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CAPITULO 8. Que Dios se apiade de ti...

En cuanto la puerta se cerró y dejé de verlo tuve que cubrir mi cara, porque no quería que me viesen llorar. El dolor era como la primera vez, igual de lacerante, igual de difícil, mil veces menos soportable.

Gabriel me llevó de camino al auto con su brazo sobre mis hombros. Me subió al asiento y manejó en silencio. Ya era hora del almuerzo así que tomó un desvio en la ruta. Llegamos a un pequeño restaurante de comida Hindú que me encantaba, contaba con mesas en las afueras del local, que daban hacía un concurrido paseo al borde del rio Charles.

—Rámses se puso celoso pero esta vez mi pene no peligró.

—Si, le costó ver como nos estábamos llevando. Dime que no le hiciste ningun comentario inapropiado…

—Ninguno, lo juro. Le mostré tu stock de jugos de durazno que está en mi cuarto. Eso lo hizo sentir mejor.

Me reí y mis mejillas se sonrojaron. Extrañaba tanto a Rámses que me volví obsesiva con el melocotón. Por lo menos era fruta y no chocolate o grasa, porque de ser así ahorita estaría
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