—¿Perdón?— inquirió Lawrence desconcertado —¿Por qué lo dices?
Lorette se tomó su tiempo para responder. Intentaba buscar las palabras exactas para expresarse, era lo único malo de ese silencio: decir lo primero que se le viniera a la mente. Además, no quería cometer el error de malinterpretar las emociones que sentía en él. Miró al horizonte con calma, intentando concentrarse. Sonrió al darse cuenta que no había errores en su interpretación, era exactamente eso: él no quería estar allí, no soportaba su carga y tampoco creía que fuera necesario hacerlo. —Ahora que siento tus sentimientos, puedo entenderte un poco más…— explicó con sencillez ante su mirada atenta — ¡Dios mío!¡Es horrible ese peso que te angustia tanto! Y me pregunto ¿Cómo lo soportas? «Buen punto…» Observó él con una breve sonrisa amarga. Esa pregunta también se la había él mismo casi todas las mañanas frente al espejo. Pero por mucho queÉl la tomó por la barbilla y ella, dejó que se fundieran en un cálido beso. Intuía lo que él pretendía hacer. Sabía que explicar algunas cosas eran demasiado difíciles, por eso, prefería simplemente, demostrarlas.De pronto, Lorette volvió a sentir aquel chasquido extraño que ya le comenzaba a resultar familiar, y vio con los ojos de Lawrence el reflejo del propio Lawrence enmarcado en un espejo de plata. Al parecer, no tendría más que diecisiete años y su corazón dolía de pena.Llevaba el cabello un tanto más corto que en la actualidad y sus ojos se veían enrojecidos por las lágrimas. Su ropa de luto le dio la certeza de lo que ocurría: Su madre acababa de morir después de años de sufrimiento y enfermedad. En ese momento, se encontraba en la finca, encargándose él mismo de su velorio.Se estaba lavando la cara, otra vez había vuelto a llorar. Era inevitable, aunque todo el mundo le insistiera que los hombres adultos no lloraban ¿Cómo no iba a derramar un
De buena gana, Lawrence se hubiera quedado allí, en el invernadero, junto a los rosales y nomeolvides. Junto a los centinelas de sombras que, a esas alturas, parecían ser los únicos capaces de entender todo ese odio que le quemaba por dentro y hacía que la toda esa fauna mística bullera al compás de sus emociones. Pero, no podía. Tenía demasiadas cosas por hacer como para darse el lujo de quedarse. Miró a su hermana, quien llevaba pintado en el rostro todo el terror que le daba aquellas sombras sobrevolando enloquecidas por encima de su hermano. Inspiró hondo, intentando relajarse. Los centinelas respondían a sus emociones y sí él se enfurecía, cabía la posibilidad de que éstos la atacaran. Tenía que calmarse o, cuánto menos, dejar bien en claro que no era ella el motivo de su furia. Tenía que calmarse y con urgencia. O esos centinelas comenzarían a atacar a todos. Aunque, si lo pensaba un poco mejor, quizás, le convenía dejar que se descontrolase
En ese momento, él se encontraba contemplando una delicada cajita de marfil con detalles de oro y plata en sus bordes. La observaba con cariño. Por nada en el mundo pensaba dejar que su padre se la arrebatase de las manos. —¿En serio era necesario traer eso aquí, Lawrence?— inquirió Audrey observándolo preocupado desde la cama —¿En serio, estás seguro de que no había otro lugar donde dejar eso?Lawrence rodó los ojos con fastidio maldiciéndose internamente por haber hecho participe de sus planes a Audrey. No era que no confiara en él. Lo que ocurría era que, por desgracia, su hermano no sabía mantener la boca cerrada. Ni tampoco parecía entender la importancia de “Eso”.“Eso”, esa cajita tan hermosa y costosa de marfil con detalles de oro y plata en la tapa, era nada más y nada menos que la urna que contenía las cenizas de su madre. Suspiró cansino y dejó la urna con mucho cuidado sobre la repisa que compartía con su gemelo. —¡Oye, oye!
Desde el funeral de su madre, la situación había ido de mal en peor. En especial cuando su padre decidió tomar el mando del hogar y mantener a todos bajo una estricta vigilancia. Aunque, referirse a todos podía llegar a resultar un poco exagerado.Pues, Lawrence estaba seguro que en realidad solo lo vigilaba a él y que los demás simplemente sufrían las consecuencias secundarias de esa absurda vigilancia. O, al menos eso era la explicación que él se había dado para tantos cambios. Para empezar, su hermana Lilly de un día para otro y sin explicación alguna, había preferido volver al instituto para señoritas, reusandise a explicar sus motivos. Ni siquiera había querido que él la acompañara a tomar el tren. Cosa que lo desconcertó e hirió demasiado, porque ella jamás había actuado de esa forma. Por otra parte, desde que llevaba el tatuaje en la espalda para protegerse en los sueños o cuando no tuviera el puñal encima, su hermano Audrey le había retira
Ajeno a todo los temores de su hijo, el señor de la casa Armstrong le extendió la cajita. Pero cuando Lawrence estuvo por agarrarla, echó la mano hacia atrás. Solo lo estaba provocando.Lawrence rodó los ojos con fastidio. Su padre siempre era así, en especial con él. Su padre era como uno de esos estúpidos matones de instituto que gustaban molestar a los demás por el solo hecho de sentir que, por una vez en su vida, ellos tenían el poder. Y, como uno de esos estúpidos matones de instituto que gustaban molestar, jamás se paraba a pensar en las consecuencias de sus actos. Pero, eso tenía sentido en la cabeza de esos matones. Ya pues, si las cosas salían mal, esto solo era porque la culpa era de los demás y no de ellos. Como sabia Lawrence que él iría a hacer en caso de que fuera necesario.—¿Qué llevas aquí?— le preguntó mirándolo con los ojos entornados y sin asomo de mueca alguna.Lawrence no respondió. No era de su incumben
Lorette abrió los ojos y, lo primero que vio fueron los de Lawrence que la observaba con desmesurada seriedad. Le llevó la mano a la mejilla, para acariciarlo. Intuía muy bien que mostrar ese episodio de su vida no le era nada fácil. Incluso, pudo darse cuenta que, aunque no lo dijera, las heridas todavía dolían. Pero, había algo de lo que todavía no conseguía enterarse.—¿Qué pasó después?— preguntó rompiendo el silencio con la sensación de que no tenía que hacerlo.Lawrence se encogió y se apartó un poco de ella para poder recostar su espalda sobre el banco. Clavó la vista en el horizonte nocturno. —Como bien dicen por ahí: “El resto es historia conocida”— admitió distante sin soltar su cintura— Enterré la urna en donde ya sabes, en ese tiempo no pensaba erguir la lápida ni menos el busto. Pero la enterré de todas formas, sabía lo que se proponía hacer mi padre. Los centinelas me lo dijeron. Debía poner a salvo a men dai y así lo hice
—¿Qué ocurre?— quiso entender Lorette.Lawrence se echó a reír entre dientes. Al fin encontraba esa pieza que tanto necesitaba. Al fin, lograba entender lo que había intentado hacer su padre con todo el asunto. —¿Te das cuenta que esta unión es lo peor que pudo consentir mi padre?— preguntó ominoso.Para él, todo estaba tan claro como el agua. Pero, al juzgar por la expresión de Lorette, ella no conseguía enterarse de nada. Él volvió a reír entre dientes, ser consciente de ese asunto lo ponía de buen humor.— Que me vaya yo, es fácil de disfrazar ante la sociedad, le bastará decir que es porque estoy loco y que, pese a sus esfuerzos, más no pudo. Se lamentará y llorará lágrimas falsas, a nadie le importará. Incluso, lo compadecerán y me pondrán en el papel del villano.— explicó con simpleza — Pero ¿Qué ocurre con sus otros hijos? Ellos no están locos, según la sociedad. Ellos siempre se comportaron como él que quería. Si ellos se van, si ellos son desheredados. Ahí no podrá enmarcarl
Él llegó al cuarto de alquiler mucho antes que ella. Siempre era así. Porque necesitaba que nadie los viera y cerciorarse de que todo estaba en orden. Echó una mirada a la cama de sábanas blancas, sonriendo ante la idea de todo lo que iría a ocurrir cuando ella llegase. La amaba como jamás había amado a nadie en sus veintisiete años de vida. «Ella sería perfecta como mi esposa…» Al pensar en eso, sintió el amargo sabor de la realidad que estropeó todas sus fantasías. Por desgracia, sabía que lo que tenían no podía salir de esas cuatro paredes. Nadie aceptaría aquella unión y, lo que era aún peor, sabía que su amor estaba condenado a la indigencia. Se acercó a una mesita de tres patas que tenía preparado una botella de vino y dos hermosas copas de cristal. Se sirvió un poco y bebió con avidez. «¡A tu salud, hermano! A tu salud, porque tú sí tienes la suerte de tener a la mujer que deseas a tu lado…» Pensó con algo de envidia mientras levantaba la copa para observar a la tra