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Atenas, tierra de dioses

«Y que el amor nos encuentre tomados de la mano».

Daniel Spiegel

Durante la primera hora de vuelo, Christian y yo no dijimos ni una palabra. Por un rato estuvo escribiendo en una libreta y me intrigó mucho saber sobre qué escribía. Después de eso sólo hablamos trivialidades sobre el clima, la calidad de la aerolínea y mirábamos el paisaje por la ventanilla del avión. El tiempo transcurrió rápido y luego de dos horas y algunos minutos de vuelo el avión puso sus ruedas sobre tierra firme.

La alegría rebosaba mi corazón, pues por fin habíamos llegado a mi ciudad de ensueño. El aeropuerto estaba lleno de gente, pero el tránsito de personas era muy fluido. Estas fechas del año aumentaba en gran cantidad la afluencia de turistas. A la salida buscamos el autobús que nos llevaría a la Plaza Sintagma, ubicada en el corazón de Atenas y en el borde del barrio de Plaka, en el que estaba el apartamento que Camila había rentado para nuestra estadía en la capital de Grecia.

—La ciudad es hermosa, me muero por recorrerla —le dije a Christian llena de entusiasmo.

—La ciudad es nuestra, podemos hacer lo que nos plazca —contestó con la sonrisa que lo caracterizaba.

En unos cuarenta minutos llegamos a la plaza. Era una explanada gigantesca con piso de mosaicos, con dos fuentes: una en el centro con grandes chorros que se elevaban al cielo y caían, y la otra en un extremo de la plaza y parecía una cascada, pues el agua salía de una pared de mármol hacia un canal en el suelo. Había frondosos árboles y las personas se sentaban bajo su sombra en la hierba o en los bancos que había alrededor. Las palomas volaban libremente por el entorno.

También se observaban algunos kioscos con artículos propios del país. Al fondo se podía observar el Parlamento de Atenas, donde hacían guardia un par de hombres con la vestimenta típica de los soldados, ante la tumba del soldado desconocido.

Bastante gente concurría en la plaza, sobretodo turistas como nosotros y, como peces en una corriente humana, nos dirigimos hacia el Parlamento, donde cada media hora ocurría el famoso cambio de guardia, que era un espectáculo cultural de los atenienses. Era gracioso cómo esos soldados en trajes tan peculiares hacían su entrada levantando sus piernas y sus fusiles rindiéndole honor al soldado desconocido. Todo aquel espectáculo me hizo apreciar el valor cultural que ofrece cada nación del mundo.

Al terminar el cambio de guardia, buscamos un lugar para almorzar y nos sorprendimos de la cantidad de empresas de comida rápida norteamericanas que había alrededor. Yo moría por una hamburguesa, así que nos decidimos por la comida chatarra, aunque no era este el plato favorito de mi santo acompañante, pero tuvo la bondad de complacerme.

—Hay bastante gente en la ciudad —le dije dándole una mordida a mi hamburguesa de pollo a la plancha con doble queso.

—Es verano y Grecia es un lugar turístico muy solicitado.

—Así es. Sin embargo, estoy muy emocionada, pues esperé mucho para llegar aquí. Esto es como un sueño que se hace realidad.

—Yo también me siento muy contento de estar aquí, sobre todo por la buena compañía que tengo—. Inevitablemente me sonrojé al escucharlo y le di una mordida nerviosa a mi hamburguesa, mientras él se reía de mí por el kétchup que salía disparado y chorreaba por la comisura de mis labios.  

Terminamos de comer y caminamos, guiados de un mapa, hacia el apartamento. Llegamos sin dificultad, pues estaba apenas a tres cuadras de la Plaza Sintagma. Era un edificio de tres niveles. La mitad de nuestro apartamento estaba bajo el nivel de la calle y tenía una entrada independiente. Justo al lado de la puerta había una pequeña caja con un teclado con números. Marqué el código que nos enviaron y el compartimiento se abrió. Tomé la llave que había dentro y la introduje en la cerradura de la puerta y entramos al que sería nuestro hogar, dulce hogar.

—Valla, es muy acogedor —señaló Christian al ver que era una sola habitación dividida en tres secciones: Sala, cocina y dormitorio. No había puertas, excepto en el baño.

—Creo que Camila no se dio cuenta que este lugar es para dos y no para tres —dije, aunque la idea de una sola cama no me parecía tan mal—. Pero aun así es lindo y se ve limpio.

—Sí, así es —y soltó su mochila sobre la mesa cerca del sofá.

Me quité la mochila y el bolso y los dejé caer sobre el sofá. Recorrí todo el apartamento y me gustó, pues realmente no necesitábamos mucho espacio y mientras más cerca estuviéramos Christian y yo, era mucho mejor.

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté. No estaba cansada y quería salir a recorrerlo todo.

—Yo dormiré un poco. Aún es temprano y el sol está muy fuerte para salir a caminar —contestó mientras ponía mi mochila junto a la de él en la mesita de la sala, se quitaba los tenis y se tiraba boca arriba sobre el sofá.

—OK —dije resignada—. Te doy permiso de descansar, pero a las cinco en punto saldremos a caminar y subiremos a ver el atardecer desde el Monte Licabeto. He leído que es una de las mejores vistas de Atenas y quiero que vayamos hoy.

—Como ordene usted, mi reina —contestó con los ojos cerrados.

No hacía calor dentro del apartamento, pero busqué el control del aire acondicionado y lo encendí por costumbre. Me acosté sobre la cama, aunque deseaba más acostarme junto a él en el sofá. Saqué mi celular del bolsillo, le coloqué la clave del wifi y esperé a que entraran los mensajes.

Mi querida madre no se olvidaba de mí. Leí sus múltiples mensajes sobre su día a día y le contesté brevemente informándole que había llegado sana y salva al país de mis sueños. Omití el pequeño detalle de que Camila no pudo viajar con nosotros para que a mi madre no le diera un ataque de escrúpulos. Luego le escribí a Camila para preguntarle sobre el proceso que llevaba con su empresa y, además, para que supiera que ya estábamos en el apartamento. Recibió los mensajes pero no me contestó y en pocos minutos, yo también me quedé dormida.

***

Desperté atolondrada y mi celular marcaba las 5:30 p.m. Le di una mirada a Christian y aún permanecía dormido plácidamente. Me levanté, me estiré un poco y me acerqué a donde él estaba. Al verlo tan quieto y sensual me asaltó la tentación de besarlo, cual bello durmiente, pero contuve mis deseos. ¿Qué pensaría él de mí si me dejaba llevar de un arrebato de lujuria? Escuchaba la voz de mi madre en la cabeza: «Una maestra debe ser ejemplo de seriedad y moral». Me agaché a su lado y me limité a acariciar su brazo mientras decía su nombre.

—¿Christian? —lo llamé, pero él despertó abruptamente y sujetó mi muñeca con tanta fuerza que la enrojeció un poco.

—¡Elizabeth! —exclamó al darse cuenta de que era yo y me soltó—. Perdóname, no quise lastimarte. Me sorprendiste.

—Descuida, estoy bien. Discúlpame por haberte despertado así, debí sólo llamarte —contesté tratando de minimizar lo ocurrido, aunque me había asustado su violenta reacción—. Es hora de irnos.

—Cierto. Me quedé dormido profundamente. Hacía mucho que no dormía tan bien. En Kenia no se suele dormir con tranquilidad—. Se levantó y estiró sus brazos.

Ambos nos preparamos para salir, llevando sólo una botella de agua cada uno, el móvil y algo de dinero para comprar víveres para nuestra estadía. Con la ayuda de nuestro magnífico mapa de papel tomamos las calles que nos llevaron a la falda del Monte Licabeto. El único problema era que no sabíamos dónde estaba el camino oficial, así que decidimos subir por una de las veredas que encontramos. 

Por cuarenta minutos subimos por un camino de tierra en medio de pinos. Estábamos cansados y de vez en cuando nos deteníamos a respirar, pero cada paso valía la pena, ya que la vista que teníamos de la ciudad se hacía más impresionante cada vez.

Al fin llegamos a la calle por donde subían los vehículos al Monte y continuamos caminando hasta encontrar la escalinata que nos llevaba a la cumbre, donde estaba la capilla de San Jorge y su magnífico mirador.

Llegamos agotados a la cima, pero al contemplar la hermosa vista todo cansancio desapareció. Podíamos observar en tamaño reducido la Acrópolis, los edificios de la ciudad y perdido en el horizonte se alcanzaba a ver el mar, aunque una nube de polución trataba de ocultarlo.

—Esto es maravilloso —dije—. Jamás había visto un paisaje como este. Tantos siglos de historia ante nuestros ojos. Estoy impresionada.

—Tienes razón, valió la pena llegar hasta aquí —contestó dándome una suave palmada en mi sudada espalda.

—No cabe duda que esta es una tierra de dioses.

Entramos a la capilla y observamos los detalles ortodoxos que se encontraban allí. Se respiraba una enorme paz en aquel lugar y advertí que, ante la imagen de San Jorge, Christian cerró por un instante sus ojos, como si le hiciera una petición especial al santo famoso por matar al dragón, representante de la tentación. Al salir, ya el sol comenzaba a ocultarse y los turistas que había en el lugar se detuvieron a observar el hermoso astro y a hacerse fotografías con el fin de capturar tan bello momento.

Entonces sentí que Christian tomaba mi mano y me guiaba hacia el mirador, donde estaba la mejor vista. No dije nada ni él tampoco, pero ambos sentíamos la electricidad que fluía en el toque de nuestra piel, y nos gustó tanto la sensación que no nos soltamos hasta minutos después que terminó la puesta de sol. 

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