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Capítulo 6. Las tres mosquiteras

Desde que Sofía se había ido, Felipe no dejaba de preguntarse si había algo mal en él, alguna falla que hacía que las mujeres que amaba siempre terminaran traicionándolo.

Y se juró a sí mismo que nunca más permitiría que le volvieran a romper el corazón. No daría otra oportunidad para que alguna mujer jugara con sus sentimientos.

Para él, las únicas mujeres verdaderamente fieles eran su madre y su hermana. Por eso, durante esos tres años y medio, se dedicó a evitar cualquier tipo de compromiso. Nunca estuvo dos veces con la misma mujer.

Cada vez que se acostaba con alguien, procuraba que fuera una experiencia fugaz. Nada de vínculos, solo placer.

Y como era guapo, adinerado y soltero, las mujeres le llovían. Además, era generoso con ellas.

Pero lo que él aún no sabía…

Era que el verdadero amor de su vida estaba por llegar.

Un amor tan intenso, que estaría dispuesto a matar y morir por ella.

Un amor que lo consumiría por completo, donde cada mirada, cada roce, sería un incendio.

Un vínculo donde la atracción, la química y la pasión crecerían a cada instante…

Hasta que ya no pudieran más y decidieran entregarse por completo, sin reservas.

Solo una noche bastaría para que esa mujer entrara en su mente como un volcán, arrasándolo todo.

Fin de los recuerdos.

Felipe tenía una expresión de póker en el rostro, sumido aún en aquellos recuerdos que tanto quería enterrar. Esa parte del pasado no le daba tregua, y cada vez que regresaba a su mente, le recordaba lo mal que Sofía le había pagado.

Fue entonces cuando su secretaria tocó a la puerta de su oficina, sacándolo de aquel trance emocional.

—Señor García, lo están esperando en la sala de juntas para la reunión con los accionistas —le informó con tono profesional.

Él asintió, se puso la chaqueta que colgaba del respaldo de su silla y salió rumbo a la sala de juntas. Sabía que los accionistas no lo esperaban precisamente con sonrisas.

Era consciente de que, en los últimos años, había dado mucho de qué hablar, sobre todo por sus escándalos amorosos. Pero, para ser sincero, eso lo tenía sin el menor cuidado.

A su lado caminaba Lucas, su asistente, que lo miraba con cierta expectativa. Felipe, sin detener el paso, le soltó con indiferencia:

—Que se jodan… Al fin y al cabo, la empresa es de mi familia. Y las ganancias se han duplicado en los últimos años… ¿Qué más quieren esos viejos?

Felipe, sinceramente, odiaba esas reuniones con los accionistas. Para él, no eran más que un grupo de viejos ambiciosos a los que solo les importaba una cosa: cómo llenar aún más sus bolsillos.

No les interesaba el esfuerzo, ni las estrategias, ni el crecimiento sostenido de la empresa. Lo único que realmente les quitaba el sueño era cuánto dinero podían sacar al final de cada trimestre. Y eso, a Felipe, le daba náuseas.

Por otro lado, Mariana tenía dos mejores amigas con las que formaba un trío inseparable, como ellas mismas solían decir. Se conocían desde que tenían unos nueve años, cuando coincidieron en la primaria. Desde entonces, siguieron juntas en la secundaria, y con el tiempo, se volvieron tan unidas que decidieron ingresar a la misma universidad, aunque cada una eligió una carrera distinta.

Cinthia Thisler era una chica esbelta, rubia, de piel blanca y ojos azules. Medía un metro setenta y siempre iba impecablemente vestida, siguiendo las últimas tendencias de moda.

Mariana, por su parte, tenía una belleza única. De piel bronceada y saludable, labios naturalmente rojos, cabello castaño claro y unos ojos color miel que brillaban con luz propia. Su estatura era de apenas un metro cincuenta y cinco, pero su sonrisa era tan encantadora que nadie pasaba por alto su presencia.

Y por último, Verónica: una joven impactante, con un cuerpo de infarto. Su piel morena, sus ojos negros intensos y su largo cabello azabache hacían que todos se giraran a mirarla. Medía un metro setenta y cinco y era tan delgada como una modelo profesional; por eso, todos la apodaban “la top model”.

De las tres, Mariana era la más bajita, por lo que sus amigas le pusieron el apodo de “la Chiqui”. Todo el tiempo era: “Chiqui por aquí, Chiqui por allá”.

A su grupo lo bautizaron como Las Tres Mosquiteras, aunque algunos de sus compañeros de universidad preferían llamarlas Las Chicas Superpoderosas. No por el dibujo animado, sino por ser hijas de algunas de las familias más influyentes del país.

Ellas habían jurado que siempre estarían juntas, y desde que se conocieron, eran inseparables. Siempre andaban haciendo diabluras, como solía decir la madre de Mariana.

Además, tenían un juego especial que solo ellas entendían. Habían creado un juego de cartas, y quien sacara la carta Atrévete debía cumplir alguna locura impuesta por la que sacara la carta de Poner Penitencia.

También estaba la temida carta de La Verdad. Con esa, sin importar cuál fuera la pregunta, la persona debía confesar absolutamente todo, así no quisiera. Ya que la persona que tuviera la carta de hacer preguntas lo exigía.

Pero la más peligrosa de todas era la Carta del Castigo, como ellas la llamaban. Esta le otorgaba a quien sacara la carta de poner castigo, un poder absoluto de imponer el peor de los castigos que ella quisiera.

Hasta el momento, los castigos habían sido bastante duros. A Cinthia, por ejemplo, le tocó aprender a limpiar baños, y debió trabajar durante un mes en los sanitarios de una estación de metro. A Verónica le tocó ser mesera en uno de los bares más feos de la ciudad. Y así, sucesivamente, iban cumpliendo las reglas impuestas por quien tenía la Carta del Poder, como también la llamaban.

La única que no había sacado todavía esa carta odiada era Mariana. Ya que las dos veces que lo hizo, también sacó la carta de Inmunidad.

Porque existía una carta especial, la Carta de Salvación, que brindaba inmunidad en caso de sacar alguna de las otras cartas. Cada vez que jugaban, cada una sacaba dos cartas: una del grupo de Castigo, Verdad o Atrévete, y otra del grupo de Poner Castigo, Penitencia, hacer preguntas y la carta de Inmunidad.

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