Extraños son, muchas veces, los comienzos de las historias humanas. Extraños y llenos de imprevistos y de dudas y de improvisaciones. Porque cuando Bardo entró con su banda de casi-niños a la casa aquella, en la que esperaba encontrar algunos aparatos, algunas joyas y sobre todo dinero, la imaginó deshabitada, sumisa, lista para la búsqueda y para el hallazgo. Y sin embargo no fue así. Sucedió que el hijo mayor de los dueños —"Los dueños son todos iguales", solía repetir Bardo— se sintió grande en sus diez años recién cumplidos y quiso quedarse solo. Cuando escuchó ruidos en el comedor, se levantó creyendo que encontraría a sus padres y a las esperables preguntas sobre su soledad: "¿Cómo fue todo?, ¿no tuviste miedo?, ¿algo raro?", pero, en lugar de las frases amables que sus diez años buscaban, se encontró con el revólver del Lungo, que se le disparó sin cuidado, sin destino. Se le disparó para siempre, siempre. La bala rozó la cabeza rubia que buscaba preguntas amabl
Se querían Bardo y Hugo. Con ese cariño lejano queparece no contaminar mucho a ninguna de las partesinvolucradas. Pero se tenían un buen afecto. Hugo lo h,ibía adoptado a Bardo desde chiquito, cuando descubrióque detrás del pibe que iba camino a la pesada, casi sin escalas, había una inteligencia que sabía escuchar. Y Bardose había pegado a ese carpintero torpe, que se sentaba durante horas a la puerta de su negocio con un mate y unosbizcochitos, a abrirle las puertas más cerradas de su alma. Se sabían casi únicos en esa historia de confesionesy secretos, y esa sensación había servido para acercarlostodavía más. No se puede saber exactamente hasta dóndellegó Bardo con su sinceridad. Es posible pensar que sepermitiera franquezas que ninguno que los conociera habría imaginado. Hugo era el único que podía sacar al chico de su habitual parquedad y, a la vez, Bardo era vitalpara el carpintero. Bardo era su principal conexión con elmundo que empezaba en la puerta de su carp
Una puta —dijo el jefe de los intrusos. —Sí, ¿y? —dijo Nueve. —¿Cómo "y"? Que algo tendrá, algo ya habrá hecho —se plantó el Jefe, como para que no quedaran dudas de 12 que ya había elegido su objetivo y de que ningún advenedizo lo iba a apartar del botín que imaginaba esperándolo en la cartera plateada no demasiado grande. —¿Qué? ¿Ahora apretamos putas? —quiso seguir cuestionando Nueve, a partir de algún tipo de honor mancillado. —Apretamos lo que tenga plata, chabón. Y si no te gusta, te las podes tomar. Nadie te llamó. Los demás no quisieron formar parte de la diferencia de opiniones porque la navaja a resorte del Jefe era famosa, y además porque, secretamente, tal vez estaban complacidos de que el dinero de esa noche llegara con tanta simpleza. —Vos, tópala por adelante, que yo la aprieto por atrás— ordenó el Jefe. Sabían moverse. Pato corrió unos metros por la vereda de enfrente, antes de cruzarse en la imaginaria línea de camino de Elizabeth. Cuando la muje
La madre le había enseñado el amor por su nombre y por la memoria. El padre lo había inundado de su orgullo por el anarquismo. La madre le hablaba de lejanos héroes hebreos. El padre, de Antonio Soto, el español que se había puesto al frente de los campesinos patagónicos cuando las huelgas de 1919. Y había también una historia, claro: 18 "Llegó un momento en que los últimos obreros que todavía resistían fueron rodeados en los campos de una de las es tandas. Y hubo que decidir si pelear o entregarse. Los que dirigían el movimiento dijeron que había que combatir hasta el final. Pero los hombres ya estaban cansados de tanta lucha y, cuando hubo que votar, resolvieron rendirse a los soldados del teniente coronel Várela. Pero Soto no quiso suicidarse: sabía que Várela tenía orden de fusilarlo no bien se entregara y no tenía la intención de darle el gusto. Esa noche, cuando los campesinos cabalgaron con una handera blanca para ponerse a las órdenes de Várela, Soto se perdi
—Bueno, quién sabe. Ahora tengo que seguir trabajando, Nueve. Cerra la cortina, que vamos a arreglar el DiTelia este que lo van a venir a buscar a la tarde.Nueve era el único del barrio que conocía el secreto dela eficacia mecánica de don Eleazar. El hombre colocó susollas alrededor del auto y empezó a danzar en el taller,mientras recitaba los conjuros de los nativos de SierraLeona. Con la práctica, había descubierto que la danzaLa carpintería seguía cerrada. Eran más de las once y• Bardo le pareció una exageración esa costumbre de Hugode abrir casi al mediodía cuando la noche anterior terminaba con una borrachera inmortal. Ya se habían ido dosdientas que se habían cansado de esperar y Bardo pensóque era su deber de amigo entrar a la casilla y despertaral carpintero. Lo imaginó tirado en el catre, boca abajo,COn un aliento a alcohol que inundaría la habitación casihasta la náusea y pidiendo por favor que lo dejara morirtranquilo, que esa casilla de mierda y esa carpinte
lvido. El sol empezaba a hacerse un simulacro en el horizonte y el fresco del otoño ayudaba a aumentar la sensación de silencio que invadía todo. Bardo explicó las líneas de acción con detalle, para que nadie pudiera alegar ignorancia de sus deberes. —Quiero que ese sepa con quién se metió y por qué le va a pasar lo que le va a pasar. No le van a dar más ganas de andar metiéndose en la Villa para afanar nada y tampoco le van a quedar ganas de meterse con la Elizabeth. Además, el plan empezaba con un detalle curioso, por no decir inverosímil. El plan empezaba con una carta. —Esta es la carta que escribí, y vos, Pelado, te vas a ir hasta el barrio y se la vas a dejar en el kiosco del Pitu. El Jefe para siempre ahí. Después nos dejamos caer por el barrio el sábado a la noche. En El Trópico hay joda y van a estar todos. Yo voy a llevar el fierro. Ellos alguno van a tener. Nos vemos el sábado a las diez en la pizzería. Pocas palabras. Las necesarias para ser dichas. Las otras,
los derrotaron y los hicieron huir. Esa mañana Dios derrotó a Alá y el conde Drakul cabalgó victorioso sobre los cadáveres de sus enemigos, y dicen que reía, mientras su espada se afilaba una y otra vez sobre los cuellos de los hombres odiados. En desbandada y llenos de pánico y rencor, unos pocos sarracenos lograron esquivar la furia de ese demonio y huir a regiones donde no pudiera encontrarlos la sed de ese filo terrible. Huyendo sin sentido, encontraron un castillo perdido entre los Cárpatos y a un campesino tembloroso. Le preguntaron quién habitaba allí y, cuando el hombre respondió que era la morada del noble señor de aquellas tierras, el siempre bienamado conde Drakul, los fugitivos planearon una venganza cruel. Cortaron la cabeza del campesino y la desfiguraron, y le arrancaron los cabellos. Cuando fue imposible reconocer algún rasgo en ella, la metieron en una bolsa de tela y cabalgaron hacia el castillo. Se detuvieron ante el portón principal solo para gritar que e
caer por la Villa cuando quieran y hacer lo que se les cante. Vamos a entrar por la avenida porque a esta hora hay mucha gente y no se les va a ocurrir hacernos una trampa. Vamos, cuando estemos cerca de El Trópico se van para donde dijimos. —Vamos —ordenó luego de una breve pausa. Y fueron. Todos. Como soldados romanos al asalto de Masada. Pero llevaban navajas en lugar de lanzas. Y un 22 largo. El Jefe había dispuesto su escaso mecanismo de defensa con sabiduría. En ese momento, Nueve pensaba en la historia de Drakul y en eso de que los pocos fueron más poderosos que los muchos, y pensaba también que algo así debería suceder si querían salir bien parados de la que se venía. Sabía que la tropa de Bardo era bastante más numerosa que la propia y confiaba en que la suerte que acompañó al conde de los Cárpatos le fuera igual de propicia a su grupo. Estaban bien distribuidos, pero no eran demasiados, y solo algunas navajas y un par de armas de fuego abultaban sus bolsillos. La