Las luces de La Casa de la Música se apagaron, de a poco, para dejar en penumbra el escenario. Una tenue iluminación apuntó hacia el centro del plató, en donde se hallaba un precioso piano de cola Steinway y, sentado frente a él, Jared Cavalier, ataviado con un traje Ermenegildo en total black, emitió los primeros acordes de una melodía totalmente desconocida para sus fans, que permanecían en silencio, guardando la compostura debido a la solemnidad que demandaba un recital de primera categoría, como el que les había convocado aquella fría noche capitalina.
–Este tema lo escribí para una chica que me gustaba cuando era muy joven –el Goodboy jugueteaba con las teclas del piano mientras se dirigía a su auditorio.
A Rossie le saltó el corazón cuando escuchó aquellas palabras.
–La conocí en el metro de New York, cuando yo tenía catorce años.
Esa confesión solo hizo que la tirria que Rossana experimentaba por El Emperador se desat
El Emperador subió a su Rossie, de la mano, hacia el escenario. Nadie los molestaría ahí. O es lo que él supuso. Se ocultaron tras bastidores. Lo primero que hizo Jared fue tomar del rostro a Ro, mirarla fijamente y examinar sus facciones afinadas tras siete años de no verla. –Estás tan bonita, pequeña –le dijo el Goodboy, con voz enternecida. Rossie fue incapaz de sostenerle la mirada. Jared, entonces, la abrazó, como cuando eran un par de jovencitos. Ella se dejó hacer. Al principio, sus brazos se quedaron estáticos, incapaces de reaccionar. Unos segundos después, cobraron vida y correspondieron el cariño que Jared brindaba. Ro apoyó su cabeza de lado contra el pecho de El Emperador. –¿Por qué nunca regresaste, Jared? –le preguntó, con voz aniñada. El Goodboy se quedó en silencio. Solo se pudo escuchar un no tan ligero suspiro de su parte. –Lo importante es que ya estoy aquí, pequeña –le respondió, mientra
–Ven conmigo a Galápagos en la mañana –dijo Jared a una Rossie que descansaba recostada en su pecho, luego de haber hecho el amor–. Pasaremos el fin de semana juntos, y luego te vienes conmigo. –Se vale soñar, querido –le dijo Ro, con voz lánguida–. No puedo simplemente dejarlo todo por… –¿Por mí? –dijo él. –Por una aventura que ya me salió muy cara la primera vez. –Está bien –lo pensó bien Jared–. Tengo unos asuntos que arreglar antes, pequeña. Pero, cuando los solucione, mi jet te estará esperando en el hangar de siempre, en el aeropuerto. Rossie lo miró desde abajo. Podía distinguir su barbilla blanquísima, salpicada del nacimiento de una tupida barba que comenzaba a adivinarse abundante. Sentía también su respiración subir y bajar despacio, como si, de un momento a otro, estuviera a punto de quedarse dormido. –¿Eso significa que el viaje a Galápagos se cancela? –preguntó ella, decepcionada. –Claro que no, pequeña –Jared bes
El capitán del jet privado, propiedad de Jared Cavalier, recibió a este y a Ro en el hangar del Aeropuerto Internacional de La Capital a las siete y media de la mañana. Rossie llevaba al viaje que había estado soñando por los últimos siete años, solo lo que traía puesto: un vestido negro por encima de la rodilla, una chaqueta rojo rubí de paño, gather stocking negras y tacones Mary Jane’s a juego. Un outfit poco adecuado para la temperatura tropical de las islas, que recibía a sus visitantes con el calor de un horno a su máxima capacidad. Tomaron asiento, uno frente al otro, mientras que la azafata les ofrecía alguna bebida que ambos rechazaron, por encontrarse completamente embebidos en la mirada del otro. A minutos de culminar del vuelo, la sobrecargo regresó con un anuncio especial para su jefe. –Tiene una llamada urgente, Mr. Cavalier. A Jared le cambió la cara de inmediato. Se le endurecieron sus hermosas facciones y una
Lo primero que hizo Jared Cavalier al arribar a Manhattan, fue dirigirse al Mt. Sinai Maternal Care. En la suite número ocho, descansaba Adalyn Fernández-Cavalier, con su estampa latina radiante, a causa de su reciente maternidad. –Congratulations, babe, eres padre de mellizos –le dijo ella, sin darle tiempo a saludar, siquiera–. ¿No piensas felicitarme? «Mellizos», pensó Jared, y casi se le ablandó el corazón. Pero no se encontraba, en absoluto, en el mood de dirigirle ni una sola palabra amable a la madre de sus hijos. –¿Se puede saber por qué diablos me ocultaste durante todo este tiempo que iba a ser papá? –fue todo lo que Jared le dio por respuesta. –Porque me lo prohibiste, babe –respondió Adalyn–. ¿O es que ya no te acuerdas? Claro que se acordaba. La prohibición era tan específica que él le había dispuesto que, si se atrevía a contactarle durante la gira, lo único que debería esperar de él serían los
Cuando recibió la noticia de que su Jared no regresaría al día siguiente a las Islas Galápagos, ni ningún día, a decir verdad, Rossie Regiés se dijo a sí misma, en un tono extrañamente triunfante: «Lo sabía». El capitán del GoodGirl le entregó, esa misma tarde, y antes de su desembarco en Isla Baltra, un boleto de avión solo de ida hacia La Capital para las cinco de la tarde de ese mismo domingo. De forma adicional, una nota escrita a mano por El Emperador en persona, pero impresa en papel de fax, lo que la hacía parcialmente ilegible. Luego de esforzar su vista para poder comprender lo que ahí decía, esto fue lo que Rossie leyó: «Pequeña: no tengo ningún derecho de pedir que me perdones, pero, al menos, me permitiré rogarte que no me odies. Una parte de mí te amará hasta que muera, y la otra, morirá antes de tiempo extrañándote. Inevitablemente, algún día entenderás las razones de lo que hice. Y me sabrás disculpar porque, tú ta
–¡Llévame al hospital! –fue lo único que avanzó a decir Rossana Regiés a su hermana, antes de casi perder el conocimiento, luego del baldazo de agua helada que recibió por parte de la confesión inédita de Jared Cavalier para la televisión nacional e internacional. Ya en la ambulancia, una Rossie que sudaba frío fue acompañada por dos paramédicos, y tomada de la mano por su hermana y su padre, hasta el arribo a Emergencias, siete minutos después. «Amenaza de aborto», fue la sentencia de la doctora especialista que atendió a Rossie, quien llegó a la Clínica Internacional con palidez cadavérica y una crisis nerviosa, una vez enterada de su estado y de la reciente paternidad –con otra– del padre de su futuro hijo. «Embarazo de alto riesgo», fue el diagnóstico definitivo. «Reposo absoluto hasta el término de la espera», la prescripción incuestionable de la obstetra. –¿Quién es el padre de la criatura? –el señor Regiés no se veía enojado cuando lo dijo. Se
–¡Contesta de una vez el maldito teléfono, Jared! –vociferaba, del otro lado de la línea, Bob Thorton, desesperado porque nadie atendía la llamada, luego de, exactamente, siete intentos contados. Cuando, por fin, una voz agitada respondió a su abogado. Era Jared. –¿Cuál es el problema, Bob? –dijo el Goodboy, quien sostenía el teléfono con la cabeza y el hombro, porque tenía su mano izquierda ocupada con Nathan, su mellizo varón, y un biberón de leche tibia, ligeramente azucarada, en la derecha. –¿Estás sentado? –Robert casi gritó de indignación–, porque más te vale que te cuadres derecho para no caerte de espaldas cuando te dé esta noticia. Jared se apresuró a tomar asiento en la mecedora de la primorosa habitación de bebé que había mandado a decorar para sus pequeños, tapizada con frescos de nubes y estrellas en tonalidades pastel. –Suéltalo ya, Robert –dijo el Goodboy, bien acomodado en su silla–. Ya nada puede ser más difí
Aquella semana, Robert Thorton, abogado de las personalidades más influyentes de Manhattan, tuvo que enfrentar dos casos distintos para un mismo cliente: Jared Cavalier. Uno de ellos, sin embargo, le traería muchos más dolores de cabeza que el que se realizó días más tarde, en la ciudad Capital y completamente en un español tan correcto como agringado, al mismo tiempo.–¡Váyanse ustedes dos a la mierda! –un pisapapeles de mármol de Carrara voló por los aires, atravesando la mesa de reuniones del despacho de Bobby. Tanto él como Jared avanzaron a esquivarlo por los pelos–. ¡No pienso firmar ningún mugroso acuerdo!–Me prometiste que esto no pasaría –Bob se acercó al oído de Jared para hacer el reclamo, en la voz más quedita que pudo, para que Adalyn no los escuchara–. ¡Contén a la fiera, damn it!