Las mesas redondas cubiertas con primorosos manteles blancos se extendían a lo largo del restaurante, por donde cruzaban camareros ataviados con bandejas relucientes hartas de comida y litos impecables, procurando no rozar a los comensales que estaban inmersos en sus asuntos sin darse por enterados que los empleados a su servicio los superaban en número, mientras los alimentos cocinados con esmero y servidos al detalle, que debían ser los protagonistas del almuerzo, estaban relegados a un desdichado último lugar donde nadie, más que los chefs tras bambalinas, les prestaban atención, sin importar que sus ingredientes provinieran de todo el mundo y estuviesen más que listos para complacer paladares quisquillosos y reacios.
Los comensales no eran demasiados, a duras penas rebasaban la decena, y a primera vista parecían no ameritar el revuelo de tantos empleados ni tampoco el poco esfuerzo de los rayos del sol que alumbraban perezosos aquella tarde común y corriente de finales de enero provenientes del horizonte, desde atrás de las montañas nevadas, los árboles tristes y las nubes negras que empezaban a aglomerarse insípidamente sobre el lugar. Los candelabros que colgaban airosos del techo, decorado con pinturas al fresco que representaban escenas de la Grecia clásica, yacían encendidos tanto como el sol, como la decisión última de alguien por intentar llevar algo más de luz al decrépito restaurante.
El almuerzo avanzó aletargado y penumbroso además de silencioso, con tan solo la interrupción momentánea de los cubiertos al golpear la vajilla y el vino al llenar las copas. Ciertas veces, el aparente desdén de unos y otros también se interrumpía cuando los ojos de las personas se encontraban y, en un juego de poderes, se sostenían la mirada para comprobar quién era lo suficientemente orgulloso de sí mismo para no dejarse intimidar por los demás.
Minutos antes de que la primera persona se levantara de su silla para dejar el lugar, el verdadero protagonista del momento se reveló y desterró abruptamente a todo lo que osaba quedarse con su lugar. Sobre los camareros y sus bandejas, el triste sol, la comida exquisita, los ruidillos del choque de la vajilla y las miradas tímidas y omnipotentes, se alzó el ego de los comensales con su merecido premio al protagonista. El restaurante ya no era un lugar donde se servía comida y bebida a gusto, en cambio, era el campo de una batalla de egos silenciosa y recatada, pero no por ello menos fiera y agotadora que las batallas de espadas, metralletas e incluso de palabras.
Todos estaban agotados de demostrar la mejor versión de sí mismos. Habían intentado por cerca de una hora comer con el cubierto correcto, no hablar con la boca llena, sentarse elegantemente, dar los bocados más pequeños, no sorber, pero sin duda alguna habían gastado mucha más energía en observar que los demás llevaran a cabo todo con finura y recato, más que preparados para juzgar el mínimo error.
Los tonos de piel de las personas eran tan distintos como los colores del arcoíris y daban cuenta de la diversidad cultural que allí se encontraba, pero para los más observadores, también algo distinto se revelaba ante los ojos como una clara epifanía implícita pero no oculta de la batalla de egos. No importaba la forma de los ojos, la altura del cuerpo, el idioma que se hablara, el color del cabello o de dónde se proviniera, todos tenían algo en común: la necesidad de sobresalir, un deseo imperante por demostrarse mejor ante los otros, más elegante, más bello, más exótico, más humilde, más caritativo, más desinteresado, más cordial, más cualquier cosa que los demás.
—Tenemos que hablar —dijo, pasando el cepillo por sus cabellos dorados a la vez que se observaba en el espejo del tocador blanco y rectilíneo.—¿Y sobre qué quieres hablar?—Ya sabes sobre qué… Se supone que a eso vinimos hasta tan lejos, Pietro… a hablar.—No me apetece hablar sobre eso ahora —aseguró él, cortante, frío y convencido. Se encontraba sentado en el sofá de terciopelo azul marino, leyendo unos documentos con letras minúsculas y palabras en exceso.—Planeé este viaje con esa intención, pero si tú jamás piensas hablar, todo esto fue una idiota pérdida de tiempo y dinero —refunfuñó cuando terminó de peinar su cabello para presentarse a la cena que se avecinaba —. Algunas veces siento que esta relación no te importa, que me ves como un mueble más qu
Ahí dentro, tras el lavabo, Claire observó su rostro frente al espejo y vio como una lágrima se escurría por una de sus mejillas, pero no la dejó vivir demasiado y la limpió. Ya había llorado demasiado por Pietro y no podía continuar, al menos no por el momento. Una cena estaba a la vuelta de la esquina y no quería estar hinchada, con ojeras y acongojada para aquel momento.Retocó sus sombras del párpado con esmero, aplicó rímel de nuevo en sus pestañas y acomodó su cabello que en realidad no estaba ni un poco despeinado. Se percibió algo pálida y ruborizó sus mejillas con cuidado. Hacía siglos que no se bronceaba. Tan solo faltaba reaplicar el labial que Pietro le había robado en aquel beso y ya estaría lista para la velada.Abrió una maletilla para buscar dentro el labial exacto que necesitaba y aquello no tard&oacu
La procesión de la totalidad de los huéspedes y el personal hacía el gran salón fue convulsiva. Los vestidos largos que las damas planeaban lucir en la ya cancelada cena daban dramatismo al momento y las telas, de colores lúgubres y elegantes, se batían en el aire víctimas de los movimientos de sus dueñas; mientras los trajes de los caballeros, en su mayoría negros, se mantenían pasivos y menos llamativos. Durante el momento abundaron las habladurías, las quejas e incluso una que otra negación momentánea de obedecer las órdenes del gerente que por fortuna no termino en nada. Bastaron diez minutos para que todos estuviesen en la estancia, unos pálidos, otros confusos, y alguno que otro preocupado. El gran salón del Hotel Olympo era un museo reluciente y costoso. Había jarrones que databan de siglos pasados, pinturas exquisitas en lienzos antiguos, coloridos tapices hechos a mano en apartados y exóticos países, escudos de antiguas casas reales, espadas de caballeros medievales
—Entonces ya… está. Dame Amelia Elizabeth Wilde hospedada en la… la Suite Jaune… y en ese…ese orden seguiría…—No seguiría yo, y tampoco soy una afamada y bella actriz —aseguró un hombre de voz gruesa, masculina y con un acento cautivador mientras hizo una venia en dirección a la señora Wilde —, pero también tengo un título especial. —Esta vez, Pietro pudo advertir como las miradas de las mujeres se dirigían al hablante, a excepción de la chica de la alfombra que observaba su celular —. Soy el coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás, del ejército colombiano.—Coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás hospedado en... en la Junior Suite Bleu…Pietro se encontró así mismo celoso cuando vio que Claire no podía quitar la mirada del coronel, y los celos se convirtieron en r
—Creo que deberíamos permitir que el hombre hable, ¿no creen? —dijo el señor Kurida, con una voz básica y monótona, pero a la misma vez diplomática. Debía ser de la misma edad que Pietro y Claire, o al menos eso parecía. Sus ojos eran muy rasgados y su cabello tan liso que con el menor movimiento se batía. Claire percibió que su vestimenta era distinta a la de los demás caballeros. Sobre su cuello yacía una camisa blanca muy planchada, sin una sola arruga, bajo un suéter gris, unos pantalones negros y zapatos de vestir —. Continúe, si es tan amable, señor Mhaiskar.—Como decía, todo el… el personal es inocente porque Monsieur Blackwood se... se encontraba en el… el segundo piso a la hora de su… su muerte, igual que la totalidad de los… los huéspedes, momento en que todo el… el personal llevaba a cabo
—¡¿Por qué la nombra el asesino?! —preguntó la señorita Komarova con nulo tacto, observado a Claire con sus ojos grises.Claire había quedado sin palabras luego de escuchar el disco. ¿Por qué alguien que se hacía llamar Señor Mundo la nombraba como la única inocente? No tenía la menor idea. Hizo un repaso rápido y totalmente infructuoso de su vida. Nacida en Brisbane, Australia. Criada por su madre, una vendedora de bienes raíces, y su padre, un chofer. A los 18 se trasladó a estudiar a Sídney. Luego de muchos años se graduó como doctora e hizo una especialización en psiquiatría. Tuvo unos 5 novios, el último había sido Pietro, con quién se casó. ¡No había nada sobre un Señor Mundo!—Nos nombró a todos, no solo a Jill —aclaró Pietro, saliendo en su
—¿Con qué investigadores? ¿Es usted acaso uno y prefirió callarlo? —refunfuñó el señor Ming.—Está claro que no, pero tenemos una doctora psiquiatra. Algún conocimiento debe tener sobre criminalística, ¿o me equivoco, doctora Davenport?—No se equivoca, señor Tadashi, pero son conocimientos demasiado vagos, probablemente inútiles. No me considero idónea para hacer un diagnóstico sobre un hombre asesinado.—Tendrá que esforzarse —dijo el coronel con tono militar. Claramente era una orden.—¿Y si no quiero? Ya les dije que no tengo ningún secreto que esconder, incluso el Señor Mundo lo confirma. No me preocuparía no darle ningún nombre. Podría seguir igual de tranquila.—¿Tan tranquila aun sabiendo que su esposo sí esconde secretos? &mdas
Claire Jillian Davenport no sabía cómo hacer un interrogatorio policial, pero la mitad de su vida laboral se basaba en escuchar a los pacientes decir sus verdades, sus secretos, sus pecados, las cosas que nadie más desea escuchar o las cosas que algunos no pueden guardarse más. Sus pacientes eran de lo más peculiares. Trabajaba como directora de un hospital psiquiátrico en San Francisco, California y amaba su trabajo.Lo que estaba a punto de hacer debía ser, si quizá no igual a las consultas con sus pacientes, muy similar. No había escogido los lugares para llevar a cabo el interrogatorio, o como ella prefería llamarlo la “entrevista”, al azar. Los había calculado. Recordaba con claridad algo que había leído en algún texto académico: las personas tendían a ser más sinceras cuando el ambiente es ameno y familiar para ellos, y aún mucho m&aa