En la sala de operaciones, el ambiente era frío y cargado de tensión. Las luces brillaban intensamente sobre el cuerpo de María, que yacía temblorosa en la camilla. El sudor cubría su frente, y sus ojos, enrojecidos por el llanto, se mantenían fijos en el techo. Sabía que no podía pujar. Estaba agotada, sin fuerzas, pero más que el cansancio, era el miedo el que la consumía.—No puedo… no puedo… —susurraba entre sollozos, mientras una enfermera le secaba el sudor con una toalla tibia.El doctor jefe de la operación, se acercó a su lado.—María, vamos a tener que realizar una cesárea de emergencia. El bebé no aguanta más. Tenemos que actuar rápido.María tragó saliva con dificultad. Su corazón parecía latir fuera de control. No podía dejar de pensar en todo lo que había pasado, en el accidente, en el impacto, en la sangre que había visto salir de su cuerpo. Pero más que todo, pensaba en su bebé. Sentía un nudo en la garganta que le impedía hablar, pero, a pesar de todo, una sola ide
Con las ojeras marcadas como un panda, Mikhail estaba sentado en su oficina, con los ojos fijos en el teléfono mientras sus manos temblaban ligeramente. Frente a él, una pila de expedientes médicos desordenados se acumulaba, documentos que había estado revisando sin descanso durante horas. Sergei, su leal amigo, permanecía a su lado, observando en silencio, consciente de que Mikhail estaba al borde de su límite.—No puede ser tan difícil... —murmuró Mikhail, apenas audible, mientras marcaba otro número.— ¡Alguien tiene que tener un corazón! ¡Alguien tiene que ayudarme!La llamada se conectó, y Mikhail tomó aire con fuerza, aferrándose a una pizca de esperanza.—Soy el doctor Mikhail Volkov, del Hospital General —dijo rápidamente, con la voz tensa—. Necesito un corazón compatible para un niño de siete años, urgentemente. Estoy enviando el expediente ahora mismo, por favor… revísenlo.Del otro lado de la línea, el tono del interlocutor era distante, casi frío, lo que solo aumentaba l
Los primeros rayos del sol se filtraban tímidamente por las ventanas del hospital, iluminando la oficina de Mikhail de manera casi irónica. Mientras todo despertaba allá afuera, él seguía encerrado en una lucha que parecía no tener fin. Frente a él, los expedientes de Lucas y la lista interminable de llamadas que había hecho a varias instituciones en busca de un corazón compatible. Una enfermera había entrado ya dos veces para recordarle que María insistía en que debía ir a ver al bebé. Sabía que ese niño también era su hijo, pero su mente no podía enfocarse en nada más que no fuera Lucas. El estrés, el agotamiento, todo lo nublaba.De repente, la puerta se abrió por tercera vez. Era la misma enfermera.—Doctor Petrova, disculpe —dijo con la voz temblorosa—, pero la señora María sigue insistiendo en que vaya a ver al bebé. Está en incubadora y quiere que usted…Mikhail ni siquiera la dejó terminar.—Ya he oído eso antes. Dígale que iré cuando pueda —respondió, con un tono seco y di
La sala de cuidados intensivos, donde el bebé de María yacía conectado a una red de máquinas que mantenían su frágil vida, era aún más lúgubre que el cuarto en el que se encontraba Lucas. Cuando Mikhail y Anna entraron, tomados de la mano, al ver el pequeño cuerpo del bebé, visiblemente deforme, se quedaron sin aliento. Mikhail lo recorrió, notando cómo las extremidades de su hijo parecían no haber terminado de desarrollarse, y cómo su carita estaba cubierta por una máscara de oxígeno que apenas ocultaba las malformaciones que lo afectaban. Ambos se quedaron en silencio, sintiendo una profunda tristeza por aquella criatura, inocente de los errores y pecados de los adultos.—Pobre niño… —murmuró Anna, rompiendo el silencio —. No merece esto.Mikhail asintió, sintiendo su corazón encogido por la compasión. Aunque aquel bebé también era suyo, no sentía la conexión que había desarrollado con Lucas. Pero eso no impedía que sintiera una inmensa pena.—Es una tragedia —dijo Mikhail sua
Mikhail entró en la habitación de María con pasos firmes, y con la mirada cargada de una frialdad que había acumulado por decepción. María, recostada en la cama, sorbía un caldo ligero que una enfermera le ofrecía. Al verlo entrar, sus ojos se iluminaron con una sonrisa maliciosa y, en un acto de sorpresa, escupió el caldo, pensando que Mikhail había venido a agradecerle.—Amor, no me puedo levantar por el dolor que me causa la cesárea —se quejó, fingiendo ternura mientras extendía una mano hacia él—, pero estoy tan feliz… al fin, nuestro hijo está aquí.Mikhail no se movió ni un centímetro, ni siquiera una sombra de emoción cruzó por su rostro y, en vez de acercarse, permaneció en su lugar, observándola con asco.—María, seré claro y directo —largó con una voz dura como el hielo—. Acabo de descubrir que la niña que está en la sala de intensivo, con muerte cerebral, es tu hija.María se quedó inmóvil por un instante, como si las palabras no hubieran llegado a su mente del todo. Parp
Mikhail y Anna estaban inmóviles, con sus respiraciones entrecortadas, procesando lo que Sergei acababa de decir. La noticia de un corazón compatible para Lucas era un milagro, una salida que no habían esperado. Anna dejó caer el bolígrafo con un temblor visible en sus manos, mientras el alivio y la confusión se reflejaba en sus ojos. Mientras que María, que hasta ese momento había mantenido una sonrisa triunfal, observando cómo Mikhail y Anna se preparaban para firmar los papeles del divorcio, sintió que el control se le escapaba entre los dedos. Se había acercado tanto, había saboreado la victoria. Todo estaba en su lugar, pensaba que Mikhail estaría atado a ella de por vida. Pero ahora, con esa noticia, todo su esfuerzo se desmoronaba.La sonrisa en su rostro desapareció, dando paso a una mueca de incredulidad, y luego, a una furia desenfrenada. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, llenos de locura.—¡No, no puede ser! —gritó, con voz aguda y cargada de desesperación y tembla
Sentada en una fría butaca, con las piernas tensas y el corazón acelerado, Anna esperaba, totalmente agotada. Las horas que había pasado en la sala de espera de los quirófanos parecían eternas, y sus pensamientos eran un torbellino incontrolable. A su alrededor, las luces blancas y el murmullo constante de las enfermeras que iban y venían solo acentuaban la ansiedad que la carcomía por dentro. Llevaba tanto tiempo esperando noticias que el cansancio físico había quedado relegado por el miedo que sentía por la vida de su hijo.«¿Cómo estará Lucas?», se repetía una y otra vez, cerrando los ojos en un intento desesperado por calmarse. Pero apenas los cerraba, el rostro de su pequeño, frágil y pálido, llenaba su mente.De repente, el sonido de una puerta abriéndose con fuerza hizo que Anna levantara la cabeza de golpe. Su mirada se posó en Mikhail, quien con la respiración pesada, como si hubiera corrido una maratón, emergió del quirófano con el rostro perlado de sudor y con el gorro
María estaba tumbada en la cama, inmersa en el vacío de su soledad. Desde la cesárea, su recuperación había sido lenta y dolorosa; la infección no cedía, y con cada día que pasaba, se sentía más atrapada en esa habitación fría. No había recibido visitas, de amigos, ni de familiares. Ni siquiera Mikhail había asomado su rostro. En un intento desesperado por distraerse, deslizó el dedo por su teléfono, pero la pantalla repentinamente le mostró un mensaje que la hizo enfurecer: su cuenta había caducado por falta de pago.Con un grito ahogado, lanzó el teléfono con fuerza hacia la puerta, justo cuando esta se abrió, revelando a un médico pediatra. María lo observó con furia, pero su expresión cambió al notar la mirada llena de pesar en el rostro del doctor.—¿Qué? —preguntó, con la voz quebrada de cansancio y desesperación.El médico avanzó un par de pasos, manteniendo la distancia, con una carpeta en la mano.—Lamento informarle, señora... —Él dudó por un instante, antes de soltar la