KAELA:
Me obligó a ponerme de pie. Parecía que el tiempo se ralentizaba. Cerré los ojos, evitando mirarlo, esperando que su garra destrozara mi garganta como hicieron con papá. Pero solo escuché un "clic" y luego el collar cayendo estrepitosamente al suelo. Mi respiración se detuvo, en algún lugar entre el pánico y el alivio, mientras la fría presión que había llevado durante tanto tiempo se desvanecía.
El enorme hocico de Kian se hundió en mi cuello, y aspiró con todas sus fuerzas mientras yo rezaba aterrada. —Mi Luna… —ronroneó Kian. Antes de que pudiera reaccionar o siquiera escapar, sus brazos me envolvieron como grilletes peludos. Me apretó contra su pecho, y en un rápido movimiento, me alzó y entró en su habitación conmigo entre sus brazos, cerrando con un portazo. —Estás a salvo, mi Luna, estás a salvo —murmuró con una convicción que me pareció desconcertante. En ese instante, todo pareció oscurecerse. Estaba aterrada, todo era sombrío e imponente. Las paredes exudaban una esencia densa, familiar, impregnada de madera seca y humo suave. Pero lo más perturbador y atrapante era su aroma que parecía envolver cada rincón. Era su esencia que me enloquecía. Intenté moverme, pero sus brazos eran una jaula. Una cálida, sofocante jaula que me mantenía prisionera. Mi corazón latía con fuerza, resonando en mis oídos mientras la lucha en mi interior comenzaba a manifestarse. Laila rugía, inquieta y satisfecha. Su instinto chocaba contra el mío, me debatía entre dejarme llevar o seguir dudando. —Kaesar… Mi Alfa —murmuré, sin apenas darme cuenta de que lo hacía abrazándolo también. —Mi Luna, al fin te encontré —respondió él, con un ronroneo grave que vibró en el espacio entre nosotros, quebrando las cadenas que aún me retenían. Inclinó su frente hacia la mía, y en ese simple gesto volví a encontrarme. Era un gesto que hacíamos cuando éramos niños, y que me llenaba de calma cuando estaba en caos; era el tipo de quietud que finalmente cede, y lo único que quedaba era nosotros. Mi cuerpo, cansado de resistirse, cedió. Se rindió no solo ante él, sino también ante aquello que siempre había sido más fuerte que yo misma. A pesar de que luchaba contra ello, mis emociones me traicionaron, rugiendo con una fuerza implacable: ¡Era mi pareja destinada por la Diosa Luna! Todas esas dudas y temores que me atormentaban se disiparon como neblina bajo el primer rayo de luz. No había vacío, no había incertidumbre, solo una verdad tan intensa que me obligó a contener el aliento: el vínculo estaba ahí. Limpio, puro, tan esencial que dolía apenas soportarlo. El calor de su cuerpo me envolvió, y fue como hundirme en un refugio que conocía demasiado bien. Era como volver al lugar que había pisado y que siempre había estado esperando por mí. Apoyé mi frente contra la suya, cerrando los ojos mientras nuestras respiraciones se hacían una. Y en ese instante, todas las palabras, las dudas, las preguntas, se ahogaron en el silencio que compartíamos. Porque mi voz ya no era mía. Era suya. Así como su calor, su fuerza, su esencia, ahora vivían grabados en cada rincón de mi alma. Y entonces lloré por todo el tiempo que no lo había hecho. Lloré por mi madre, por su ausencia, por la forma en que la muerte había desgarrado nuestra historia antes de tiempo. Lloré por mi padre, por la distancia que él mismo había impuesto, enviándome lejos, alejándome de Kaesar, arrancándome de aquello que tal vez hubiera podido darme fuerzas. Lloré por esa horrible idea que me atormentaba: que quizá él, Kaesar, fuera en verdad el culpable de la muerte de mi padre. Y lloré, sobre todo, porque lo amaba. Era un amor que dolía, que se enroscaba en cada fibra de mi ser mientras me consumía. Lo amaba con un fervor tan absoluto que me odiaba por ello. Porque no podía evitar que ese amor lo inundara todo, que quebrara mis defensas, que me hiciera vulnerable en un mundo que no daba tregua a los débiles. —Kaela… —murmuró mi nombre, tan bajo, tan cerca, que sentí la vibración de sus palabras resonando en mi piel antes de entenderlas. Sus manos, grandes y firmes, se cerraron con delicadeza alrededor de mi rostro, obligándome a mirarlo. Y lo hice entre lágrimas; me perdí en el océano de sus ojos donde todo se desvanecía. No había malicia, ni peligro, ni mentira. Solo la fuerza arrolladora de aquel vínculo que no pedimos, pero que nos fue dado. Me sostuvo con la misma reverencia de quien carga algo sagrado, como si mis lágrimas fueran un tesoro que debía guardar. —Viste, te dije que serías mi pareja destinada, mi mitad. ¿Tu cabello? —Hablaba con una dulzura que me desarmó, acariciando mis oídos por primera vez con ese matiz adulto que no había escuchado—. ¿No es dorado? El humano Kaesar deslizó una de sus manos por mi rostro, lentamente. Su tacto volvió a encerrar ese lugar sagrado entre nosotros, como si buscara memorizarme con cada roce de sus dedos. Trazó mi mandíbula con tal delicadeza que cerré los ojos, porque por primera vez en mucho tiempo una parte enterrada de mí dejó de luchar. No contra él. No contra mí misma. Pero mi mente, traicionera, encendió una chispa: ¿Y si él fue...? —Es una orden de papá… —murmuré, haciendo que el recuerdo de su muerte regresara a mi mente. El llanto regresó, violento y descontrolado, inundando todos mis sentidos mientras contemplaba en la penumbra sus resplandecientes ojos que brillaban en la oscuridad como luceros. Quise leer en ellos la verdad; quería arrancarla de su alma, pero todo lo que encontré fue silencio. —¿Fuiste tú? —quise preguntar por el peso de la sospecha que corroía mis entrañas. Mi mente no dejaba de repetirlo, esa idea que me devoraba como una bestia insaciable: ¿Eres tú quien acabó con su vida? Pero no lo hice; el pensamiento desgarró algo en mí, dejándome tan cansada, tan pequeña, tan frágil, que me odié aún más. Estaba siendo débil. Me convencí, me obligué a creer que lo necesitaba. Necesitaba estar cerca de él, sólo para descubrir la verdad, para investigar. Me repetí esas palabras como un mantra, aunque en el fondo sabía que no servían para justificar lo que ahora sentía. Un sollozo volvió a escapar de mi garganta mientras todo mi cuerpo pedía rendirse, aferrarse a él como mi único ancla. Mis brazos se cerraron alrededor de su cuello, hundiendo mi rostro en la piel cálida de su pecho que parecía guardar cada respuesta que temía encontrar. —Te odio… —susurré contra su cuello. Y entonces la verdad se escapó, envenenada por el peso de mi corazón—. ¿Por qué hiciste eso? Papá… Kaesar se tensó. Sentí sus brazos endurecerse un instante, pero antes de que pudiera reaccionar, una mano cálida ascendió hasta mi cuello y atrapó mis labios en un primer beso que me desarmó. Al terminar, un susurro escapó de sus labios, tan bajo que casi no lo oí. —Shh… Lo siento… Lo siento mucho. Me separé de un golpe. ¿Qué quería decir con eso? ¿Lo hizo? ¿Asesinó a mi padre?KAELA: Lo miré, atrapada en ese torbellino de emociones que me provocó. La manera en que me había hablado removió mi alma. Buscaba desesperadamente el significado en su: “Lo siento mucho”. Su mirada me helaba la sangre y, al mismo tiempo, la hacía hervir, desatando una guerra en mi interior con solo sostenerle la mirada. Por eso guardé silencio. Quería saber más, necesitaba respuestas, pero no podía delatarme. A pesar del caos en mi interior, una certeza me mantenía firme: si Kaesar estaba involucrado en la muerte de mi padre, lo descubriría. No importaba cuánto tiempo me tomara, cuánto doliera o lo que tuviera que hacer. —No me dijo que venías… —agregó finalmente, sin comprender mi actitud—. Te hubiese buscado yo mismo, Kaela. Quise decir algo, preguntar directamente, pero la fuerza me abandonó. Estaba tan dolida por todo. Quería gritarle, exigirle respuestas, pero lo único que salió fue un sollozo. Papá había hecho muy mal en enviarme lejos y hacerme vivir entre los humano
KAESAR: El silencio se instaló entre nosotros, pesado, como el aire antes de una tormenta. Kaela estaba frente a mí, pero no podía entenderla, no podía llegar hasta donde estaba. Era una completa desconocida. La hermosa niña que tenía en mi mente había desaparecido. Esta adulta, aunque podía reconocer sus escurridizos ojos, era toda una incógnita para mí. Algo la mantenía lejos, inaccesible, y esa distancia invisible estaba matándome. Ella era mi Luna, pero cada segundo me alejaba más de lo que creía saber sobre ella. Dentro de mí, mi lobo Kian gruñía, impaciente, casi desesperado por tomar el control y reclamarla, marcarla y darle su posición a nuestro lado. Pero… ¿y si su odio por su padre la había vuelto nuestra enemiga? Recordaba al Alfa Ridel diciendo eso, que ella lo odiaba. —Kaesar, deja de dudar de nuestra Luna y reclamala de una vez —gruñó Kian como un trueno en mi mente. —¿No te parece todo muy extraño? —pregunté, consciente de las dudas que me quemaban. Kian rugi
KAELA: Me quedé inmóvil, atrapada en su mirada, mientras su pregunta colgaba en el aire entre ambos. Estaba confundida, demasiado confundida. Su aroma no me dejaba pensar con claridad. Podía ver la súplica, llena de anhelo y desesperación en su mirada; pude darme cuenta de que había sido el lobo Kian quien me había pedido ser su Luna. El humano Kaesar era toda una interrogante; él no me quería como su Luna, dudaba. Sentí a Laila, mi loba, revolviéndose inquieta, casi sin poder contenerse. La conexión estaba ahí, pulsante, viva, pero igualmente cubierta por una niebla de incertidumbre y dolor. Como yo, Laila sabía que ceder en ese momento sería cavar aún más profundo en un abismo lleno de preguntas sin respuestas. —Debo resolver cosas por mi cuenta —evité responder, retrocediendo y alejándome de él—. Kaesar, solo te pido tiempo. —¿Tiempo para qué? —preguntó, dando un paso hacia mí posesivamente—. ¡Eres mi Luna! Era verdad, no lo podía negar, y él era mi Alfa; no solo lo habí
KAESAR: Regresé despacio a mi habitación, sintiendo el eco de sus pasos desaparecer tras doblar la esquina. Dentro de mí, Kian rugía herido, furioso, desgarrado por el dolor que Kaela nos había dejado en el alma. —¡Cállate, no nos ha rechazado todavía! —espeté mientras intentaba recobrar la calma. Era una orden dirigida tanto a él como a mí mismo—. Tenemos mucho que investigar. Vamos al despacho. Hoy no puedo dormir. —Mejor vayamos a correr —rugió molesto, luego agregó—. Veamos si escuchamos algo en la manada de nuestra Luna. La tía Artea y el inútil de Arteón deben estar detrás de lo que le sucedió al alfa Ridel. Eso era verdad. Mi tía Artea se mudó a la manada justo la semana antes de la muerte de la madre de mi Luna. Lo extraño fue que Ridel, después de su muerte, aceptó a la tía y su hijo. Seguramente esos dos tenían algo que ver con todo esto, y no me sorprendería que mi madre también estuviera implicada. Esas serpientes seguramente estaban detrás de todo. —Y seguro nue
KAELA: Cerré la puerta de nuestra pequeña habitación, sintiendo cómo mi corazón latía desenfrenadamente, como si buscara escapar de mi pecho por puro temor y adrenalina. Kian... era impresionante, hermoso y aterrador a la vez. Su presencia parecía capaz de dominar cualquier espacio, incluso el aire mismo. Nina, mi compañera de cuarto, se dejó caer sobre su cama como si el esfuerzo de regresar viva la hubiera agotado hasta los huesos. Su respiración temblorosa inundaba la habitación mientras yo me dejaba caer despacio en mi cama, sintiendo que mis piernas ya no eran capaces de sostenerme. —¿Lya, te volviste loca? —gritó de pronto mientras se sentaba abruptamente en la cama—. ¿Qué hacías allá afuera hasta estas horas? Sabes perfectamente que al alfa no le gusta que estemos en los pasillos por la noche. Aún no entiendo cómo nos dejó escapar. ¡Uff, qué miedo sentí cuando Kian me miró! Por un momento, juro que creí que acabaría con nosotras. Pero tú... ¿cómo pudiste mirarlo? Nina h
KAESAR: Me dirigí hacia el bosque para encontrarme de lleno con mi Beta, Otar, que me miraba con sus ojos dorados. Me detuve en seco y me convertí en humano. Algo en su postura me inquietaba. El leve giro de su cabeza, ese gesto instintivo de quien busca algo que no debería estar ahí, me obligó a avanzar entre la vegetación con cautela. Mis pasos eran silenciosos y precisos; era un depredador ante la incertidumbre de que alguien pudiera acechar mi territorio. —¿Qué sucede? —pregunté en cuanto estuve a su lado. Otar no apartó la mirada de los árboles que se alzaban cerca de la cocina. Tenía la mandíbula apretada y sus sentidos estaban alertas. Podía escuchar el leve crujido de sus nudillos al flexionar las manos, listo para actuar de inmediato. Seguía observando con su mirada dorada, afilada y brillante en la oscu
KAELA: Estaba en la cama sin poder dormir cuando mi loba comenzó a moverse inquieta dentro de mí. Era un murmullo constante, una sensación que me incomodaba; algo no estaba bien. Me levanté lentamente, tratando de no hacer ruido, y caminé hacia la ventana. Necesitaba aire, algo que me ayudara a calmar ese peso en el pecho. Abrí los postigos para respirar profundo, pero entonces lo escuché. Mi agudo oído captó unas voces justo afuera de la puerta. Mis orejas se alzaron instintivamente y mi cuerpo se tensó. Caminé sigilosamente, colocando los pies con cuidado en el suelo para no alertar a nadie. Una vez cerca, pegué la cabeza al costado de la puerta, buscando captar cada palabra con claridad. —Nos ordenaron llevar a las sirvientas a la torre para que la limpien —decía una voz femenina que jamás había escuchado ante
KAESAR: Me quedé a la espera de que los miembros de la manada Colmillos Reales me atacaran, pero, en su lugar, bajaron la cabeza ante mí, con un respeto que parecía casi ancestral. Yo era el último Alfa Real, y ellos lo sabían. Esa reverencia no provenía únicamente de mi posición, sino de la línea de sangre que me precedía. Habían sido liderados toda su vida por alfas reales como yo, como Ridel y mi padre. Ahora solo quedábamos Kaela y yo, los últimos herederos de esa verdad absoluta que dictaba que las manadas debían someterse ante un Alfa Real, incluso en circunstancias inciertas. —Sabemos que no harías tal cosa, aun cuando es lo que nos dijeron —dijo Ruan, rompiendo el silencio con prudencia—. Pero también sabemos que, como Alfa Real, eres el único que puede encontrar a nuestra futura Alfa, a Kae