5. MI LUNA

KAELA:

 Me obligó a ponerme de pie. Parecía que el tiempo se ralentizaba. Cerré los ojos, evitando mirarlo, esperando que su garra destrozara mi garganta como hicieron con papá. Pero solo escuché un "clic" y luego el collar cayendo estrepitosamente al suelo. Mi respiración se detuvo, en algún lugar entre el pánico y el alivio, mientras la fría presión que había llevado durante tanto tiempo se desvanecía.  

El enorme hocico de Kian se hundió en mi cuello, y aspiró con todas sus fuerzas mientras yo rezaba aterrada.  

—Mi Luna… —ronroneó Kian.  

 Antes de que pudiera reaccionar o siquiera escapar, sus brazos me envolvieron como grilletes peludos. Me apretó contra su pecho, y en un rápido movimiento, me alzó y entró en su habitación conmigo entre sus brazos, cerrando con un portazo.  

 —Estás a salvo, mi Luna, estás a salvo —murmuró con una convicción que me pareció desconcertante.  

 En ese instante, todo pareció oscurecerse. Estaba aterrada, todo era sombrío e imponente. Las paredes exudaban una esencia densa, familiar, impregnada de madera seca y humo suave. Pero lo más perturbador y atrapante era su aroma que parecía envolver cada rincón. Era su esencia que me enloquecía.  

 Intenté moverme, pero sus brazos eran una jaula. Una cálida, sofocante jaula que me mantenía prisionera. Mi corazón latía con fuerza, resonando en mis oídos mientras la lucha en mi interior comenzaba a manifestarse. Laila rugía, inquieta y satisfecha. Su instinto chocaba contra el mío, me debatía entre dejarme llevar o seguir dudando.  

—Kaesar… Mi Alfa —murmuré, sin apenas darme cuenta de que lo hacía abrazándolo también.  

—Mi Luna, al fin te encontré —respondió él, con un ronroneo grave que vibró en el espacio entre nosotros, quebrando las cadenas que aún me retenían.  

 Inclinó su frente hacia la mía, y en ese simple gesto volví a encontrarme. Era un gesto que hacíamos cuando éramos niños, y que me llenaba de calma cuando estaba en caos; era el tipo de quietud que finalmente cede, y lo único que quedaba era nosotros. Mi cuerpo, cansado de resistirse, cedió. Se rindió no solo ante él, sino también ante aquello que siempre había sido más fuerte que yo misma.  

 A pesar de que luchaba contra ello, mis emociones me traicionaron, rugiendo con una fuerza implacable: ¡Era mi pareja destinada por la Diosa Luna! Todas esas dudas y temores que me atormentaban se disiparon como neblina bajo el primer rayo de luz. No había vacío, no había incertidumbre, solo una verdad tan intensa que me obligó a contener el aliento: el vínculo estaba ahí. Limpio, puro, tan esencial que dolía apenas soportarlo.  

 El calor de su cuerpo me envolvió, y fue como hundirme en un refugio que conocía demasiado bien. Era como volver al lugar que había pisado y que siempre había estado esperando por mí. Apoyé mi frente contra la suya, cerrando los ojos mientras nuestras respiraciones se hacían una. Y en ese instante, todas las palabras, las dudas, las preguntas, se ahogaron en el silencio que compartíamos. Porque mi voz ya no era mía. Era suya. Así como su calor, su fuerza, su esencia, ahora vivían grabados en cada rincón de mi alma.  

 Y entonces lloré por todo el tiempo que no lo había hecho. Lloré por mi madre, por su ausencia, por la forma en que la muerte había desgarrado nuestra historia antes de tiempo. Lloré por mi padre, por la distancia que él mismo había impuesto, enviándome lejos, alejándome de Kaesar, arrancándome de aquello que tal vez hubiera podido darme fuerzas. Lloré por esa horrible idea que me atormentaba: que quizá él, Kaesar, fuera en verdad el culpable de la muerte de mi padre.  

Y lloré, sobre todo, porque lo amaba.  

 Era un amor que dolía, que se enroscaba en cada fibra de mi ser mientras me consumía. Lo amaba con un fervor tan absoluto que me odiaba por ello. Porque no podía evitar que ese amor lo inundara todo, que quebrara mis defensas, que me hiciera vulnerable en un mundo que no daba tregua a los débiles.  

—Kaela… —murmuró mi nombre, tan bajo, tan cerca, que sentí la vibración de sus palabras resonando en mi piel antes de entenderlas. Sus manos, grandes y firmes, se cerraron con delicadeza alrededor de mi rostro, obligándome a mirarlo.  

 Y lo hice entre lágrimas; me perdí en el océano de sus ojos donde todo se desvanecía. No había malicia, ni peligro, ni mentira. Solo la fuerza arrolladora de aquel vínculo que no pedimos, pero que nos fue dado. Me sostuvo con la misma reverencia de quien carga algo sagrado, como si mis lágrimas fueran un tesoro que debía guardar.  

 —Viste, te dije que serías mi pareja destinada, mi mitad. ¿Tu cabello? —Hablaba con una dulzura que me desarmó, acariciando mis oídos por primera vez con ese matiz adulto que no había escuchado—. ¿No es dorado?  

 El humano Kaesar deslizó una de sus manos por mi rostro, lentamente. Su tacto volvió a encerrar ese lugar sagrado entre nosotros, como si buscara memorizarme con cada roce de sus dedos. Trazó mi mandíbula con tal delicadeza que cerré los ojos, porque por primera vez en mucho tiempo una parte enterrada de mí dejó de luchar. No contra él. No contra mí misma. Pero mi mente, traicionera, encendió una chispa: ¿Y si él fue...?  

—Es una orden de papá… —murmuré, haciendo que el recuerdo de su muerte regresara a mi mente.  

 El llanto regresó, violento y descontrolado, inundando todos mis sentidos mientras contemplaba en la penumbra sus resplandecientes ojos que brillaban en la oscuridad como luceros. Quise leer en ellos la verdad; quería arrancarla de su alma, pero todo lo que encontré fue silencio.  

—¿Fuiste tú? —quise preguntar por el peso de la sospecha que corroía mis entrañas. Mi mente no dejaba de repetirlo, esa idea que me devoraba como una bestia insaciable: ¿Eres tú quien acabó con su vida?  

 Pero no lo hice; el pensamiento desgarró algo en mí, dejándome tan cansada, tan pequeña, tan frágil, que me odié aún más. Estaba siendo débil. Me convencí, me obligué a creer que lo necesitaba. Necesitaba estar cerca de él, sólo para descubrir la verdad, para investigar. Me repetí esas palabras como un mantra, aunque en el fondo sabía que no servían para justificar lo que ahora sentía.  

 Un sollozo volvió a escapar de mi garganta mientras todo mi cuerpo pedía rendirse, aferrarse a él como mi único ancla. Mis brazos se cerraron alrededor de su cuello, hundiendo mi rostro en la piel cálida de su pecho que parecía guardar cada respuesta que temía encontrar.  

 —Te odio… —susurré contra su cuello. Y entonces la verdad se escapó, envenenada por el peso de mi corazón—. ¿Por qué hiciste eso? Papá…  

 Kaesar se tensó. Sentí sus brazos endurecerse un instante, pero antes de que pudiera reaccionar, una mano cálida ascendió hasta mi cuello y atrapó mis labios en un primer beso que me desarmó. Al terminar, un susurro escapó de sus labios, tan bajo que casi no lo oí.  

—Shh… Lo siento… Lo siento mucho.  

Me separé de un golpe. ¿Qué quería decir con eso? ¿Lo hizo? ¿Asesinó a mi padre?  

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