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Sábado por la mañana. No son aún las diez, pero la señora Haines ya está esperando ante la

puerta de la peluquería. Llega siempre anticipadamente a las escasas citas que tiene. Le encanta

ser la primera cliente de la jornada y tener la certeza de que no habrá periodos de espera que

pasar en el saloncito de las lenguas viperinas: un lugar poco conveniente, en el que los secretos de

los demás se airean arbitrariamente en voz alta. ¡Qué vulgaridad! ¡Qué falta de contención! A la

cháchara y al chismorreo, la señora Haines prefiere el consuelo del silencio que hace posible la

atmósfera al vacío de su casa monacal, una fortaleza, en la que la soledad siempre se considera

una conquista, y nunca una derrota.

La peluquera siente pena por ella, la considera una mujer incapaz de darse cuenta de que poder

compartir las propias emociones con los demás es un aspecto fundamental de la existencia, un

intercambio necesario y obligado para garantizar al mundo armonía y continuidad. De lo

contrario, cor
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