La luz del amanecer se colaba por los amplios ventanales de la mansión Cavendish, tiñendo de oro cada rincón y anunciando el comienzo de un día que sería recordado en la historia de la alta sociedad. Lady Sabina, ya despierta y expectante, contemplaba su reflejo en el espejo, ensayando la sonrisa que ofrecería a sus invitados, una mezcla perfecta de gracia y poder. El bullicio en la mansión no cesaba. Los sirvientes se movían con una eficiencia casi militar, cada uno conocedor de su papel en la sinfonía que era la preparación del evento. Lady Sabina, como una directora de orquesta, marcaba el compás, asegurándose de que cada flor, cada vela, cada detalle estuviera en su lugar preciso. A medida que el sol ascendía en el cielo, los regalos comenzaron a llegar. Joyas que parecían haber sido arrancadas de cuentos de hadas, esculturas que eran la envidia de coleccionistas y vinos cuyos años de añejamiento superaban la edad de los más viejos árboles del jardín. Cada presente era un tribu
Mientras la noche caía sobre Capitalia, dentro de la residencia Cavendish, el tiempo parecía haberse detenido, suspendido en una burbuja de opulencia y expectación. La restauración del título a Lord Henry no era solo un evento social; era un acto que sellaría su redención ante los ojos del mundo y marcaría el comienzo de una nueva era para los Cavendish. A medida que la noche comenzaba a extender su manto sobre Capitalia, las luces de la mansión Cavendish se encendían una a una, como estrellas despertando al crepúsculo. Los vehículos de alta gama, algunos clásicos y otros con el brillo de la más avanzada tecnología, serpenteaban por el largo camino de acceso, sus faros cortando la penumbra con haces de luz que se reflejaban en las fuentes y los cuidados jardines que rodeaban la propiedad. La majestuosa residencia se erigía orgullosa, un testamento de la gloria pasada y la promesa de un nuevo capítulo. Sus paredes, bañadas por la luz cálida de los focos exteriores, destellaban con
El majestuoso salón principal estaba adornado con grandes arañas de cristal que colgaban del techo abovedado, iluminando la estancia con el resplandor de cientos de bombillas. Los ventanales con cortinas de terciopelo rojo daban a los cuidados jardines. Las paredes estaban revestidas con paneles de madera finamente tallados y hojas de oro. Los invitados charlaban engalanados con sus mejores galas. El mayordomo principal, se encontraba en la entrada. Su voz resonaba con autoridad cada vez que anunciaba a los recién llegados, otorgando a cada nombre el peso de su linaje y posición. —Lord y Lady Ashcroft, El Duque y la Duquesa de Wellingborough. El honorable señor y señora Bancroft — cada anuncio era un eco que se perdía en los salones y corredores adornados con tapices y obras de arte que contaban la historia de una familia tan antigua como el reino. En el interior, la atmósfera era eléctrica. Sirvientes en uniformes impecables se movían con gracia y eficiencia, ofreciendo copas de
Un silencio abrumador se había apoderado de la sala, solo roto por el sonido de los pasos de la familia Cavendish avanzando con solemnidad. Todos los presentes se volvieron para observar cómo, con una dignidad que parecía casi tangible, pasaban junto a Lady Sabina sin ofrecerle ni siquiera una mirada. Se detuvieron frente a los tronos reales y, en un gesto de respeto, se inclinaron en una reverencia profunda. La expectación era palpable y se intensificó cuando, contraviniendo la etiqueta habitual, los monarcas se pusieron de pie. El rey, con un gesto inesperado que rompía con todas las tradiciones, dio un paso adelante extendiendo su mano hacia Sir Alexander.—Es un gran placer volver a verte, viejo amigo —dijo el rey con una sonrisa cálida, mientras los rumores y conjeturas se expandían por la sala como un incendio en un campo seco—. Había ciertos rumores de que no vendrías hoy.—Siempre cumplo mi palabra, Majestad —respondió Sir Alexander con voz firme y clara—. Le he invitado a e
Justo cuando parecía que Lady Sabina podría haber sembrado una semilla de duda, las pantallas se iluminaron nuevamente. Airis, comenzó a reproducir videos con una claridad cristalina. Las grabaciones mostraban a Lady Sabina en conversaciones secretas con su dama de compañía, Imelda, quien estaba pálida como una hoja de papel a su lado. Las palabras eran claras e inequívocas. En ellas, Lady Sabina impartía instrucciones meticulosas, detallando cómo debían llevarse a cabo los crímenes. Se escuchaba su voz fría ordenando la manipulación de los dulces, planeando el envenenamiento y la eliminación de obstáculos para sus ambiciones. La sala quedó petrificada ante la revelación. Los videos eran la última pieza del rompecabezas, la evidencia irrefutable que desmoronaba cualquier defensa que Lady Sabina pudiera haber construido. Su juego de espejos se había hecho añicos ante la realidad inmutable de su propia voz condenándola. La última grabación era particularmente condenatoria, mostrando
La recién llegada, cuya dignidad trascendía la simplicidad de su vestimenta, se acercó al estrado con una serenidad que delataba su ascendencia noble. Su saludo, una reverencia ejecutada con elegancia, no dejaba lugar a dudas: estaba versada en las más refinadas normas de etiqueta, despertando un vivo interés entre los presentes.—Vuestras Majestades —proclamó ella, con una voz que parecía hacer eco a través de los mismos muros de la mansión Cavendish—, me presento ante ustedes como la verdadera Lady Sabina de Altagracia y Murillo, la tercera descendiente del ilustre linaje de los Condes Altagracia. En ese instante, el tiempo pareció detenerse. Las risas se extinguieron, las copas detuvieron su camino a los labios y hasta el más mínimo gesto se congeló en un retrato de incredulidad. La nobleza, acostumbrada a las intrigas y secretos, encontró en esta revelación algo que superaba cualquier susurro o rumor previo. Era como si una máscara hubiese sido arrancada del rostro de la histori
La falsa Sabina se mantenía imperturbable, un oasis de calma en medio del caos que se desataba a su alrededor. Su postura era la de una estatua, inmóvil y aparentemente desconectada de la tormenta de revelaciones y acusaciones que se cernían sobre ella. En su rostro, no había rastro de la conmoción que sacudía a todos los demás; sus ojos, que deberían haber reflejado el pánico o la desesperación, permanecían fríos, casi distantes. A pesar de las pruebas irrefutables que Airis y Bee habían presentado, desenredando la compleja red de sus engaños, ella se aferraba a su papel con una tenacidad que rayaba en lo surrealista. Era como si estuviera convencida de que, si se mantenía lo suficientemente quieta, el mundo simplemente pasaría de largo. Sin embargo, esa quietud no era más que la capa exterior de su defensa. Bajo esa superficie impasible, era difícil no imaginar la turbulencia de emociones y cálculos que debían estar agitándose. La falsa Sabina estaba atrapada en el ojo del huracá
Fenicio solo miró un segundo a Mía para tranquilizarla. Fue solo un movimiento rápido de sus ojos que la llenaron de paz. Ella lo supo, su prometido dominaba la situación y la seguridad volvió a su corazón. Con paso seguro y sin miedo ante el gran silencio tenso que se había apoderado de la sala, después que el rey se negara a abdicar. Fenicio siguió avanzando, sus pasos resonaban como si fueran toques de guerra. El ministro de justicia giró su arma contra Fenicio que cubrió con su cuerpo la visión del rey, retrocediendo instintivamente ante él. Viendo asombrado y casi con admiración por ese hombre que no le tenía miedo a su arma y seguía avanzando haciendo que fuera él, el que retrocediera ante su mirada que lo observaba con ojos de un halcón al que nada se le escapa y estaba listo para saltar sobre su presa. La mirada de Fenicio se cruzó con la de César que protegía a su familia con su cuerpo, y en ese intercambio silencioso y fugaz, se transmitió un mensaje claro: era hora d