La procesión de la totalidad de los huéspedes y el personal hacía el gran salón fue convulsiva. Los vestidos largos que las damas planeaban lucir en la ya cancelada cena daban dramatismo al momento y las telas, de colores lúgubres y elegantes, se batían en el aire víctimas de los movimientos de sus dueñas; mientras los trajes de los caballeros, en su mayoría negros, se mantenían pasivos y menos llamativos. Durante el momento abundaron las habladurías, las quejas e incluso una que otra negación momentánea de obedecer las órdenes del gerente que por fortuna no termino en nada.
Bastaron diez minutos para que todos estuviesen en la estancia, unos pálidos, otros confusos, y alguno que otro preocupado. El gran salón del Hotel Olympo era un museo reluciente y costoso. Había jarrones que databan de siglos pasados, pinturas exquisitas en lienzos antiguos, coloridos tapices hechos a mano en apartados y exóticos países, escudos de antiguas casas reales, espadas de caballeros medievales gallardos y decoraciones varias adornadas por damas sumisas habitantes de castillos y entregadas a su labor, además de un tocadiscos que emitía suaves melodías invitando a las personas a no entrar en pánico. Pero, entre todo, resaltaba la estatua de una diosa griega que estaba retirada junto a una ventana que la recubría de forma magnífica. Era del mismo mármol que todas las demás estatuas y al dirigir su mirada hacía ella, Pietro supo con exactitud de quién se trataba. Había tomado una clase sobre mitología griega en la universidad porque el tema le apasionaba en verdad.
—Es Hestia —le dijo a su esposa, pero ella pareció no darle importancia. Pietro continúo, ansioso por mostrar sus conocimientos en la materia —. Era la diosa griega del hogar.
Los esposos avanzaron entre las distinguidas personas que intentaban acomodarse en el gran salón, hasta tomar asiento en un diván color crema que se encontraba junto a la ardiente y gigantesca chimenea. La piel de Pietro agradeció el calor que esta otorgaba y, sin embargo, sus ojos seguían embelesados con la estatua de Hestia.
—Esperemos los policías no tarden demasiado —dijo Claire, dedicando alrededor de un minuto en analizar a cada persona, incluidas la viuda y la monja que descansaban juntas en un sofá —. Quiero volver a la habitación. Ya sabes que no me gustan las multitudes.
—Tiendes a exagerar tu agorafobia, Jill —aseguró Pietro —. A esto se le podría poner muchos nombres, pero multitud no es uno de ellos.
—¿Quién crees que lo hizo? —preguntó Claire acercándose a su oído, procurando que nadie la escuchara.
—No lo sé —respondió Pietro —, pero si hubiese sido yo, ya no estaría por el hotel esperando a que me descubrieran.
—El asesino no pudo huir. El pueblo más cercano está demasiado lejos. El frío lo hubiese matado antes de que lograra llegar, y en caso de que lo lograse, la policía ya debe tener dispuestas unidades con los ojos bien abiertos para identificar a cualquier foráneo, y dado que los suizos parecen tener la misma repulsión que yo por las multitudes, los pueblos aledaños no deben tener más de unos cientos de habitantes. Alguien sudado y jadeante sería descubierto al instante.
La campanilla de sonido molesto fue tocada otra vez, sin embargo, no tuvo mucho efecto en los huéspedes y el personal, quienes no paraban de hablar.
—¡Silencio, por favor! —gritó Hasin Mhaiskar, el gerente. La gente contuvo sus palabras y obedeció a regañadientes —. Han… han acontecido terribles… terribles cosas —Estaba pálido de nuevo, además de titubeante. Pietro supo que se avecinaban noticias no muy buenas y, para mitigar el impacto, tomó la mano de su esposa —. El camino al hotel está… está bloqueado. Una avalancha se… se deslizó desde las montañas y cayó sobre la… la carretera, impidiendo a la policía continuar con su… su camino hacia acá… —El gran salón se inundó de voces que, sumadas al caer de la lluvia torrencial, hicieron una bulla insoportable.
—¡¿Eso quiere decir qué tampoco podremos dejar el hotel?! —exclamó un hombre tras una gran poltrona, al cual Pietro no pudo ver.
—Lamento informar que… que está en lo… lo correcto, señor Ming —respondió el gerente, frunciendo el ceño —. Pero no… no deben preocuparse por… por nada —se apresuró a aclarar, batiendo las manos —. El hotel les… les dará una cortesía por las molestias: no… no les será cobrado un… un solo franco por el tiempo que… que pasen aquí debido al… al bloqueo y a la… la investigación policial.
—¡¿Investigación policial?! —preguntó una señora de gran altura y ojos grises y penetrantes que se veía sumamente impactada —. Soy una diplomática rusa, mi acento lo comprueba, tengo inmunidad política —explicó con altivez y recelo, viendo al gerente como si se tratase de una pulga.
—Señorita Komarova, disculpe usted, pero los… los policías encargados solo dijeron que… que se llevaría a cabo una… una investigación y que nadie podía dejar el… el hotel hasta que… que concluyera. No hablaron sobre diplomáticos o… o inmunidades. —La señorita Komarova observó al gerente por unos segundos. Se notaba que desaprobaba sus palabras por la forma que sus ojos grises tomaron.
—Entiendo… Supongo que hablaré con la policía cuando haga presencia… si es que deciden aparecerse algún día. Con este clima y esa avalancha dudo que arriben pronto —aseguró, para después volver a su posición inicial recargada, sin ningún pudor, sobre una cómoda de madera tan añeja como el mismo tiempo.
El gerente asintió para luego hablar.
—Y dado que no… no hay ninguna autoridad oficial presente, los… los policías dejaron muy claro los pasos a… a seguir. —Hurgó en su bolsillo y con dificultad extrajo una pequeña libreta, la abrió y se dispuso a leer —. Primero… debemos permanecer juntos, a… a la vista. Esto ya… ya lo hemos hecho —Tachó aquel numeral de su lista con temblorosas manos —. Segundo… no tocar el… el cadáver o evidencia alguna ¡Perfecto! —exclamó, tachando el segundo numeral —. Y por último… llamar a… a lista para comprobar si… si todos los huéspedes y el… el personal se encuentra en… en el hotel. Ya he… he tomado lista al personal, por ello, damas y caballeros, con su… su permiso, procederé a… a llamarlos uno a uno —dijo, y pasó la hoja de su libreta para dar con el lugar donde tenía anotados los nombres de los distinguidos huéspedes —. Señora María Paz Anaya Villareal hospedada en la Junior Suite Ambre… —La monja se levantó del sofá y lanzó una sonrisa dando a entender que se trataba de ella.
—Le pido se refiera a mí como “sor” o “hermana”, señor Mhaiskar. —Con sus manos limpió la parte delantera de su hábito y volvió a tomar asiento, no sin antes dar las gracias.
—Disculpe usted, señora… quiero decir, hermana —se apresuró a corregir mientras escribía algo en su libreta —. Señor y… y señora Di Marco hospedados en la… la Junior Suite Blanc —Claire se puso en pie ágil como un halcón, y dirigió una mirada voraz al gerente.
—Señor Di Marco y señora Davenport —corrigió Claire, tosca e imponente. Pietro intentó tomarla de la mano, pero ella deslizó la suya fuera de su alcance.
—Disculpe, señora Davenport, tenía entendido que… que usted y el señor Di Marco eran… eran esposos…
—Pues lo tenía bien entendido. —Todos los huéspedes y el personal giraron sus cabezas hacia Claire para observarla con ojos de distintas tonalidades —. Pietro di Marco Bartolini y yo, Claire Jillian Davenport, somos esposos, pero mantuve mi apellido de soltera. Hubiese sido una maldita desgraciada con mis padres si hubiese reemplazado el apellido de quienes me criaron por el de un hombre —. Varias mujeres dejaron entrever sus sonrisas en el gran salón, incluida la viuda, quien, aunque aún sollozaba, ya se encontraba más tranquila.
—Esta… esta noche no… no está saliendo muy bien para… para mí —aseguró el gerente Hasin —. ¿Hay algún otro presente al que deba dirigirme de una forma especial? —preguntó, tan sonrojado como un tomate.
Un brazo se levantó entre la multitud. Era una extremidad delicada, que se movía con sutileza y encanto. Pietro movió su cuerpo para poder ver con claridad de quién se trataba. Era una mujer rubia, su piel se percibía tersa y brillaba bajo la luz del gran salón. Llevaba varias capas de maquillaje encima, todas perfectamente aplicadas para acentuar sus rasgos y expresar al máximo la belleza de la que, era claro, no carecía en lo absoluto. Yacía recostada en otro diván, cerca de la ventana y de la escultura de Hestia, de una forma tan singular que se asemejaba a una sirena.
—A mí deben dirigirse como Dame —dijo la mujer, y por su tono de voz los presentes entendieron que era una orden para todo el que quisiera dirigirse a ella, no solo para el gerente —. El título me lo confirió la Excelentísima Orden Del Imperio Británico. A la reina de Reino Unido, mi amiga íntima —esbozó una leve sonrisa —, no le agradaría enterarse de que no se están usando los títulos que su reinado provee.
—¡Por supuesto! —exclamó Hasin —. De seguro a… a la reina no…no le gustará —agregó.
—¿Y podría alguien traerme una manta? —Pietro identificó el acento de la mujer con facilidad. Debía ser inglesa —. Muero de frío —agregó, batiendo una capa de las muchas que tenía su lustroso vestido morado.
—¡Lo veo y no lo creo! —exclamó una chica que permanecía sentada en una acolchada alfombra cerca de los esposos. Tanto Pietro como Claire descendieron sus miradas hacia ella —. ¡¿No saben quién es?! —preguntó, al ver a ambos sorprendidos por su reacción.
—Su cara se me hace conocida, pero no lo logro descifrar —aseguró Claire mientras Pietro negaba con la cabeza.
—Es…
—En un momento traeremos su manta, Dame Amelia Elizabeth Wilde —dijo el gerente, dirigiendo una mirada de orden a una de las mujeres que vestía el uniforme del hotel, la cual salió a paso ligero de la estancia.
Con el nombre, Pietro no necesitó explicación alguna de la chica de la alfombra. Aquella mujer era una famosa actriz y modelo. ¡Por supuesto! No entendía por qué no la había reconocido. Todo cobró más sentido. A eso se debía su vestimenta tan pomposa y su actuar de tal manera que parecía como si el aire le debiese rendir pleitesía.
—Entonces ya… está. Dame Amelia Elizabeth Wilde hospedada en la… la Suite Jaune… y en ese…ese orden seguiría…—No seguiría yo, y tampoco soy una afamada y bella actriz —aseguró un hombre de voz gruesa, masculina y con un acento cautivador mientras hizo una venia en dirección a la señora Wilde —, pero también tengo un título especial. —Esta vez, Pietro pudo advertir como las miradas de las mujeres se dirigían al hablante, a excepción de la chica de la alfombra que observaba su celular —. Soy el coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás, del ejército colombiano.—Coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás hospedado en... en la Junior Suite Bleu…Pietro se encontró así mismo celoso cuando vio que Claire no podía quitar la mirada del coronel, y los celos se convirtieron en r
—Creo que deberíamos permitir que el hombre hable, ¿no creen? —dijo el señor Kurida, con una voz básica y monótona, pero a la misma vez diplomática. Debía ser de la misma edad que Pietro y Claire, o al menos eso parecía. Sus ojos eran muy rasgados y su cabello tan liso que con el menor movimiento se batía. Claire percibió que su vestimenta era distinta a la de los demás caballeros. Sobre su cuello yacía una camisa blanca muy planchada, sin una sola arruga, bajo un suéter gris, unos pantalones negros y zapatos de vestir —. Continúe, si es tan amable, señor Mhaiskar.—Como decía, todo el… el personal es inocente porque Monsieur Blackwood se... se encontraba en el… el segundo piso a la hora de su… su muerte, igual que la totalidad de los… los huéspedes, momento en que todo el… el personal llevaba a cabo
—¡¿Por qué la nombra el asesino?! —preguntó la señorita Komarova con nulo tacto, observado a Claire con sus ojos grises.Claire había quedado sin palabras luego de escuchar el disco. ¿Por qué alguien que se hacía llamar Señor Mundo la nombraba como la única inocente? No tenía la menor idea. Hizo un repaso rápido y totalmente infructuoso de su vida. Nacida en Brisbane, Australia. Criada por su madre, una vendedora de bienes raíces, y su padre, un chofer. A los 18 se trasladó a estudiar a Sídney. Luego de muchos años se graduó como doctora e hizo una especialización en psiquiatría. Tuvo unos 5 novios, el último había sido Pietro, con quién se casó. ¡No había nada sobre un Señor Mundo!—Nos nombró a todos, no solo a Jill —aclaró Pietro, saliendo en su
—¿Con qué investigadores? ¿Es usted acaso uno y prefirió callarlo? —refunfuñó el señor Ming.—Está claro que no, pero tenemos una doctora psiquiatra. Algún conocimiento debe tener sobre criminalística, ¿o me equivoco, doctora Davenport?—No se equivoca, señor Tadashi, pero son conocimientos demasiado vagos, probablemente inútiles. No me considero idónea para hacer un diagnóstico sobre un hombre asesinado.—Tendrá que esforzarse —dijo el coronel con tono militar. Claramente era una orden.—¿Y si no quiero? Ya les dije que no tengo ningún secreto que esconder, incluso el Señor Mundo lo confirma. No me preocuparía no darle ningún nombre. Podría seguir igual de tranquila.—¿Tan tranquila aun sabiendo que su esposo sí esconde secretos? &mdas
Claire Jillian Davenport no sabía cómo hacer un interrogatorio policial, pero la mitad de su vida laboral se basaba en escuchar a los pacientes decir sus verdades, sus secretos, sus pecados, las cosas que nadie más desea escuchar o las cosas que algunos no pueden guardarse más. Sus pacientes eran de lo más peculiares. Trabajaba como directora de un hospital psiquiátrico en San Francisco, California y amaba su trabajo.Lo que estaba a punto de hacer debía ser, si quizá no igual a las consultas con sus pacientes, muy similar. No había escogido los lugares para llevar a cabo el interrogatorio, o como ella prefería llamarlo la “entrevista”, al azar. Los había calculado. Recordaba con claridad algo que había leído en algún texto académico: las personas tendían a ser más sinceras cuando el ambiente es ameno y familiar para ellos, y aún mucho m&aa
Dahlia Blackwood siempre había preferido su apellido de soltera, era de las pocas cosas que no tenía en duda en esta vida, de eso y de que cada día que pasaba se llevaba más de ella, de su felicidad y de sus ganas de vivir. Ahí, recostada sobre la baranda de aquel balcón con vista a todo Manhattan, incluido el Central Park, evidenciaba lo pequeña e insignificante que era para el mundo. Le era de lo más sencillo visualizarse abajo, en medio de la calle, con los sesos fuera de su cuerpo debido a la caída y bien muerta. Lo deseaba, lo anhelaba, su cuerpo le gritaba que lo hiciera, sin embargo, nunca se había atrevido, y algo en su interior le decía que jamás se atrevería.Era mitad de otoño, y gastaba otra hora del día, como cada día, en el balcón del pent-house donde vivía y al cual veía más como una cárcel de oro que como un hogar.
Las mesas redondas cubiertas con primorosos manteles blancos se extendían a lo largo del restaurante, por donde cruzaban camareros ataviados con bandejas relucientes hartas de comida y litos impecables, procurando no rozar a los comensales que estaban inmersos en sus asuntos sin darse por enterados que los empleados a su servicio los superaban en número, mientras los alimentos cocinados con esmero y servidos al detalle, que debían ser los protagonistas del almuerzo, estaban relegados a un desdichado último lugar donde nadie, más que los chefs tras bambalinas, les prestaban atención, sin importar que sus ingredientes provinieran de todo el mundo y estuviesen más que listos para complacer paladares quisquillosos y reacios. Los comensales no eran demasiados, a duras penas rebasaban la decena, y a primera vista parecían no ameritar el revuelo de tantos empleados ni tampoco el poco esfuerzo de los rayos del sol que alumbraban perezosos aquella tarde común y corriente de finales d
—Tenemos que hablar —dijo, pasando el cepillo por sus cabellos dorados a la vez que se observaba en el espejo del tocador blanco y rectilíneo.—¿Y sobre qué quieres hablar?—Ya sabes sobre qué… Se supone que a eso vinimos hasta tan lejos, Pietro… a hablar.—No me apetece hablar sobre eso ahora —aseguró él, cortante, frío y convencido. Se encontraba sentado en el sofá de terciopelo azul marino, leyendo unos documentos con letras minúsculas y palabras en exceso.—Planeé este viaje con esa intención, pero si tú jamás piensas hablar, todo esto fue una idiota pérdida de tiempo y dinero —refunfuñó cuando terminó de peinar su cabello para presentarse a la cena que se avecinaba —. Algunas veces siento que esta relación no te importa, que me ves como un mueble más qu