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Capítulo 3. Morir por un hombre

En ese momento, Mariana comenzó a reírse, y Camille la siguió con una carcajada.

—¡No te rías! —le dijo Camille con una sonrisa, aún divertida—. Ya Robert me ha estado hablando del matrimonio desde hace rato… y cada vez que toca ese tema, yo le cambio la conversación. 

Luego Mariana le tomó las manos con dulzura, la miró a los ojos y le dijo:

—Primero, me reí por la forma en que lo dijiste… ¡Y por la cara que pusiste al hablar!

Y segundo… tienes que saber que no todos los hombres son iguales.

Luego, con un tono más serio y lleno de cariño, continuó:

—Solo tienes que ver la relación que tenían nuestros padres, a Bruno y a su esposa… Y ahora te digo algo: Robert también se ve como un buen hombre.

Así que… no le tengas miedo a la felicidad.

Y por favor… que lo que me pasó a mí no sea un obstáculo para tu felicidad.

Camille la abrazó con fuerza y le dijo, con una enorme sonrisa:

—Gracias.

Mariana le devolvió el gesto con cariño y respondió:

—La próxima vez que Robert te hable de matrimonio… quiero que lo pienses bien, y le des una respuesta.

No lo tengas más en el aire. Creo que él se merece sinceridad, y tú también… Porque sé que tú lo quieres.

Camille la volvió a abrazar, esta vez con más emoción, y le dio un beso en la mejilla.

Entonces Mariana, con una sonrisa suave y la voz algo quebrada, dijo:

—Gracias, Cam… por hacerme reír, por estar para mí… y por hacerme olvidar mis problemas, aunque sea por un momento.

Camille, con la misma calidez, respondió:

—No tienes que darme las gracias. Para eso están las hermanas…

¿Acaso ya olvidaste lo que mamá siempre nos decía?

—No, claro que no —dijo Mariana—.

Es solo que… estoy muy agradecida de haber nacido en esta familia… y de tenerte a ti como mi hermana.

Camille le dijo con una sonrisa:

—Yo también… Y ya, dejemos el melodrama. Si Bruno nos ve así y se entera de que lo dejamos por fuera, ¡nos arma la de Troya!

Ambas se secaron las lágrimas entre risas y se dieron otro abrazo.

—Entremos, que ya es tarde y hace frío —añadió Camille.

—Está bien —respondió Mariana.

Entraron tomadas de la mano, como cuando eran niñas. Al separarse, Camille la miró y le dijo:

—¿Todavía recuerdas lo que siempre nos decía la abuela?

—¿Qué? —respondió Mariana. Luego añadió con una sonrisa—:

Con tantas cosas que nos decía, para recordar… ese es el problema ahora.

Al instante, Camille le dijo:

—¿Recuerdas que todo pasa por algo? A veces no entendemos el porqué en el momento, pero más adelante… hasta le vas a agradecer por haberte hecho lo que te hizo. Y no olvides el refrán: No hay dolor que dure cien años, ni cuerpo que lo resista.

—Ni cuerpo que lo resista —replicó Mariana al unísono con su hermana, y ambas estallaron en risas, diciendo:

—¡Mi abuelita y sus refranes!

—Ya verás que, en poco tiempo, ni te vas a acordar de ese mal nacido —añadió Camille con una sonrisa.

Luego se despidieron con un abrazo y cada una se fue a su habitación.

Al entrar en la suya, Mariana se quedó unos segundos en silencio. Después, comenzó a sacar todos los recuerdos que tenía con Jacob para deshacerse de ellos. Llamó a la cocina y pidió que le subieran una caja. Poco después, empezó a empacar todo, uno por uno, sin titubear. Cuando terminó, cerró la caja con decisión, se acostó en la cama… y, por fin, pudo dormir.

Al día siguiente, cuando Mariana se levantó, se sentía de mejor ánimo. Fue al baño, se lavó los dientes, se dio una ducha, y luego bajó a desayunar… con la caja en la mano. La dejó sobre una mesa cerca de la entrada del comedor.

En ese momento, Camille la miró y le preguntó:

—¿Qué es todo eso que bajaste en esa caja?

—Son todos los recuerdos que tengo con Jacob —respondió Mariana con determinación—. Hoy voy a quemarlos todos y empezar mi vida de nuevo.

Camille se levantó de su asiento y la abrazó tan fuerte que casi la ahoga.

—Me estás apretando demasiado, no me dejas respirar —dijo Mariana entre risas.

—Es que estoy tan feliz por ti —contestó Camille—. Ya era hora de que mi hermanita, la alegre, la optimista, volviera. No más dejarse morir por un hombre que no vale la pena ni un solo pensamiento más.

—Sí, eso ya lo sé —respondió Mariana con una sonrisa suave—. Pero igual… sigue doliendo. Y duele mucho.

Camille, al verla así, le dijo:

—Ya no hablemos más de eso. Dejemos el pasado atrás. Ahora que decidiste seguir con tu vida como siempre debiste hacerlo, yo te voy a ayudar. ¿Qué te parece?

—Bien —respondió Mariana con una sonrisa—. Pero primero, desayunemos. Muero de hambre.

Después de desayunar, Camille, muy emocionada, le dijo:

—Te acompaño a quemar todo esto —señalando la caja.

—No —respondió Mariana con firmeza.

Luego, con voz serena, añadió:

—Quiero hacerlo sola, para despedirme del pasado y poder seguir adelante con mi vida.

—Está bien —le dijo Camille—. Pero recuerda que siempre que necesites despotricar de ese mal hombre, aquí estoy para ti. Siempre.

Mariana le agradeció con una mirada llena de cariño, tomó la caja entre sus manos y salió hacia el jardín. Una vez allí, comenzó a quemar, uno por uno, todos los recuerdos que tenía junto a Jacob. Mientras el humo se elevaba, se hizo una promesa: nunca más volvería a llorar por él… porque no se merecía ni una sola de sus lágrimas.

Cuando terminó de quemar todo, se levantó con determinación y se secó las últimas lágrimas que derramaba por Jacob. Luego, entró a la casa, tomó su bolso, las llaves del auto y salió rumbo a su oficina, decidida a comenzar un nuevo capítulo en su vida.

Por otro lado, Felipe estaba en su oficina, sumido en sus pensamientos, recordando a Sofía… Pensaba en el momento en que le propuso matrimonio, en el nacimiento de su hijo Andrés, que apenas tenía seis meses y medio cuando ella se marchó. Lo que más lo atormentaba era no entender por qué se había ido sin dejarle ni una sola palabra.

Ya habían pasado tres años y medio desde la ida de Sofía, su prometida, y aún cargaba con el peso de su ausencia. Aunque contaba con el apoyo incondicional de sus padres y su hermana, quienes siempre estaban ahí para ayudarlo con el pequeño, además de los sirvientes y la niñera que cuidaban de su hijo, él sabía que no era lo mismo. Nada se comparaba al amor y los cuidados que solo una madre podía dar.

Él hacía lo posible, pero su trabajo lo absorbía casi por completo y apenas le quedaba tiempo para encargarse de su hijo como hubiese querido. 

Luego recordó también cuando la psicóloga le explicó que Andrés no hablaba mucho porque le hacía falta el afecto de su madre.

Aquellas palabras se le quedaron grabadas en el alma, porque, aunque él intentaba darle todo, sabía que no era suficiente.

Por eso, su pequeño era tan tímido, siempre en silencio, refugiado en su propio mundo. La mayoría de las veces no decía ni una sola palabra, y cuando lo hacía, era apenas lo necesario… y solo con él.

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