Capítulo 2: Eva.

Mis estudios universitarios son lo único que me importa; quiero ser un orgullo para mis padres.

Al llegar a casa después de un día de estudio agotador, lo único que deseaba era tranquilidad, subir a mi habitación y tomar una larga siesta. Los exámenes me están agotando y ya no creo que pueda seguir el ritmo.

Una vez que bajé del taxi y entré a casa, todo parecía normal hasta que abrí la puerta. Me encontré con varios muebles volcados en la entrada, los cuadros torcidos en las paredes y todas las demás cosas destrozadas, apenas podía moverme sin tropezar.

Caminé entre los objetos en el suelo, sintiendo que podría caer en cualquier momento. A medida que avanzaba por la casa, me di cuenta de que el desastre se extendía por todos lados. El caos que reinaba en mi hogar era abrumador. No podía entender qué había sucedido ni por qué. Cada paso que daba era como moverse en un campo minado, con la preocupación de tropezar con algo más y empeorar la situación.

El desorden era una afrenta a la calma que anhelaba, y la incertidumbre se apoderaba de mí mientras trataba de encontrar alguna explicación lógica para lo que veía.

—¿Papá? ¿Mamá? ¿Abuelo? —llamé en voz alta, pero nadie respondió.

El silencio que me rodeaba era inquietante, como si la casa estuviera vacía de vida. Decidí seguir avanzando, tratando de ignorar el nudo de ansiedad que se formaba en mi estómago, y fue entonces cuando vi un charco de un líquido oscuro al final de las escaleras. Mi corazón dio un vuelco al instante.

¿Era realmente sangre lo que veía?

—¿Papá? ¿Mamá? ¿Abuelo? ¿Están en casa? —pregunté nuevamente, con mi voz temblorosa resonando en el silencio.

Abrí cada puerta de las habitaciones de arriba, pero no encontré a nadie. Era imposible que no estuvieran allí, especialmente mi abuelo, que es inválido y rara vez se mueve de su cama. Siempre está allí, esperándome con una sonrisa, o mirando por la ventana hasta que llego, ansioso por que lo pasee por el patio trasero.

—¿Papá? ¿Mamá? ¿Abuelo? —grité, la desesperación se colaba en cada palabra.

De repente, un sonido rompió el silencio. Alguien llamaba al timbre. Pensé que eran mis padres, así que corrí hacia la planta baja con el corazón en la garganta. Pero al abrir la puerta, no eran ellos.

—Buen día, señorita Eva Rubalcaba, soy el detective Leonardo Lewis. Lamento informarle que su madre y su abuelo están en el hospital, mientras que su padre se encuentra en prisión por intento de asesinato —dijo el hombre con una seriedad que helaba mi sangre.

—Pero, ¿esto es una broma, verdad? —pregunté, sintiendo que el suelo se desvanecía bajo mis pies.

No podía ser cierto. Mis padres, mi abuelo, no, mi padre no era un asesino. Soy su hija, lo sabría si fuera así.

—Por favor, acompáñeme —insistió el detective, extendiendo una mano hacia mí.

—No, ¿a dónde debo acompañarlo? —pregunté, retrocediendo unos pasos, mi mente luchaba por asimilar la avalancha de noticias impactantes.

—A ver a su madre y abuelo, ¿no desea verlos? —asentí, aunque una sensación de inquietud se apoderaba de mí.

—Claro que quiero verlos, solo que... —«¿Por qué desconfío de un oficial?» me pregunté, sintiendo cómo la desconfianza se extendía como una sombra sobre la situación.

El detective Leonardo Lewis extendió la mano, invitándome a salir de casa. Mis pasos eran lentos, cada uno marcado por la incertidumbre, pero finalmente logré salir.

Las luces de la calle parpadeaban, creando una atmósfera aún más inquietante mientras avanzábamos hacia el auto patrulla. El detective abrió la puerta y me indicó que me sentara en el asiento del copiloto.

—¿En qué hospital están? Podría ir sola, oficial —intenté proponer, tratando de mantener cierto control en la situación, pero mis palabras apenas sonaban convincentes incluso para mí.

El detective activó el seguro de las puertas, asegurándome en la patrulla. El sonido del seguro activado resonó en el interior del auto, aumentando mi sensación de atrapamiento.

—Tengo órdenes de ser yo quien la lleve —dijo el detective con firmeza, dejando claro que no había margen para discutir.

—Órdenes, ¿de quién? ¿Seguro que es un detective? —pregunté, incrédula, mientras observaba cómo sacaba una cartera de su sudadera, revelando una placa plateada. Ante mis ojos, parecía auténtica, pero una sensación de desconfianza se aferraba a mí como una garra invisible.

El detective guardó la cartera y arrancó el auto. El silencio incómodo se apoderó de nosotros mientras el paisaje urbano se desvanecía a nuestro alrededor, sumergiéndonos en un mar de interrogantes.

Después de unos minutos de viaje en una dirección desconocida, me di cuenta de que no nos dirigíamos al hospital, como había esperado.

—¿A dónde vamos? —pregunté, tratando de encontrar algo de claridad en medio de la confusión.

El detective ignoró mi pregunta y se sumergió en una conversación telefónica en voz baja. Mi intriga y preocupación crecían a cada segundo.

—Ya casi llegamos —mencionó finalmente, aunque sus palabras no lograban tranquilizarme.

Los minutos pasaban, y mientras el auto se adentraba en un paisaje más rural y descuidado, mi inquietud se transformaba en un palpable temor.

—¿A dónde vamos? —insistí, buscando desesperadamente respuestas que nunca llegaban.

El detective seguía al volante, impasible, sin ofrecer ni una pizca de información.

La desesperación me envolvía, y en un intento frenético por escapar, intenté abrir la puerta de la patrulla, solo para descubrir que estaba bloqueada. Mis manos temblaban mientras buscaba cualquier atisbo de control en aquella situación cada vez más angustiante.

Pero, ¿quién era yo para desafiar a un oficial entrenado? Sabía que mis acciones serían inútiles, que estaba completamente indefensa frente a él.

El detective intentó calmar mis nervios, pero en mi mente solo resonaba una pregunta constante: ¿Qué está pasando? ¿Por qué mi vida se está desmoronando frente a mis ojos?

Finalmente, llegamos a nuestro destino. El prado descuidado se extendía ante nosotros, vacío y silencioso como un escenario de pesadilla. Las puertas de la patrulla se abrieron de golpe y, sin pensarlo dos veces, aproveché la oportunidad para escapar.

Mis pies golpeaban el suelo con frenesí mientras corría tan rápido como podía, sin atreverme a mirar atrás. El miedo y el instinto de supervivencia impulsaban cada zancada.

Sin embargo, antes de que pudiera alejarme lo suficiente, el detective me alcanzó con sus brazos, atrapándome en un agarre firme mientras yo pataleaba y luchaba desesperadamente por liberarme.

En ese instante, me percaté de haber caído en una trampa mortal. Mi vida pendía de un hilo y no tenía a quién recurrir. Ahora, mi única opción era mantenerme con vida y desentrañar la verdad detrás de este horror que había invadido mi hogar.

—Por favor, señorita, coopere. No deseo hacerle daño. Solo estoy siguiendo órdenes —dijo el hombre con voz temblorosa, su rostro era una máscara de preocupación.

¿Órdenes? ¿De quién? A pesar de mis incesantes interrogantes, el hombre se mantuvo en silencio, tomándome del brazo con firmeza mientras avanzábamos por el prado.

La hierba alta acariciaba mis piernas mientras caminábamos, y el sol irradiaba su calor sobre nosotros, creando un contraste espeluznante con la situación en la que nos encontrábamos.

—Por aquí, señorita —indicó el hombre, señalando hacia una figura arrodillada en el suelo.

Mis ojos no podían creer lo que veían. Era mi padre, mi amado padre, rodeado por varios hombres vestidos de negro, con sus armas apuntándole.

¿Cómo era posible? Mi padre debía estar en la cárcel. Corrí hacia él, tropezando con el terreno irregular mientras mi corazón latía con desesperación.

—¡Papá! —grité, desesperada, mientras las lágrimas empañaban mi visión.

Antes de que pudiera alcanzarlo, un disparo rasgó el aire y mi padre cayó al suelo, sus ojos ya sin vida.

—¡Papá! —exclamé entre sollozos, lanzándome sobre su cuerpo inerte, sosteniendo su cabeza entre mis manos mientras el dolor me atravesaba como una cuchilla.

¿Quién había perpetrado este acto atroz? ¿Por qué?

Mi padre era un hombre bueno, incapaz de hacerle daño a nadie. La incertidumbre y la angustia se apoderaron de mí, envolviéndome en un torbellino de preguntas sin respuestas.

A pesar del dolor y la angustia que me embargaban, reuní el valor necesario para plantear la pregunta que me atormentaba:

—¿Por qué lo hicieron? —mi voz apenas lograba superar el murmullo de las lágrimas que inundaban mis ojos.

Uno de los hombres de negro dio un paso al frente, dejando caer varios papeles al suelo ante mis pies.

—Solo estamos siguiendo órdenes —dijo el hombre con un tono frío y distante—. Tu padre tenía deudas, deudas muy significativas. Incluso llegó a endeudarse en los casinos. Pidió prestado dinero a la persona equivocada. Ahora tienes un mes para reunir la cantidad adeudada, o la próxima víctima podría ser tu madre o tu abuelo.

Mis manos temblaban mientras recogía los papeles esparcidos. Los ojeé desesperadamente, asimilando la abrumadora magnitud de las deudas que mi padre había acumulado. El miedo se apoderaba de mí.

¿De dónde sacaría tanto dinero?

—Son unos... —Mis palabras quedaron atrapadas en mi garganta mientras una punzada de dolor me invadía y caí desmayada sobre el pecho de mi padre.

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