—Creo que deberíamos permitir que el hombre hable, ¿no creen? —dijo el señor Kurida, con una voz básica y monótona, pero a la misma vez diplomática. Debía ser de la misma edad que Pietro y Claire, o al menos eso parecía. Sus ojos eran muy rasgados y su cabello tan liso que con el menor movimiento se batía. Claire percibió que su vestimenta era distinta a la de los demás caballeros. Sobre su cuello yacía una camisa blanca muy planchada, sin una sola arruga, bajo un suéter gris, unos pantalones negros y zapatos de vestir —. Continúe, si es tan amable, señor Mhaiskar.
—Como decía, todo el… el personal es inocente porque Monsieur Blackwood se... se encontraba en el… el segundo piso a la hora de su… su muerte, igual que la totalidad de los… los huéspedes, momento en que todo el… el personal llevaba a cabo sus… sus responsabilidades en el primer piso.
—No importa saber quiénes no pudieron haber sido los asesinos. Necesitamos saber quién fue el asesino —aseguró el señor Ming con apremio, sediento por respuestas y su acento chino fue más notorio que nunca.
—He ahí el… el problema, señor Ming —dijo el gerente —. Todas las cámaras del… del segundo piso fueron desactivadas previamente al… al asesinato y el responsable se… se las arregló para tampoco aparecer en las… las cámaras que dirigen a la sala de… de grabación.
—¡Inaudito! —exclamó el señor Ming.
—Que Dios nos ayude —suspiró sor María Paz.
—Vaya ineptitud —refunfuñó la señorita Komarova.
—Eso quiere decir que él asesino solo puede ser uno de los huéspedes —aseguró Pietro, levantándose del diván con rostro astuto.
—Está claro.
—Nada está claro, señor Mhaiskar y señor Di Marco —aseguró el señor Schlüter, desde una posición que impidió a Pietro y a Claire observarlo —. El asesino pudo haber escapado por las ventanas del segundo piso. Estoy seguro de que la caída, si se toman precauciones, no está cerca de ser perjudicial y mucho menos mortal.
—Yo lo veo imposible —dijo Claire, pero a diferencia de su esposo ella no se tomó la molestia de ponerse en pie —. La lista está completa. No falta ninguno de los huéspedes y tampoco ninguno de los empleados, ¿estoy en lo correcto señor Mhaiskar?
—El llamado a… a lista lo comprueba, naturalmente —respondió el gerente.
—O el asesino pudo escabullirse dentro del hotel con anterioridad sin registrarse, por supuesto, acabar con la vida del señor Blackwood y ahora estar escondido entra las sombras esperando el momento adecuado para poder escapar. Es un plan extremadamente bueno. Nadie nunca sabrá que estuvo aquí. —Todos voltearon a mirar a la persona que había hecho tal afirmación. Era la chica de la alfombra, la señorita Bruna Palmeiro, una joven que debía haber cumplido la veintena hacía poco. Su cabello marrón estaba peinado en cortas capas que acariciaban su frente y de cierta forma ocultaban su rostro taciturno.
—Todas son hipótesis validas, pero… pero no… no podemos sacar conclusiones apresuradas. Lo… lo más prudente es… es esperar a la… la policía.
—Ninguna policía. Seguro fue usted, chiquilla —dijo el señor Ming, observando y apuntando con el dedo índice a la señorita Bruna Palmeiro —. Se nota que tiene experiencia en la delincuencia, y no me extraña, si me he de guiar por la fama de su gente.
—¡¿A qué se refiere con “su gente”?! —exclamó sor María Paz, no con voz de reproche, sino más bien con sorpresa. Sus ojos oscuros estaban inquisitivos, observando fijamente al señor Ming, quién no tardó en responder.
—Creo que lo dejé bastante claro. Me refiero a los latinos. A usted puede que la excuse porque, aunque dude de los valores cristianos occidentales, tengo respeto por quienes aceptan una vida llena de privaciones por servir a su dios…
—¡¿“Los latinos” dice usted sin ningún respeto?! —exclamó el coronel Santodomingo. Esta vez había usado una voz mucho más gruesa que la usual, tomando por hecho que la normal ya era bastante gruesa. Se acercó al señor Ming con la cabeza en alto, su pecho inflado y sus puños rígidos —. De verdad nos está culpando de asesinato por nuestra nacionalidad. He escuchado argumentos estúpidos, pero el suyo no tiene límites. —Se acercó al rostro del señor Ming demasiado, lo tomó del traje con una mano y con la otra se preparó para darle un puñetazo impulsado por sus grandes bíceps.
—¡Santo Dios! —exclamó la monja, cubriendo su rostro con ambas manos.
Hasin Mhaiskar y Pietro di Marco de un brinco y varios pasos rápidos llegaron junto al coronel y le sostuvieron el brazo, que Pietro pensó pesaba una tonelada. Aparentemente el coronel recapacitó, en medio de los rostros impactados de los presentes, y se alejó del señor Ming, quien se acomodó su traje con asco y se dispuso a hablar.
—Se los dije —aseguró —. La sangre latina no los deja controlarse en lo absoluto. Con seguridad fueron el coronel, la monja o la chiquilla.
Pietro se ubicó con agilidad entre Jacobo Santodomingo y Quon Ming. Sabía que si el coronel quería golpearlo esta vez lo lograría y nadie se lo podría impedir.
Bruna Palmeiro se levantó de la comodidad de la alfombra y se aproximó al escándalo. Deseaba observar mejor.
—No debe escucharlo, coronel —dijo la chica con desdén.
—Escúchela. Es cierto lo que dice —concordó Pietro, cuerpo a cuerpo con el coronel Jacobo —. Los italianos y los españoles sufrimos de esos mismos comentarios en Europa. Solo debe ignorarlos. Parece que al señor Ming, extrañamente, los estereotipos basados en la nacionalidad no le han causado ningún problema.
El coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás se deshizo de su armadura de músculos y relajó el cuerpo. Se alejó, aun con mirada sulfurosa. Parecía que había comprendido el argumento de Pietro. Seguro era difícil contenerse para un militar acostumbrado a que nadie le faltara al respeto.
—No es necesario hacer esos comentarios, señor Ming —aseguró Amelia Wilde tranquila, poniéndose en pie —. Las distintas nacionalidades, acentos y tonos de piel son un regalo de Dios. Otorgan color al mundo y nos dan la oportunidad de conocer otras culturas fascinantes. Se lo dice alguien que ha conocido infinidad de países y que ha tenido varios amantes de distintas latitudes, y también latinas, debo recalcar. Ya entenderá que lo que les sobra a algunos, les falta a otros —dijo, guiñando el párpado de su ojo azul con lentitud —. Tampoco es necesario golpear a los más indefensos, coronel. Cualquiera de sus brazos es más ancho que todo el señor Ming y no queremos otro asesinato, y menos si es accidental.
Los presentes perdieron la atención en la actriz cuando, de repente, se escucharon gritos airosos que llamaban al gerente y que provenían de la garganta de una mujer que penetró segundos más tarde en el gran salón. Estaba agitada y sus mejillas se pusieron coloradas al ver que todos la observaban.
—Un sobre. Debo entregar un sobre —dijo como pudo, entre jadeos —. Venía con una nota indicando su urgencia. —Le entregó el sobre al gerente, que era grande y parecía contener algo de mayores dimensiones que una carta.
Hasin Mhaiskar no tardó en abrir el sobre con un abrecartas que un ayudante le proporcionó.
—¿Cómo ha llegado eso aquí? —preguntó Claire —. No puede llegar la policía, pero si la correspondencia… —El gerente Mhaiskar interrumpió su intervención cuando abrió el sobre.
—No es… es una carta —dijo, boquiabierto —. Es un… un disco. ¿Cómo llegó esto hasta… hasta aquí?
—Llegó por la mañana a la recepción —respondió la mujer aun con las mejillas rojas —. Traía órdenes explícitas de entregarlo al gerente a esta hora cuando todos los huéspedes estuviesen cenando en el comedor.
—¡Dejen de interrogar a esa mujer! ¡Qué más da como llegó el sobre! ¡Lo imperante ahora es reproducir el disco! —exclamó la señorita Komarova con fastidio, enviando un manotazo mandón por el aire.
El gerente, tomando en cuenta las palabras de la diplomática, se dirigió al tocadiscos y dispuso el disco para que revelara lo que ocultaba en su interior. Un sonidillo molesto apareció antes de que la grabación se reprodujera con claridad segundos después de que la aguja palanca descendió para tocar el vinilo.
—Buenas noches, distinguidas damas e ilustres caballeros —dijo una voz que inundó el gran salón. Era lo suficientemente gruesa para ser masculina y a la vez lo suficientemente aguda ahora ser femenina; no tenía acento; no expresaba emociones, era más plana que un papel; pero sin duda causaba escalofríos en quien la oía —. Es un gusto para mí tenerlos reunidos aquí en esta velada, y aún más en tan esplendoroso lugar digno de personas tan importantes como lo son ustedes. —Nadie hablaba ni por error. Todos escuchaban la voz del tocadiscos como si fuese la voz de Dios, precavidos de no perderse una sola palabra —. Afortunadamente, y como ya lo habrán notado, mis pretensiones se hicieron realidad y ahora el señor Blackwood está en otro mundo, el cual espero sea tan perverso como lo fue él en vida.
>>Pero como el muerto va al pozo y el vivo al gozo, es hora de que los vivos pongan manos a la obra. Ustedes, los trece huéspedes, deberán hallar mi identidad, el nombre de tan honorable persona que logró terminar con la vida del demonio Blackwood. Y se preguntarán por qué... bueno, nadie aquí es inocente, o por lo menos no en pensamiento. Todos querían al señor Blackwood muerto, ya fuese de una u otra forma. Y deberían agradecerme por llevar a cabo lo que nadie se atrevió, pero eso lo dejaremos para después.
>>A más tardar a las cinco de la mañana quiero mi nombre dentro del sobre dónde venía el disco que se está reproduciendo. De lo contrario, varios de sus secretos saldrán a la luz pública, y sus honoríficas carreras, profesiones y vidas no aguantarán tal impacto. Pero como soy benévolo y más que consciente de que todos merecen una segunda oportunidad, me encargué de poner a un inocente entre ustedes, quien se encargará de llevar a cabo la investigación y tendrá que escribir el nombre que irá dentro del sobre. El inocente no es otro diferente a Claire Jillian Davenport. Fue un placer compartir con ustedes. Y hay una pequeña posdata: Deje algunas cartas ocultas por el hotel que ayudaran a la doctora en su investigación. Les habló el Señor Mundo.
—¡¿Por qué la nombra el asesino?! —preguntó la señorita Komarova con nulo tacto, observado a Claire con sus ojos grises.Claire había quedado sin palabras luego de escuchar el disco. ¿Por qué alguien que se hacía llamar Señor Mundo la nombraba como la única inocente? No tenía la menor idea. Hizo un repaso rápido y totalmente infructuoso de su vida. Nacida en Brisbane, Australia. Criada por su madre, una vendedora de bienes raíces, y su padre, un chofer. A los 18 se trasladó a estudiar a Sídney. Luego de muchos años se graduó como doctora e hizo una especialización en psiquiatría. Tuvo unos 5 novios, el último había sido Pietro, con quién se casó. ¡No había nada sobre un Señor Mundo!—Nos nombró a todos, no solo a Jill —aclaró Pietro, saliendo en su
—¿Con qué investigadores? ¿Es usted acaso uno y prefirió callarlo? —refunfuñó el señor Ming.—Está claro que no, pero tenemos una doctora psiquiatra. Algún conocimiento debe tener sobre criminalística, ¿o me equivoco, doctora Davenport?—No se equivoca, señor Tadashi, pero son conocimientos demasiado vagos, probablemente inútiles. No me considero idónea para hacer un diagnóstico sobre un hombre asesinado.—Tendrá que esforzarse —dijo el coronel con tono militar. Claramente era una orden.—¿Y si no quiero? Ya les dije que no tengo ningún secreto que esconder, incluso el Señor Mundo lo confirma. No me preocuparía no darle ningún nombre. Podría seguir igual de tranquila.—¿Tan tranquila aun sabiendo que su esposo sí esconde secretos? &mdas
Claire Jillian Davenport no sabía cómo hacer un interrogatorio policial, pero la mitad de su vida laboral se basaba en escuchar a los pacientes decir sus verdades, sus secretos, sus pecados, las cosas que nadie más desea escuchar o las cosas que algunos no pueden guardarse más. Sus pacientes eran de lo más peculiares. Trabajaba como directora de un hospital psiquiátrico en San Francisco, California y amaba su trabajo.Lo que estaba a punto de hacer debía ser, si quizá no igual a las consultas con sus pacientes, muy similar. No había escogido los lugares para llevar a cabo el interrogatorio, o como ella prefería llamarlo la “entrevista”, al azar. Los había calculado. Recordaba con claridad algo que había leído en algún texto académico: las personas tendían a ser más sinceras cuando el ambiente es ameno y familiar para ellos, y aún mucho m&aa
Dahlia Blackwood siempre había preferido su apellido de soltera, era de las pocas cosas que no tenía en duda en esta vida, de eso y de que cada día que pasaba se llevaba más de ella, de su felicidad y de sus ganas de vivir. Ahí, recostada sobre la baranda de aquel balcón con vista a todo Manhattan, incluido el Central Park, evidenciaba lo pequeña e insignificante que era para el mundo. Le era de lo más sencillo visualizarse abajo, en medio de la calle, con los sesos fuera de su cuerpo debido a la caída y bien muerta. Lo deseaba, lo anhelaba, su cuerpo le gritaba que lo hiciera, sin embargo, nunca se había atrevido, y algo en su interior le decía que jamás se atrevería.Era mitad de otoño, y gastaba otra hora del día, como cada día, en el balcón del pent-house donde vivía y al cual veía más como una cárcel de oro que como un hogar.
Las mesas redondas cubiertas con primorosos manteles blancos se extendían a lo largo del restaurante, por donde cruzaban camareros ataviados con bandejas relucientes hartas de comida y litos impecables, procurando no rozar a los comensales que estaban inmersos en sus asuntos sin darse por enterados que los empleados a su servicio los superaban en número, mientras los alimentos cocinados con esmero y servidos al detalle, que debían ser los protagonistas del almuerzo, estaban relegados a un desdichado último lugar donde nadie, más que los chefs tras bambalinas, les prestaban atención, sin importar que sus ingredientes provinieran de todo el mundo y estuviesen más que listos para complacer paladares quisquillosos y reacios. Los comensales no eran demasiados, a duras penas rebasaban la decena, y a primera vista parecían no ameritar el revuelo de tantos empleados ni tampoco el poco esfuerzo de los rayos del sol que alumbraban perezosos aquella tarde común y corriente de finales d
—Tenemos que hablar —dijo, pasando el cepillo por sus cabellos dorados a la vez que se observaba en el espejo del tocador blanco y rectilíneo.—¿Y sobre qué quieres hablar?—Ya sabes sobre qué… Se supone que a eso vinimos hasta tan lejos, Pietro… a hablar.—No me apetece hablar sobre eso ahora —aseguró él, cortante, frío y convencido. Se encontraba sentado en el sofá de terciopelo azul marino, leyendo unos documentos con letras minúsculas y palabras en exceso.—Planeé este viaje con esa intención, pero si tú jamás piensas hablar, todo esto fue una idiota pérdida de tiempo y dinero —refunfuñó cuando terminó de peinar su cabello para presentarse a la cena que se avecinaba —. Algunas veces siento que esta relación no te importa, que me ves como un mueble más qu
Ahí dentro, tras el lavabo, Claire observó su rostro frente al espejo y vio como una lágrima se escurría por una de sus mejillas, pero no la dejó vivir demasiado y la limpió. Ya había llorado demasiado por Pietro y no podía continuar, al menos no por el momento. Una cena estaba a la vuelta de la esquina y no quería estar hinchada, con ojeras y acongojada para aquel momento.Retocó sus sombras del párpado con esmero, aplicó rímel de nuevo en sus pestañas y acomodó su cabello que en realidad no estaba ni un poco despeinado. Se percibió algo pálida y ruborizó sus mejillas con cuidado. Hacía siglos que no se bronceaba. Tan solo faltaba reaplicar el labial que Pietro le había robado en aquel beso y ya estaría lista para la velada.Abrió una maletilla para buscar dentro el labial exacto que necesitaba y aquello no tard&oacu
La procesión de la totalidad de los huéspedes y el personal hacía el gran salón fue convulsiva. Los vestidos largos que las damas planeaban lucir en la ya cancelada cena daban dramatismo al momento y las telas, de colores lúgubres y elegantes, se batían en el aire víctimas de los movimientos de sus dueñas; mientras los trajes de los caballeros, en su mayoría negros, se mantenían pasivos y menos llamativos. Durante el momento abundaron las habladurías, las quejas e incluso una que otra negación momentánea de obedecer las órdenes del gerente que por fortuna no termino en nada. Bastaron diez minutos para que todos estuviesen en la estancia, unos pálidos, otros confusos, y alguno que otro preocupado. El gran salón del Hotel Olympo era un museo reluciente y costoso. Había jarrones que databan de siglos pasados, pinturas exquisitas en lienzos antiguos, coloridos tapices hechos a mano en apartados y exóticos países, escudos de antiguas casas reales, espadas de caballeros medievales