Lacie se despertó sobresaltada cuando vio al médico y a su hermana, ambos la miraban con una expresión de lástima, supo que se avecinaba lo peor, su corazón estaba suficientemente herido y maltrecho para recibir otra mala noticia, pero sabía que no podía evitarlo, sacando fuerzas de lo más profundo de su interior habló, sin llorar, porque no podía hacerlo, había llorado tanto, había pagado muy caro el amor, nunca pensó que una persona que amara tanto la hubiera tratado con tanta crueldad y lo sucedido, había sido la gota que derramó el vaso.
—No se callen, digan lo que van a decir de una vez —habló con una expresión seria que hasta sorprendió a su hermana.
—Lacie, pequeña, debes ser fuerte… yo lo siento mucho —dijo Fénix, su hermana, con los ojos anegados de lágrimas.
—Hablen de una vez… y pasen de este trago amargo… ¿Perdí a mi bebé? —preguntó y esta vez fue el médico quien habló.
—Lo siento, hicimos todo lo posible por salvarlo, pero no se pudo… no estabas bien de salud, eras muy frágil, ni siquiera debiste haberte quedado embarazada… eres muy joven.
—No, lo perdí porque no recibí ayuda a tiempo —expresó mientras apretaba las manos tratando de contener ese dolor que la torturaba por dentro, es como si alguien tomara un cuchillo y la estuviera volviendo trizas por dentro —¡Muéstrenmelo!
—No… es recomendable, apenas tenía dieciséis semanas, su tamaño es de doce centímetros —dijo el doctor angustiado.
—Lacie no… —empezó a decir Fénix y ella gritó.
—¡¡¡Dije que quiero verlo!!! Lléveme donde está… —le pidió al médico, su insistencia fue tal que la llevaron donde estaba esa miniatura en un envase de cristal. Lo tomó y lo abrazó a su cuerpo mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, su cuerpo se sacudía del llanto, sentía que el dolor la quemaba, la destruía como ácido por dentro.
—Ya está… por favor —dijo su hermana y el médico le quitó el envase, aún en contra de su voluntad, por un momento se quedó allí estática, tratando de encontrar un resquicio de calma en su interior, pero no tenía nada de eso, solo había rabia y un profundo odio.
De pronto respiró profundo y dejó de llorar y enseguida el médico le dio otra noticia que la hundió más en la miseria que era su vida.
—Hay algo más… —señaló el médico mirando a su hermana—. Lo siento… pero no podrás volver a tener hijo… esperaste mucho tiempo para venir y solo…
—Ya no diga más ¡Ahora salgan! —gritó, su hermana no quería irse y se acercó a ella.
—¡Pequeña! Por favor, ya llamaré a nuestros padres para que vengan y… —sus palabras fueron interrumpidas por el grito de Lacie.
—¡No quiero! ¡Fuera! No los quiero ver… no quiero ver a nadie, ¡Déjenme sola! —sollozó mientras el dolor le atravesaba el alma y por más que intentó detener ese vendaval de emociones no pudo hacerlo, se quebró y lloró amargamente.
Lloró como nunca antes lo había hecho en su vida, se cubrió el rostro con la mano, se sentía destruida, no solo no iba a tener a su hijo, sino que nunca más podría tener el privilegio de ser madre y si había algo que ella había amado tanto como a Renaldo Ferrari, eran los niños. Soñaba con tenerlos… era demasiado doloroso, se arrepintió tanto de haber dejado la tranquilidad de su familia por ir a Roma.
—¡Nunca debí haber venido! Debí irme cuando me di cuenta de que no era el príncipe de cuentos de hada que creí —pronunció por completo desconsolada—. Duele, duele demasiado… y no tengo idea de cómo volver a empezar.
—Yo lo siento… si pudiera evitarte este dolor con gusto lo haría —dijo su hermana.
—No tienes la culpa, fui yo la ilusa, la que pensó que un hombre como Renaldo Ferrari podía poner su mirada en mí… jamás pensé que sería capaz de hacer tanto daño, de ensañarse en mi contra… cuando nunca le hice nada… solo lo amé, me entregué a él, sin condiciones, sin maldad, solo deseando que se enamorara de mí… fui tan tonta… pero he aprendido la lección… el amor solo lo sienten las personas débiles, y los otros lo usan para someterte y destruirte, pero ¡Ya no más! He aprendido la lección, me ha costado y ha sido caro el precio que he pagado. ¡Lacie Aetón ha muerto! Y eso es lo que vas a decir Fénix… que morí.
—Lacie, pero nuestros padres van a sufrir, si les dices eso… se morirán de dolor, no es fácil hacerte pasar por muerta —dijo Fénix—… puedes decirles la verdad a ellos, papá nos puede ayudar.
—¡No! Me vas a ayudar tú… si se supone que morí y ellos no lloran no le van a creer… debes jurar por la vida de tu hijo que no revelarás la verdad.
—Lacie, solo a nuestros padres, él puede ayudar para armar todo esto y decir que moriste, por favor —suplicó Fénix.
Y así terminó cediendo ante la petición de Fénix.
—¡Ahora déjame sola! Y habla con el médico para que me deje ir, encárgate de hacer todo para que no quede duda de que estoy muerta —ordenó con voz fría.
Cuando su hermana salió de la habitación, otra vez se dejó inundar por el dolor, y los recuerdos de lo vivido llegaban a su mente, como la corriente de un río crecido, sin control y martirizándola por haber sido tan ingenua, de lo único que estaba clara es que Renaldo Ferrari le pagaría todo ese dolor con sangre, si era necesario.
«El rencor es un abismo sin fondo. O un ardiente páramo sin fronteras». Miguel Gutiérrez.