camila y Leonardo. Sin necesidad de hablar demasiado, algo entre ellos había cambiado.Leonardo no se transformó de la noche a la mañana en un hombre cálido o expresivo, pero su actitud se suavizó, sus gestos se volvieron más constantes, más íntimos, más humanos.Camila, por su parte, comenzó a sentirse verdaderamente protegida. No solo por las cámaras de seguridad que rodeaban la finca, ni por los guardias. Se sentía protegida por su presencia, por el modo en que estaba pendiente de sus horarios de comida, de sus chequeos médicos, de su descanso sin tanta presión, sino por lo que sentía hacia ella.Había mañanas en que despertaba con un pequeño desayuno servido cerca de la cama. No eran grandes banquetes, sino pequeños de
La noche era espesa, densa, cargada de una tensión que se pegaba a la piel. Afuera, el viento sacudía las ramas de los árboles del hospital con un rumor constante, como un susurro inquieto que se colaba por los ventanales.Adentro, todo parecía en pausa. El aire olía a desinfectante y a espera, esa mezcla extraña que solo los hospitales pueden sostener.Camila llevaba horas con contracciones más intensas. El aviso de semanas atrás había sido solo eso, un aviso. Un susto que quedó flotando como una amenaza futura. Pero esta vez, no había marcha atrás. Su cuerpo hablaba con claridad. El parto era inminente, y con él, una nueva etapa que ninguno de los dos estaba realmente preparado para enfrentar… aunque ambos lo deseaban profundamente.Leonardo no se había separado de su lado. Había dormido en el hospital desde aquella primera alerta, orga
Leonardo miró por la ventana de su residencia en España, observando la vasta extensión de terreno que rodeaba su propiedad. Había escogido ese lugar con una razón específica: alejarse del mundo, de la gente, de los recuerdos que lo atormentaban. Necesitaba espacio, aire, silencio. Cualquier cosa que lo hiciera olvidar la rabia que todavía ardía en su interior.Un año y medio había pasado desde el accidente. Cuatro años habían pasado desde que su vida se partió en dos. Antes, había sido un hombre poderoso, temido, respetado en los negocios. Ahora, apenas era una sombra de lo que fue. Su cuerpo le fallaba, su orgullo estaba herido, y su carácter se había agriado hasta volverse insoportable para la mayoría de las personas. No le importaba. No necesitaba que nadie lo quisiera.Lo que más le dolía no era la pérdida de su movilidad, sino la traición. Su exnovia, la mujer que le juró amor eterno cuando era un hombre completo, lo abandonó cuando quedó claro que él no volvería a caminar. Se lo