—Tengo la posible ubicación en donde puede que esté Francesco —dijo Ramiro mirando su teléfono móvil.—Guíame —ordenó Adriano—. Iremos directo hasta allí.La noche se cernía como un manto espeso sobre la ciudad. Apenas unas luces distantes de las farolas delineaban las calles vacías que se extendían frente al auto, y el ruido del motor era lo único que rompía el silencio inquietante. En el interior del vehículo, la tensión era casi palpable.Adriano conducía con el ceño fruncido, apretando el volante hasta que sus nudillos se volvieron blancos, como si pudiera aferrarse a algo de control en medio de un caos que parecía escapársele. Cada curva que tomaba era un recordatorio de la urgencia, de lo que estaba en juego. No había margen para errores.—Recibí un mensaje anónimo hace media hora —dijo Ramiro, rompiendo el silencio mientras revisaba su teléfono con una expresión concentrada—. Alguien los vio sacando a Francesco en una camioneta negra cerca de la estación de tren.Gianina, senta
Adriano pisó el acelerador con más fuerza, llevándolos más rápido hacia su destino. Los edificios industriales a su alrededor se alzaban como gigantes de metal y concreto, grises y vacíos, proyectando sombras alargadas bajo la tenue luz de las farolas. El ambiente era sombrío, pesado, como si la misma ciudad estuviera confabulando en su contra.—¿Qué pasa si llegamos tarde? —preguntó Gianina, incapaz de contener la pregunta que le desgarraba el corazón.Ramiro no respondió de inmediato. Sus ojos estaban fijos en el mapa de su teléfono, analizando la información, buscando cualquier otra pista que pudiera ayudarlos. Pero cuando finalmente habló, su voz fue tranquila, casi metódica:—No vamos a llegar tarde. Nos moveremos rápido. Si están nerviosos, como dijo el testigo, no están preparados para un enfrentamiento directo.—Y si lo están —añadió Adriano, su mandíbula tensa—, estaremos listos.El silencio se apoderó del auto durante varios minutos mientras se acercaban a la estación. La ans
La tensión en el aire era insoportable. Tras el breve reconocimiento inicial, Adriano y Ramiro se apartaron un poco de la estación para discutir un plan concreto. Sabían que no tenían mucho tiempo. Francesco estaba cerca, y la posibilidad de que fuera vendido en una red de tráfico de niños era una realidad que los desgarraba por dentro. Gianina se mantenía cerca, con los ojos llenos de miedo, pero también con una determinación que no podía ignorarse.—No podemos esperar más —dijo Ramiro, ajustándose la chaqueta y mirando hacia la estación—. Si no nos movemos rápido, lo perderemos.Adriano asintió, con la tensión grabada en el rostro. Era más que consciente de que el tiempo jugaba en su contra. Cada minuto que pasaba era un paso más lejos de Francesco y más cerca de perderlo para siempre.—Está bien, pero lo haremos con cuidado —replicó Adriano, mirando a Ramiro—. No podemos arriesgarnos a que descubran que estamos aquí. Si lo hacen, se irán con él, y no podremos encontrarlo.Gianina s
Gianina se sentó en el asiento trasero del coche mientras Matteo, con Marco como copiloto, conducía a toda velocidad hacia la mansión. El silencio en el interior del vehículo era pesado, solo roto por el ronroneo constante del motor. Gianina miraba por la ventana, pero no veía nada. Su mente estaba completamente enfocada en Francesco, en las aterradoras posibilidades de lo que podría estar sucediendo en ese momento o de lo que podría sucederle, si Ramiro y Adriano no lograban rescatarlo a tiempo.Cada vibración del teléfono la hacía saltar, esperando una actualización de Adriano o Ramiro, cualquier noticia que pudiera aliviar el nudo de ansiedad que se había instalado en su pecho. Pero el teléfono seguía en silencio y lo único que recibía era notificaciones de sus redes sociales que poco le importaban en ese momento.Matteo, consciente del estado emocional de Gianina, le dedicaba miradas rápidas a través del retrovisor. Sabía que no había nada que pudiera decirle para calmarla, pero l
El aire estaba cargado de tensión mientras Adriano y Ramiro avanzaban entre las sombras, con las armas listas, los músculos tensos, y el corazón de Adriano golpeando como un tambor en su pecho. La visión de la camioneta negra estacionada frente al vagón oxidado le hizo apretar la mandíbula. Sabía que Francesco estaba cerca, y que cada segundo que pasaba lo acercaba más al peligro.—Están moviéndose rápido —murmuró Ramiro, agazapado junto a Adriano, observando cómo dos hombres armados revisaban el interior del vagón, mientras otro discutía con alguien por teléfono—. Si no intervenimos ya, lo suben a esa camioneta y lo perdemos —repitió.Adriano asintió, sintiendo que la desesperación lo consumía. No podían permitirse ni un solo error. La vida de Francesco dependía de ellos.—¿Cuántos hombres crees que hay? —preguntó Adriano, manteniendo su voz baja pero firme.Ramiro escaneó rápidamente el perímetro.—Tres fuera, probablemente otros dos adentro del vagón. Cuatro en total. Tal vez más e
El coche avanzaba en la oscuridad de la noche, dejando atrás la estación abandonada y el horror que casi les había arrebatado a Francesco.El pequeño con los ojitos aún llenos de lágrimas y de miedo, se había acurrucado en los brazos de Adriano, a quien consideraba su salvador. El silencio en el interior del coche era tranquilo, pero cargado de emociones que ni Adriano ni Ramiro ni mucho menos Francesco eran capaces de expresar en voz alta.Ramiro, quien conducía con la mirada fija en la carretera, lanzó una rápida mirada al retrovisor, viendo cómo Adriano acariciaba el cabello desordenado de Francesco, aún incrédulo de que lo había recuperado sano y salvo. Si bien lo habían contratado, no había podido compartir las emociones de ese momento. Después de todo, él también era padre y no imaginaba qué sería de él si algo así le pasaba a uno de sus hijos.—Ya está todo bien —murmuró Ramiro, aunque su tono reflejaba que aún no podía bajar la guardia, cuando vio que Francesco se había quedad
Después de semanas de incertidumbre y de amenazas, Gianina, Adriano, los cuatrillizos, Francesco e incluso Johanna se mudaron nuevamente a la mansión Messina, donde se estaba quedando también Claudio, el hermano de Adriano, por una cuestión de seguridad. Al fin y al cabo, ¿quién podía fiarse mucho tiempo más de la mansión Rossi? Nadie, claramente. Después de todo, Antonio estaba vivo y nadie mejor que él para conocer los puntos flacos de la vivienda.Por esto, la mansión Messina se había convertido en un refugio, pero también en el escenario de tensiones crecientes. Los días pasaban bajo una sensación constante de peligro inminente.Ahora, todos vivían juntos bajo el mismo techo y la enorme vivienda se sentía más llena, pero eso no significaba que estuvieran mucho más tranquilos. Los problemas de la empresa y las amenazas externas lejos de mejorar habían empeorado y pesaban sobre todos, incluidos los empleados, quienes cumplían con sus tareas a rajatabla, pero con caras largas y preoc
El aire en el despacho de Antonio Rossi, que se encontraba en el refugio en el que se había escondido durante todo ese tiempo desde su fingida muerte, estaba cargado de tensión.Alessio Lazzari entró, sin anunciarse, y cerró la puerta detrás de él, consciente de que algo malo estaba sucediendo. No era propio de Antonio citarlo porque sí de la absoluta nada, y mucho menos a su hija.Sarah ya se encontraba sentada en el sillón, mirando a su padre con total recelo, pensando lo mismo que Alessio. ¿Qué diablos quería ahora? ¿Qué había pasado para que los hubiera citado con tanta urgencia?El silencio que siguió a la llegada de Alessio fue sofocante, solo roto por el eco de la ciudad que se colaba a través de la ventana entreabierta.Antonio, por su parte, no podía dejar de pensar que el tiempo se les acababa y que Claudio Messina, ese maldito infeliz que había decidido regresar después de quince años, estaba demasiado cerca de exponerlos.—Estamos con la soga al cuello —comenzó a decir Ant