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La noche estaba despejada.

El cielo, vasto y oscuro, se extendía sobre nosotros como un lienzo de terciopelo salpicado de estrellas. La ciudad brillaba a nuestros pies, un mar de luces parpadeantes que parecían tan lejanas, tan irreales.

Santiago me había traído aquí sin decirme por qué.

Sin explicaciones.

Solo me había pedido que lo acompañara.

Y yo no había dudado en seguirlo.

Siempre lo hacía.

Siempre lo haría.

El mirador estaba vacío a esta hora.

El aire nocturno acariciaba mi piel, le

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