Después de que Yavier terminara de contarle toda la historia, Sofía se sentía desbordada de felicidad. Volvió a abrazarlo, esta vez con un amor genuino, sintiendo que él la había amado toda su vida. Una enorme felicidad la invadió al saber que, a pesar de haber crecido en un orfanato, había sido una niña deseada y amada por su padre.—Padre, ahora que nos hemos reencontrado, quiero pedirte algo —dijo Sofía, con una mirada llena de esperanza.—Lo que sea, hija mía —respondió Yavier, dispuesto a concederle cualquier deseo.—No quiero que nos volvamos a separar jamás. Ya estás entrado en años y no me quedan muchos para disfrutar de tu presencia. No necesito que trabajes; solo quiero que permanezcas a mi lado, no como mi guardaespaldas, sino como mi papá. Disfrutando de nuestra compañía, quiero que me cuentes toda tu vida, y yo te contaré la mía. Quiero que mis hijos conozcan a su abuelo, el padre de su mamá. Por favor, papá, concédeme ese gusto. Ven a vivir aquí conmigo. Es más, no te v
En el despacho de la mansión de Sir Alexander en Santa Mónica, Lord Henry exhibía una sonrisa de satisfacción. Ante él, se desplegaban las pruebas que César y Bee, con la ayuda de Airis y el Joven Lord, habían meticulosamente buscado y organizado. Todo estaba documentado con esmero; solo faltaba un último detalle por concretar.—¿Estás convencido de que vendrá? —inquirió Lord Henry, su preocupación evidente—. Me detestan, están convencidos de que yo soy el artífice de las tragedias que han asolado a su familia, tragedias de las cuales yo era completamente ajeno. Sabina me confesó que su padre había adquirido todo aquello tras la ruina provocada por el incendio.—No dudes de que vendrá —aseveró Sir Alexander, cuya salud había experimentado un giro radical gracias al nuevo tratamiento prescrito por el médico y a los entrenamientos diarios supervisados por César y Airis—. Lo recuerdo claramente, aún éramos unos mozalbetes. Ellos se alistaron en el ejército de Su Majestad y nosotros tom
Era la primera vez desde la traición de Sabina que Javier sentía un calor reconfortante en su pecho, una sensación que había creído perdida para siempre. Había amado a Sabina, había estado dispuesto a sacrificarlo todo por ella, sin saber que mientras se entregaba a sus brazos, ella era la mente maestra detrás del exterminio de su familia y la usurpación de su apellido y legado. Y ahora, este joven delante de él, un hijo que le había sido ocultado y que podría haber sido una fuente de alegría en su vida, estaba derritiendo con esa simple palabra: "Padre," el hielo en que se había convertido su corazón.—Eres mi padre biológico y tienes todo el derecho a que te llame así —explicó el joven Lord con una calma que contrastaba con la turbulencia interna de Javier—. No estamos intentando comprar su silencio; al contrario.—¿Qué quieres decir? —Javier preguntó con una mezcla de desconfianza y una esperanza cautelosa, observando cómo el joven Lord le extendía la mano, que él tomó con nervi
Después de que todos se pusieron de acuerdo en la mansión de los Cavendish en Santa Mónica, y de que los gemelos López, todavía incrédulos ante lo que sucedía, fueran acomodados por el mayordomo en unas habitaciones de la familia en la segunda planta, descendieron al comedor para cenar antes de partir. Los corazones de todos estaban aprensivos, repasando una y otra vez las medidas de seguridad que habían tomado.—Mi Lord —habló Fenicio, el más preocupado dirigiéndose a Lord Henry—, ¿está seguro de que se instalaron todas las cosas que indicó César?—Sí, señor Fenicio, esa amiga suya, ¿cómo se llama?, ah sí, Bee, apareció allá con un ejército de personas peculiares y en una noche instalaron todo. Es muy buena, nadie se dio cuenta de nadie, entraron y salieron como sombras —contestó Lord Henry.—Bien, bien —luego Fenicio se giró a su derecha—. César, en cuanto lleguemos pones a Airis a funcionar.—Fenicio, tranquilízate. Bee ya integró a Airis al sistema, sólo será cuestión de llevar m
La luz del amanecer se colaba por los amplios ventanales de la mansión Cavendish, tiñendo de oro cada rincón y anunciando el comienzo de un día que sería recordado en la historia de la alta sociedad. Lady Sabina, ya despierta y expectante, contemplaba su reflejo en el espejo, ensayando la sonrisa que ofrecería a sus invitados, una mezcla perfecta de gracia y poder. El bullicio en la mansión no cesaba. Los sirvientes se movían con una eficiencia casi militar, cada uno conocedor de su papel en la sinfonía que era la preparación del evento. Lady Sabina, como una directora de orquesta, marcaba el compás, asegurándose de que cada flor, cada vela, cada detalle estuviera en su lugar preciso. A medida que el sol ascendía en el cielo, los regalos comenzaron a llegar. Joyas que parecían haber sido arrancadas de cuentos de hadas, esculturas que eran la envidia de coleccionistas y vinos cuyos años de añejamiento superaban la edad de los más viejos árboles del jardín. Cada presente era un tribu
Mientras la noche caía sobre Capitalia, dentro de la residencia Cavendish, el tiempo parecía haberse detenido, suspendido en una burbuja de opulencia y expectación. La restauración del título a Lord Henry no era solo un evento social; era un acto que sellaría su redención ante los ojos del mundo y marcaría el comienzo de una nueva era para los Cavendish. A medida que la noche comenzaba a extender su manto sobre Capitalia, las luces de la mansión Cavendish se encendían una a una, como estrellas despertando al crepúsculo. Los vehículos de alta gama, algunos clásicos y otros con el brillo de la más avanzada tecnología, serpenteaban por el largo camino de acceso, sus faros cortando la penumbra con haces de luz que se reflejaban en las fuentes y los cuidados jardines que rodeaban la propiedad. La majestuosa residencia se erigía orgullosa, un testamento de la gloria pasada y la promesa de un nuevo capítulo. Sus paredes, bañadas por la luz cálida de los focos exteriores, destellaban con
El majestuoso salón principal estaba adornado con grandes arañas de cristal que colgaban del techo abovedado, iluminando la estancia con el resplandor de cientos de bombillas. Los ventanales con cortinas de terciopelo rojo daban a los cuidados jardines. Las paredes estaban revestidas con paneles de madera finamente tallados y hojas de oro. Los invitados charlaban engalanados con sus mejores galas. El mayordomo principal, se encontraba en la entrada. Su voz resonaba con autoridad cada vez que anunciaba a los recién llegados, otorgando a cada nombre el peso de su linaje y posición. —Lord y Lady Ashcroft, El Duque y la Duquesa de Wellingborough. El honorable señor y señora Bancroft — cada anuncio era un eco que se perdía en los salones y corredores adornados con tapices y obras de arte que contaban la historia de una familia tan antigua como el reino. En el interior, la atmósfera era eléctrica. Sirvientes en uniformes impecables se movían con gracia y eficiencia, ofreciendo copas de
Un silencio abrumador se había apoderado de la sala, solo roto por el sonido de los pasos de la familia Cavendish avanzando con solemnidad. Todos los presentes se volvieron para observar cómo, con una dignidad que parecía casi tangible, pasaban junto a Lady Sabina sin ofrecerle ni siquiera una mirada. Se detuvieron frente a los tronos reales y, en un gesto de respeto, se inclinaron en una reverencia profunda. La expectación era palpable y se intensificó cuando, contraviniendo la etiqueta habitual, los monarcas se pusieron de pie. El rey, con un gesto inesperado que rompía con todas las tradiciones, dio un paso adelante extendiendo su mano hacia Sir Alexander.—Es un gran placer volver a verte, viejo amigo —dijo el rey con una sonrisa cálida, mientras los rumores y conjeturas se expandían por la sala como un incendio en un campo seco—. Había ciertos rumores de que no vendrías hoy.—Siempre cumplo mi palabra, Majestad —respondió Sir Alexander con voz firme y clara—. Le he invitado a e