Capítulo 4
Al llegar al hospital, el médico los recibió con una mirada cargada de desprecio. Aun así, cumpliendo con su deber profesional, les narró con voz grave los últimos días de mi existencia:

—Ana fue una paciente extraordinariamente valiente. Padecía una enfermedad terminal, pero jamás se quejó del dolor. Cuando estaba en una etapa temprana, la llamé para empezar la quimioterapia. Pero ella me dijo que no tenía dinero y se fue sin decir nada.

—¿Quimioterapia? ¿De qué demonios hablas? ¡No digas tonterías! Mi hija estaba perfectamente sana —rugió mi padre, abalanzándose sobre el médico con los puños crispados.

El doctor retrocedió, con una expresión de repugnancia que no podía ocultar y dijo:

—En todos mis años de profesión, jamás había visto unos padres así. Su hija lleva un año muerta, y ustedes ni siquiera se habían enterado.

Mi padre, fuera de sí, se aferró a la bata del médico como un náufrago a su tabla y empezó a gritar:

—¡Dime! ¿Dónde está mi Ana? ¿Dices que murió? ¡Mentira! Estaba
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