—Al fin te encuentro solo, Artem, quiero presentarte…a nuestro hijo. Este niño, es tu heredero. — aseguraba Ayla Kale, sosteniendo a su falso hijo entre sus brazos, mientras sonreía con un deje de crueldad.Sintiendo el olor de ese infante, Artem retrocedió un par de pasos. Aquello no era posible, durante todos esos años que estuvo sometido a la voluntad de la falsa luna de piel morena, no lograron engendrar hijo alguno.—Eso es imposible, ¿Por qué debería de creerte?, me fui hace mucho dejándote en los bosques de Muniellos. Ese niño no puede ser mío. — dijo Artem con firmeza.Ayla dejó escapar una cruel risotada.—Cuando decidiste abandonarme para buscar a esa maldita loba de mal augurio, yo ya estaba cargada con tu semilla, mi Alfa Artem, por eso es que emprendí una larga búsqueda y persecución para encontrarte, pero estuviste huyendo de mí. Solo yo soy tu única Luna, Génesis Levana nació para su hermano gemelo, no es para ti…y tu lugar es conmigo y nuestro hijo, Artem. No puede ser
—Tu debes de ser mía…tan solo mía…y no lo aceptaré de otra manera. Nacimos juntos, estaremos juntos…y moriremos juntos, Génesis. — decía Giles Levana sobre los labios de su gemela, para luego besarla con fiereza.Cerrando los ojos, y sin lograr sacarse a Giles de encima suyo, Génesis derramó lágrimas. Aquello la heria profundamente; lastimando su alma más allá de lo que podía soportar. Llamando a Artem Kingsley en su mente, la loba blanca lloró desconsolada, sintiendo los labios de su hermano sobre los suyos. El, apestaba a licor.Giles sentía una terrible desesperación y desesperanza, al sentir sobre su cuerpo el terrible dolor de la marca del vínculo que lo unía a esa loba desconocida que había huido de él. Besar los labios de otra mujer, era una condena que se pagaba con dolor físico y dolor de alma, pues era una traición a aquel lazo de marca que unía a macho y hembra que por nada ni por nadie podría romperse…un lazo de esclavitud que los condenada a permanecer juntos hasta que la
Aquella fogata en medio de la plazoleta en el bosque, mostraba la danza del fuego tal y como era. Violencia sin freno, violencia que podría quemarlo todo, con solo arrojar un poco de su poder hacia las amarillentas copas de los árboles…violencia que, en él, había dejado una marca imborrable que nada ni nadie desvanecería jamás. Sus ojos de cielo nublado, observaban aquella danza infernal que lo mantenía bajo un hechizo, y que le mostraba aquellas imágenes en su mente una y otra vez.Los ojos sin vida, la sangre que brotaba sin detenerse…aquel pañuelo en sus manos que ella llevaba en el cuello aquella mañana. Cerrando los ojos, Niccolo se negó nuevamente a creer en ello, y aferrando aquel pañuelo a su pecho, en silencio, nuevamente lloró.Su compañero aún seguía durmiendo; él y el padre Meuric se dirigían hacia los bosques de los Cárpatos, en donde el castillo del segundo príncipe se encontraba, y en donde, según las palabras del cuarto príncipe, encontraría a Génesis y su maldito aman
En aquellas montañas rodeadas de bosques y hermosos paisajes de cuentos, un hermoso ser merodeaba en el silencio. La niebla parecía nacer desde más entrañas mismas de los Cárpatos, llegando paulatinamente hasta los pueblos conforme llegaba el anochecer. Todas las personas se ocultaban en sus casas, o al menos lo hacían aquellas que aún creían en viejas supersticiones y costumbres, y daban por hechos verídicos las viejas leyendas de aquellos lugares. El ser humano era asqueroso. Se dedica a si mismo aquel hermoso ser, que desde la oscuridad de los bosques observaba a aquella jovencita siendo atacada por un par de hombres humanos, que le doblaban la estatura y el peso. La oscuridad, siempre atraía a los peores monstruos. —¡Quédate quiere maldita!, si te quedas quieta prometo que vas a disfrutarlo mucho. — decía aquel alcoholizado hombre casi obeso, en el oído de la pobre jovencita que sollozaba aterrada intentando golpearlo en el rostro. —¡Termina rápido que sigo yo! — gritaba otro
—Ayúdame a llevarla a mis aposentos que son más modernos, temo que la loba está sufriendo un aborto espontáneo. — dijo la vampiresa Isobel Bennet, mirando a Artem Kingsley. Aterrado por aquellas palabras, el lobo negro de inmediato siguió a la vampiresa, con la inconsciente Génesis aún en sus brazos. Aquello no podía estar pasando. Génesis jamás despidió aroma alguno del embarazo. ¿Cómo era posible? —¿Estás segura de eso? — cuestionó Artem sintiéndose culpable. —Tiene todos los signos de alerta, tengo que revisarla. — respondió Isobel abriendo las puertas de sus aposentos, en dónde Artem entró con Génesis en sus brazos. Observando aquel iluminado con lámparas eléctricas, Artem se sorprendió, pues daba por hecho que no había electricidad alguna en todo el castillo. —¿Cómo? — cuestionó. —Eso no importa. — interrumpió Isobel. — Déjala sobre mi cama, voy a revisarla, ayúdame a sacarle la ropa. — ordenó la vampiresa. Artem hizo lo que la consorte del Conde de Bourgh le estaba or
—Necesito observar aun más, se muestra un leve desprendimiento en la placenta…Isobel, ¿Sabes cuántos semanas tiene de embarazo? — cuestionaba un amable médico de mediana edad con cabellos canos. —No lo sabemos, al parecer ni siquiera ella sabe de su estado. ¿Puede salvarse el feto? — cuestionaba Isobel Bennet mirando el monitor en aquel cuarto privado de hospital. —No estoy seguro…creo que debemos tenerla bajo observación, la madre también corre peligro… — respondió con honestidad el médico. Artem escuchó aquella conversación. Habían llegado relativamente rápido a ese pequeño hospital que parecía demasiado solitario. Un zumbido dentro de su cabeza lo aturdía logrando que se sintiera mareado, y un sudor meramente frio perlaba su frente. —Alfa Artem…ella va a estar bien. — decía Benazir tocando el hombro del lobo negro, pero aquel permaneció ajeno y perdido en sus pensamientos. Artem Kingsley se tía su corazón acelerado; una taquicardia lo atacaba una y otra vez cada vez que ve
El destino era algo francamente impredecible. Aunque algunos aseguraban que el destino era algo que ya estaba escrito de antemano, y que nada ni nadie lo podría cambiar, Gabriel no creía en ello. Muchos decían que los padres de los que nacemos, la ciudad en dónde crecimos, las personas que conocemos, aquellas con las que nos relacionamos, estaban ya predestinadas para nosotros. Pero para la loba Gabriel Levana, aquello era tan solo palabreria. El destino no estaba escrito por nadie, y solo las decisiones que tomábamos, nos llevaban a un final u otro…eso se decía mentalmente a si misma Gabriel, que miraba por la ventana de aquel taxi, que la llevaba a su nuevo departamento en la ciudad de New York. Al menos allí, por el momento, estaría a salvo. Había logrado salir con éxito de Rumania, escapando así de las temibles brujas de Muniellos, y del príncipe Giles Levana. Sus padres, aquellos seres “divinos” que abandonaron a su suerte dejándola bajo el cuidado de las brujas, al menos hab
La tarde se sentía fresca, y las hojas amarillentas en los árboles, caían tan lentamente mecidas por el viento, que parecían estar danzando. Las personas iban en venia, algunas con café en mano, mientras se apresuraban a regresar a sus trabajos, otras, disfrutaban de una amena charla con sus amistades o con sus parejas, en sus vidas completamente tranquilas y normales, donde su mayor angustia podría ser llegar a fin de mes, alguna materia en la universidad o pagar la hipoteca de casa o su coche…extrañaba tener una vida así, o al menos, aparentarla.Niccolo Salvatore se tocaba la cabeza doliente. El joven padre Meuric, lo había encontrado en un deplorable estado dentro del cementerio de aquel pueblo, y lo había llevado de regreso al hotel en donde habían decidido hospedarse al llegar. Sentado en aquella cafetería al aire libre, mientras esperaba el regreso del sacerdote con algo que le ayudase a calmar aquella tremenda migraña producto del alcohol que había ingerido hasta perder la raz