Se perdió mirando aquel reflejo en el pulcro cristal. Observó con interés aquellos ojos de un color tan sublime. Iris que albergaban una mezcla de colores, pero que ninguno se definía con nitidez. Era una fusión de una extensa gama de colores y a la vez de ninguno. Era tan... extraño.Ladeó la cabeza hacia un lado y el reflejo imitó su acción. Esbozó una media sonrisa y ocurrió lo mismo: el reflejo lo imitó.—¿Quién eres? —preguntó a la imagen en un susurro.Sus labios se movieron a la par y no logró escuchar la respuesta. Estaba seguro de que aquel reflejo no era el suyo, no. Él no tenía la piel tan pálida ni los labios resecos. Su cabello no lucía opaco, sino brilloso, todo lo contrario a la imagen que miraba con absoluta concentración. Ansiaba saber lo que aquel reflejo pensaba. Anhelaba poder algún día oír la voz y no tratar de leer aquellos belfos agrietados. Se preguntó qué tipo de voz tendría, si sería adusta o suave, si se oiría como una tenue y dulce melodía de piano o si ser
Unos tenues susurros se oyeron y era la primera vez que sucedía semejante cosa. Supo que aquellos murmullos fueron ocasionados a causa de la fémina y oyó algunas palabras sueltas siendo musitadas por lo bajo, todas desagradables.Esporádicamente pensaba que cuando se trataba de menospreciar a alguien, las chicas eran las peores. Ellas eran implacables hablando mal de otras. En cambio los chicos, bueno, algunos preferían recurrir a la violencia física que a las palabras, pero las marcas de los golpes desaparecían de la piel y las palabras quedaban grabadas en la mente, siendo un recordatorio permanente. A pesar de haber una enorme diferencia entre chicos y chicas, ambos bandos podrían, fácilmente, estar equilibrados. Hace mucho tiempo comprendió que las diferencias solo eran un invento del ser humano si uno realmente creía en ellas. Aunque nadie fuera igual al otro. Todos tenían sus peculiaridades, todos eran únicos, pero seguían siendo seres humanos (iguales).—Noventa y ocho, señor —
Una sensación de felicidad se adueñó de cada fibra de su cuerpo, de cada poro de su piel, ocasionando que su sonrisa creciera y sus ojos emitieran un brillo radiante. Y pronto su felicidad comenzó a esfumarse cuando poco a poco su reflejo mutaba a otro. No, no otra vez. Ahí estaba aquel que no era él. Aquel que emanaba tristeza, aquel que poseía unos ojos tan enigmáticos, tan peculiares. Aquellos ojos que parecían tintados de todos los colores y de ninguno a la vez.—¿Quién eres? —cuestionó.Y era inútil intentar recibir una respuesta. Quizá se había vuelto loco, pero sabía que no era posible. Él era un chico tan ordinario, tan común que la locura estaba lejos de formar parte de su persona. Nunca hizo nada malo, nunca hizo algo que atentara contra alguien o contra su propia persona. Él era tan... convencional. Nada había en él que destacara o que llamara la atención de los demás. No tenía malos antecedentes ni malos comportamientos. Tampoco podía asegurar ser un ejemplo digno de ciuda
El malestar en su pecho acrecentaba conforme transcurrían las semanas. No entendía el por qué o simplemente no hallaba una razón específica que explicara el motivo de sentirse tan... vacío. Intentó pasar más tiempo fuera de la habitación, a pesar de que no había necesidad de hacerlo. Las últimas dos semanas fueron agotadoras —por los exámenes de final de semestre—, aunque no para él. Estudiar nunca fue un problema.Cuando comenzó a asistir a la escuela primaria hubo un gran revuelo. Los maestros quedaron estupefactos al darse cuenta —después de un par de semanas— que el nuevo niño (él) estaba más allá de los conocimientos básicos, a pesar de la corta edad. Resolver sumas y restas, dividir y multiplicar, leer sin titubear, no era algo habitué de ver en un niño de cinco años. Sin embargo, él fue la excepción en aquel entonces. No le agradó el trato especial que le brindaron, mucho menos que lo trataran como si él fuera superior a los demás solo por tener incorporado conocimientos que no
Frunció el ceño y el pequeño cristal resbaló de entre sus dedos, cayendo al lavamanos. Miró al reflejo, a la cosa... No, no era una cosa, ¿qué era? No podía seguir pensando en el reflejo como una cosa porque no lo era.—Orión —espetó—. ¿Puedes... oírme? —El reflejo asintió—. Bien, eso está bien. Necesito saber algo y, eh, ¿eres humano? —La imagen pareció titubear, pero asintió de nuevo—. Oh. De acuerdo, esto sigue siendo extraño para mí. A veces creo que estoy demente porque, ¿cómo es posible que un ser humano, un chico, esté metido dentro de mi maldito espejo? —preguntó, más para sí mismo.Se alejó del pulcro cristal, sin despegar la mirada de este. El reflejo, Orión, imitó su acción. Refregó su rostro con ambas manos en un gesto exasperado, cansino. La situación en sí lo era. No tenía coherencia lógica, nada de lo que estaba ocurriendo pareciera ser real.Dejó caer los brazos a los costados de su cuerpo y fijó la mirada en el reflejo.—Entonces... —comentó, arqueando una ceja—. Si e
Meditar positivamente sobre una pequeña posibilidad de que pudiera ser útil, ayudar, causó que más dilemas emergiesen dentro de la broza de la mente de Alex.—Orión, cuando te encerraron allí, ¿estabas... vivo? —No tuvo filtro en las palabras y la ansiedad estaba consumiendo la poca cordura que le quedaba—. Es algo que necesito saber.Irguió la mirada hacia el espejo. Lo que vio, provocó que su piel se erizara. La angustia aflorando, la tristeza cubriendo su rostro. La realidad golpeándolo férreamente en forma de una imagen, en forma de una mirada singular. De unos ojos tan enigmáticos. De lágrimas que empañaban unas mejillas pálidas. De un chico encerrado en su espejo que lloraba mientras lo observaba como si Alex fuera el causante del llanto y lo nefasto es que lo era.—Estás... muerto —murmuró, cerrando los ojos.Sintió las náuseas nacer en la boca de su estómago. Un sonido lo regresó a la realidad. Abrió los ojos. Fijó la mirada al espejo, tratando de descifrar las señas frenética
Continuación inmediata del capítulo anterior.«… Aún recuerdo cómo me sentí cuando comprobé que no estaba en mi cama, sino en el piso, en medio de la habitación. Ellos corrieron los muebles y me colocaron en medio de un círculo, rodeado por velas. La luz mortecina no ayudó a los recurrentes mareos que sentí. La chica, la del libro, yacía de pie delante de mí. Su sonrisa... era escalofriante. Nunca vi tanto odio en los ojos de una persona como en los de ella.Con la vista nublada, traté de identificarlos, pero no pude. Luego comencé a oír un suave arrullo, como esos de cuna. El cántico llegaba de todas las direcciones y sus voces se unificaron en una sola y la chica de pie, delante de mí, comenzó a recitar frases en un desconocido idioma para mis oídos.Me asusté al punto de gritar por ayuda y mi voz quedó atascada dentro de mi boca. Intenté desatarme, pero mi cuerpo no respondía. Estaba entumecido, imposibilitando cualquier movimiento. Paralizado y lleno de terror. No sé cuánto tiempo
La semana finalizó y —a pesar del cansancio y de la falta de sueño por los estresantes exámenes finales— todos los estudiantes estallaron eufóricos de alegría ante la llegada de las vacaciones por navidad y año nuevo. La mayoría de ellos regresarían a casa a pasar los días festivos en familia y estaba bien.Los dormitorios iban quedando vacíos a medida que los universitarios abandonaban el campus, cargando bolsos y mochilas. La felicidad impregnada en los rostros de los familiares que pasaban a recogerlos en la entrada de la universidad y luego... solo quedaba una estela de polvo y humo pululando en el aire hasta desvanecerse completamente cuando ya no quedaban rastros de los coches en las calles. Era un panorama melancólico para los pocos —y muy contados— estudiantes que quedaban dentro del campus, en los dormitorios. Algunos por no tener un verdadero hogar al cual regresar para disfrutar de los días festivos, otros por razones de trabajo de medio tiempo y otros preferían encerrarse