—Entonces ya… está. Dame Amelia Elizabeth Wilde hospedada en la… la Suite Jaune… y en ese…ese orden seguiría…
—No seguiría yo, y tampoco soy una afamada y bella actriz —aseguró un hombre de voz gruesa, masculina y con un acento cautivador mientras hizo una venia en dirección a la señora Wilde —, pero también tengo un título especial. —Esta vez, Pietro pudo advertir como las miradas de las mujeres se dirigían al hablante, a excepción de la chica de la alfombra que observaba su celular —. Soy el coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás, del ejército colombiano.
—Coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás hospedado en... en la Junior Suite Bleu…
Pietro se encontró así mismo celoso cuando vio que Claire no podía quitar la mirada del coronel, y los celos se convirtieron en rabia cuando entendió el porqué. Emilio Jacobo no tenía ningún defecto perceptible. La camisa blanca dejaba percibir sus pectorales muy generosos y ni que decir de sus brazos gruesos; parecía que pudiese romper una pared, además, su piel canela era espectacular, y sus ojos y cabello corto negro acentuaban su mandíbula cuadrada.
—Si continúas detallándolo puede que te de alguna muestra gratis —dijo Pietro, disgustado, enviando su mirada hacía la estatua de Hestia.
—¡¿Estás celoso?!
—¡Claro que no! —exclamó Pietro, aún con la mirada en otro lugar.
—¡No tienes por qué estar celoso! Solo estaba viéndolo hablar —aseguró Claire, intentando entrar en su campo visual —. No creerás que cambiaría a mí sexy bombón mediterráneo por alguien más ¿o sí? —agregó, metiendo las manos entre la camisa de Pietro para hacerle cosquillas.
—Jill, eso mismo me hiciste creer el verano pasado y no creo que deba recordarte cómo terminó…
—Señor y señora Blackwood hospedados en la Residence Doré… —Un fuerte sollozo se escuchó en el recinto. Era la viuda. Al parecer no había soportado el recordatorio de su esposo y había regresado al mundo del llanto inconsolable.
—¡Dios, tenga piedad! —exclamó la monja, sosteniendo con firmeza las manos de la señora Blackwood —. Como gerente debería tener un poco de respeto para con los huéspedes, ¿no cree usted? La sutileza y la prudencia son valores muy apreciados por Dios, se les asocia con la empatía.
—Señor Mhaiskar… —Claire se levantó del diván de nuevo. Recorrió el gran salón, rumbo al gerente —. Si sigue así, pasaremos toda la noche escuchándolo pedir excusas, y eso es algo que no podré tolerar —Estiró su mano y el hombre no tardó en entender lo que quería. Apresurado y con torpeza le ofreció la libreta y ella la arrebató con brusquedad —. Señor Lars Schlüter hospedado en la Junior Suite Vert —alguien respondió en alguna parte del salón. No se preocupó por ver, se limitó a tachar el nombre como ya había hecho el gerente con los demás. No iba a levantar la cabeza de la libreta hasta que todo estuviera tachado —. Señorita Bruna Palmeiro Arantes hospedada en la Suite Rose —creyó ver por una esquina del ojo que la chica de la alfombra levantaba la mano y con eso le bastó para seguir —. Señor Quon Ming hospedado en la Residence Argent. —El señor habló —. Señorita Olenka Vadimovna Komarova hospedada en la Junior Suite Noir —. Alguien dijo “yo” —. Señor Tadashi Kurida hospedado en la Suite Pourpre. —Otra mano se levantó silenciosa —. Y por último… Señorita Selin Akkuş hospedada en la Residence Bordeaux.
—¡Estoy por aquí! —aseguró una voz jovial y femenina, acompañada de una risita aguda.
Claire tachó aquel último nombre de la lista y comprobó renglón por renglón. Cada uno de los nombres estaba tachado. Levantó la cabeza y observó a sus compañeros de hotel. No había uno solo que se viese de bajos recursos. Estaba frente a la crema y nata de la sociedad mundial. Con seguridad Pietro y ella eran los dueños de las cuentas bancarias menos llenas. Estiró su mano y regresó la libreta a manos del gerente.
—¡Supongo que… que hemos terminado! —exclamó él, sumamente aliviado —. Damas y caballeros, agradezco su… su comprensión y paciencia. Lo… lo que sea que precisen no duden en… en hacerle saber al personal, quienes harán hasta lo… lo imposible por complacerlos. —Hizo una especie de venía y se dispuso a salir.
Los ojos de todos los presentes, tanto de las damas en sus bellos vestidos como de los caballeros en sus monótonos trajes, se encontraron. Nadie sabía muy bien qué hacer o qué decir. Eran un conjunto de extraños sin nada en común más que estar en un mismo hotel en el momento menos adecuado. Todos se mantuvieron quietos y silenciosos, al parecer ya nadie deseaba hablar. Quizá la muerte ajena fuese más excitante cuando no comprometía algo tan importante como la libertad, derecho del cual habían sido privados abruptamente.
Pietro contó a los huéspedes presentes. Eran diez, o doce en total, si sumaba a su esposa y a sí mismo. Todos parecían tener historias que contar. Cuántos secretos había tras cada uno de esos rostros, incluso tras el suyo propio. Era una lástima que no pudiese hablar a gusto con sus compañeros de hotel. Le encantaba tener conversaciones largas e interesantes, claro está, con gente que tuviera algo trascendental que decir.
—¿Sigues enojado conmigo? —le preguntó Claire, con voz de niña reprendida, tomándolo de las manos.
—No —respondió, seco —. Solo fue un momento de descontrol. Se supone que veníamos a descansar y ahora somos sospechosos de asesinato —suspiró.
El tiempo pasó y nadie supo con exactitud cuánto. Había un gran reloj sobre la chimenea, pero nadie deseaba sentir como pasaban los segundos y los minutos mientras desperdiciaban sus vidas en un gran salón dentro de un lujoso hotel sobre una montaña suiza.
—Está nevando —Pietro pudo oír decir a Olenka Komarova, la diputada, que ahora estaba recargada sobre la escultura de Hestia, dando la espalda a todos los demás y mirando al oscuro exterior —. Parece que el destino no quiere que dejemos este lugar.
—Ningún destino, señorita Komarova —dijo sor María Paz, reposicionando el crucifijo de madera en la mitad de su pecho —. Es Dios, quiere que estemos aquí. Sus tiempos son perfectos. Esto no es casualidad y mucho menos destino.
—¿Y para qué nos quiere Dios aquí? —inquirió un hombre de ojos rasgados y complexión menuda, quien portaba un traje que derrochaba fastuosidad, pero carecía de estilo.
—No tengo una respuesta para eso, señor Ming. Misteriosos son los caminos del señor.
Unos pasos retumbaron en el vestíbulo con fuerza y segundos después el gerente Hasin Mhaiskar penetró en el gran salón. Su rostro se veía temeroso. Claire y Pietro ya se habían acostumbrado a verlo así y por ello no se sorprendieron mucho. Un anuncio desfavorecedor más, después de los tantos que ya habían recibido, no debía causar mucha impresión.
—Damas y caballeros, lamento decir que… que traigo malas… malas noticias… o quizá pésimas sería una… una palabra más… más adecuada. —Todos dirigieron sus miradas hacía el gerente, con ojos de desapruebo, rencor y fastidio, mientras él limpiaba el sudor de su nuca con un pañuelo —. La policía sigue atascada en… en el camino. Trataron … de enviar un helicóptero con… con ayuda, pero como pueden ver a… a través de las ventanas, la… la tormenta eléctrica continúa y… y ahora la nieve decidió hacerle compañía.
—Así es la vida —suspiró, ensimismada, una chica de cabello rojo y nariz pronunciada. Llevaba un vestido amarillo bastante vivaracho, pero no por ello falto de elegancia —. Parece que jamás saldremos de aquí.
—La policía nos… nos dio más instrucciones. Dijeron que… que debíamos revisar las… las cámaras, ya que quizá pudiésemos tener al… al asesino grabado… Y hay buenas y malas… malas noticias —El gerente limpió el sudor aperlado de su frente con el pañuelo. Sus manos estaban temblorosas —. Todo el personal es inocente…
—¡¿Qué dice?! —preguntó la actriz Amelia Wilde, con sus ojos bastante abiertos —. ¿Está insinuando algo, señor Mhaiskar? —agregó, recibiendo la manta fresca, blanca y caliente de una de las ayudantes.
—No… no insinúo… insinúo nada. Solo estoy… estoy comunicándoles la… la verdad.
—Creo que deberíamos permitir que el hombre hable, ¿no creen? —dijo el señor Kurida, con una voz básica y monótona, pero a la misma vez diplomática. Debía ser de la misma edad que Pietro y Claire, o al menos eso parecía. Sus ojos eran muy rasgados y su cabello tan liso que con el menor movimiento se batía. Claire percibió que su vestimenta era distinta a la de los demás caballeros. Sobre su cuello yacía una camisa blanca muy planchada, sin una sola arruga, bajo un suéter gris, unos pantalones negros y zapatos de vestir —. Continúe, si es tan amable, señor Mhaiskar.—Como decía, todo el… el personal es inocente porque Monsieur Blackwood se... se encontraba en el… el segundo piso a la hora de su… su muerte, igual que la totalidad de los… los huéspedes, momento en que todo el… el personal llevaba a cabo
—¡¿Por qué la nombra el asesino?! —preguntó la señorita Komarova con nulo tacto, observado a Claire con sus ojos grises.Claire había quedado sin palabras luego de escuchar el disco. ¿Por qué alguien que se hacía llamar Señor Mundo la nombraba como la única inocente? No tenía la menor idea. Hizo un repaso rápido y totalmente infructuoso de su vida. Nacida en Brisbane, Australia. Criada por su madre, una vendedora de bienes raíces, y su padre, un chofer. A los 18 se trasladó a estudiar a Sídney. Luego de muchos años se graduó como doctora e hizo una especialización en psiquiatría. Tuvo unos 5 novios, el último había sido Pietro, con quién se casó. ¡No había nada sobre un Señor Mundo!—Nos nombró a todos, no solo a Jill —aclaró Pietro, saliendo en su
—¿Con qué investigadores? ¿Es usted acaso uno y prefirió callarlo? —refunfuñó el señor Ming.—Está claro que no, pero tenemos una doctora psiquiatra. Algún conocimiento debe tener sobre criminalística, ¿o me equivoco, doctora Davenport?—No se equivoca, señor Tadashi, pero son conocimientos demasiado vagos, probablemente inútiles. No me considero idónea para hacer un diagnóstico sobre un hombre asesinado.—Tendrá que esforzarse —dijo el coronel con tono militar. Claramente era una orden.—¿Y si no quiero? Ya les dije que no tengo ningún secreto que esconder, incluso el Señor Mundo lo confirma. No me preocuparía no darle ningún nombre. Podría seguir igual de tranquila.—¿Tan tranquila aun sabiendo que su esposo sí esconde secretos? &mdas
Claire Jillian Davenport no sabía cómo hacer un interrogatorio policial, pero la mitad de su vida laboral se basaba en escuchar a los pacientes decir sus verdades, sus secretos, sus pecados, las cosas que nadie más desea escuchar o las cosas que algunos no pueden guardarse más. Sus pacientes eran de lo más peculiares. Trabajaba como directora de un hospital psiquiátrico en San Francisco, California y amaba su trabajo.Lo que estaba a punto de hacer debía ser, si quizá no igual a las consultas con sus pacientes, muy similar. No había escogido los lugares para llevar a cabo el interrogatorio, o como ella prefería llamarlo la “entrevista”, al azar. Los había calculado. Recordaba con claridad algo que había leído en algún texto académico: las personas tendían a ser más sinceras cuando el ambiente es ameno y familiar para ellos, y aún mucho m&aa
Dahlia Blackwood siempre había preferido su apellido de soltera, era de las pocas cosas que no tenía en duda en esta vida, de eso y de que cada día que pasaba se llevaba más de ella, de su felicidad y de sus ganas de vivir. Ahí, recostada sobre la baranda de aquel balcón con vista a todo Manhattan, incluido el Central Park, evidenciaba lo pequeña e insignificante que era para el mundo. Le era de lo más sencillo visualizarse abajo, en medio de la calle, con los sesos fuera de su cuerpo debido a la caída y bien muerta. Lo deseaba, lo anhelaba, su cuerpo le gritaba que lo hiciera, sin embargo, nunca se había atrevido, y algo en su interior le decía que jamás se atrevería.Era mitad de otoño, y gastaba otra hora del día, como cada día, en el balcón del pent-house donde vivía y al cual veía más como una cárcel de oro que como un hogar.
Las mesas redondas cubiertas con primorosos manteles blancos se extendían a lo largo del restaurante, por donde cruzaban camareros ataviados con bandejas relucientes hartas de comida y litos impecables, procurando no rozar a los comensales que estaban inmersos en sus asuntos sin darse por enterados que los empleados a su servicio los superaban en número, mientras los alimentos cocinados con esmero y servidos al detalle, que debían ser los protagonistas del almuerzo, estaban relegados a un desdichado último lugar donde nadie, más que los chefs tras bambalinas, les prestaban atención, sin importar que sus ingredientes provinieran de todo el mundo y estuviesen más que listos para complacer paladares quisquillosos y reacios. Los comensales no eran demasiados, a duras penas rebasaban la decena, y a primera vista parecían no ameritar el revuelo de tantos empleados ni tampoco el poco esfuerzo de los rayos del sol que alumbraban perezosos aquella tarde común y corriente de finales d
—Tenemos que hablar —dijo, pasando el cepillo por sus cabellos dorados a la vez que se observaba en el espejo del tocador blanco y rectilíneo.—¿Y sobre qué quieres hablar?—Ya sabes sobre qué… Se supone que a eso vinimos hasta tan lejos, Pietro… a hablar.—No me apetece hablar sobre eso ahora —aseguró él, cortante, frío y convencido. Se encontraba sentado en el sofá de terciopelo azul marino, leyendo unos documentos con letras minúsculas y palabras en exceso.—Planeé este viaje con esa intención, pero si tú jamás piensas hablar, todo esto fue una idiota pérdida de tiempo y dinero —refunfuñó cuando terminó de peinar su cabello para presentarse a la cena que se avecinaba —. Algunas veces siento que esta relación no te importa, que me ves como un mueble más qu
Ahí dentro, tras el lavabo, Claire observó su rostro frente al espejo y vio como una lágrima se escurría por una de sus mejillas, pero no la dejó vivir demasiado y la limpió. Ya había llorado demasiado por Pietro y no podía continuar, al menos no por el momento. Una cena estaba a la vuelta de la esquina y no quería estar hinchada, con ojeras y acongojada para aquel momento.Retocó sus sombras del párpado con esmero, aplicó rímel de nuevo en sus pestañas y acomodó su cabello que en realidad no estaba ni un poco despeinado. Se percibió algo pálida y ruborizó sus mejillas con cuidado. Hacía siglos que no se bronceaba. Tan solo faltaba reaplicar el labial que Pietro le había robado en aquel beso y ya estaría lista para la velada.Abrió una maletilla para buscar dentro el labial exacto que necesitaba y aquello no tard&oacu