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Capítulo 4: El correo de Celeste.

Mónica y Celeste, exhaustas tras un largo día de clases, decidieron relajarse en el parque. El sol comenzaba a ocultarse, mientras la brisa hacía susurrar suavemente las hojas de los árboles.

—¿Qué te comentó el profesor hoy? —preguntó Mónica, con un atisbo de curiosidad en sus ojos.

—Me dijo que debo ser la primera en entregar el proyecto y mencionó que mi antiguo profesor comentó algo sobre mis calificaciones bajas —respondió Celeste con un suspiro, notando el peso de sus propias palabras.

—¿Y qué piensas hacer? Sabes que a tus padres les preocupa tu rendimiento —dijo Mónica mientras se recostaba en el césped, observando el lento movimiento de las nubes en el cielo.

—Lo sé, pero parece que no entienden que hago lo mejor que puedo. Insisten en mandarme a ese convento, sin importar lo que yo piense —Celeste frunció el ceño, jugueteando con una ramita que encontró cerca.

—Mis padres son iguales. Para ellos, la escuela y la iglesia lo son todo. No parece importarles que también necesitamos tiempo para nosotras —murmuró Mónica, encontrando en su amiga una comprensión compartida.

—Tampoco los míos. Siempre están limitando mi libertad, como si no quisieran que disfrutemos de nada —dijo Celeste, suspirando con resignación.

Un par de desconocidos pasaron junto a ellas, lanzando comentarios desagradables sobre su apariencia. Celeste y Mónica intercambiaron miradas molestas, pero decidieron ignorarlos y seguir disfrutando del parque.

Poco después, se despidieron y cada una regresó a su hogar.

—Mamá, ya llegué —anunció Celeste al entrar en casa, dejando su bolso en el suelo y colocándose cómoda.

—¡Qué bueno verte, hija! —respondió su madre, sonriendo mientras se levantaba del sofá.

—Voy a hacer la tarea. Hoy tengo mucho que estudiar —dijo Celeste, mientras su madre asentía comprensiva.

—Bien. Aprovecha antes de que tu papá llegue —le indicó su madre desde la cocina.

Celeste subió a su habitación y se sentó frente a su computadora para trabajar en el proyecto de aritmética que le había asignado su profesor. Al rato, cambió al celular para estar más cómoda. Mientras terminaba los últimos detalles, recibió una llamada de Mónica.

—¿Ya terminaste el proyecto? Yo no entiendo nada —dijo Mónica, claramente frustrada.

—Sí, ya casi. Dame unos minutos y te lo envío —respondió Celeste, riendo suavemente.

—Hazme el favor, por favor. Estoy perdida —suplicó Mónica, arrancándole una sonrisa a Celeste.

—Está bien, pero me deberás una —dijo Celeste, divertida.

—¡Gracias! Eres la mejor amiga del mundo —exclamó Mónica, agradecida.

Celeste rodó los ojos con afecto y, tras colgar la llamada, terminó el trabajo de ambas. Envió los archivos a las 7 de la tarde.

Mientras tanto, en un bar cercano, Thomoe se sentaba en la barra, mirando fijamente su vaso de whisky, perdido en sus pensamientos.

—Hermano, ¿qué haces aquí tan solo? —dijo Dan, su hermano menor, al llegar con una sonrisa, pero Thomoe apenas levantó la vista.

—¿Qué quieres? —preguntó Thomoe, tomando un largo trago.

—Solo vine a verte, pero si sigues de mal humor, mejor me voy —respondió Dan, sintiéndose ignorado.

—Si te quieres ir, vete. Me da igual —replicó Thomoe, sin emoción en la voz.

—¿Por qué siempre eres tan frío conmigo? —Dan lo miró con decepción.

—No es por ti. Solo tengo cosas en la cabeza —dijo Thomoe, intentando justificarse, pero Dan lo interrumpió.

—Seguro estás pensando en alguna chica. Vamos, cuéntame —bromeó Dan, con una sonrisa pícara.

Thomoe soltó una risa involuntaria.

—No es eso. Estaba pensando en una de mis alumnas. Siempre parece distraída, pero es muy inteligente —admitió Thomoe, sin darse cuenta de lo que revelaba.

—¿Interesante..? —preguntó Dan, con una sonrisa insinuante.

—¿Qué insinúas? —preguntó Thomoe, frunciendo el ceño.

—Tienes cara de enamorado, hermano —bromeó Dan, provocando una discusión breve en la que Thomoe negó rotundamente la acusación.

Finalmente, la conversación terminó cuando Thomoe le lanzó una mirada seria.

—Está bien, no estás enamorado, pero ¿qué pasa con esa chica? —preguntó Dan, ahora más curioso.

—No lo sé. Parece que está siempre en su propio mundo. Quizás debería buscarle ayuda... —dijo Thomoe, levantándose para ir al baño.

Dejó su celular en la barra. Al regresar, encontró a Dan revisándolo.

—¿Qué estás haciendo con mi teléfono? —preguntó Thomoe, claramente molesto.

—Lo siento, hermano. Estaba sonando sin parar y vi que tenías varios correos —se defendió Dan, nervioso.

—¿Y los leíste? —Thomoe lo miró con desconfianza.

—Solo vi uno. ¿Quién es Celeste? Escribe cosas... bastante sugerentes —murmuró Dan, ruborizándose.

Thomoe frunció el ceño, confundido.

—¿Qué? —preguntó, arrebatándole el teléfono rápidamente.

Dan se quejó, frotándose la mano.

—No es para tanto —dijo Thomoe, con indiferencia, mientras revisaba su celular.

—Idiota... —susurró Dan, molesto.

—Respétame, soy mayor —replicó Thomoe, arqueando una ceja, mientras ambos intercambiaban miradas desafiantes.

Thomoe frunció el ceño mientras leía el correo de Celeste, tratando de descifrar sus verdaderos sentimientos. Su rostro se tornó de un intenso color rojo al imaginar las fantasías que la chica parecía tener sobre él, pensamientos que lo abrumaban y confundían.

—¿Has leído esto? —preguntó, aún colorado, sorprendido por las revelaciones de Celeste.

—Sí, ya lo leí... pero está inconcluso —murmuró Dan, desviando la mirada para no incomodar a su hermano.

Conocía demasiado bien la naturaleza impulsiva de Thomoe y prefería no ser testigo de sus reacciones explosivas. Thomoe soltó un suspiro.

—Celeste es la chica que no puede concentrarse —confesó, incrédulo.

Dan observó a su hermano con una sonrisa socarrona.

—Ya veo por qué no puede concentrarse... parece que le gusta la idea de que su profesor le dé duro contra el escritorio. Lástima que tú solo tengas ojos para una mujer, ¿verdad? —sugirió, disfrutando de la incomodidad que se apoderaba del ambiente.

Thomoe frunció el ceño, sorprendido y un poco incómodo ante la insinuación de Dan. No podía creer lo que estaba escuchando.

—¡¿Qué demonios estás diciendo, Dan?! —exclamó, sintiéndose avergonzado por la interpretación de su hermano.

—Relájate, hermano, solo estoy bromeando —respondió Dan, riéndose.

—Deja de jugar, Dan. No dejas de ser un idiota —murmuró Thomoe, volviendo a centrarse en el correo, tratando de ignorar las insinuaciones de su hermano.

—Te das cuenta de que ya te la imaginaste en cuatro mientras la haces tuya contra el escritorio, ¿verdad? —pronunció Dan con picardía.

Thomoe sintió cómo las mejillas le ardían al darse cuenta de que, de hecho, su mente había comenzado a divagar en pensamientos inapropiados, en un momento totalmente inoportuno.

—Ya me voy —dijo, notando cómo el rubor en su rostro se intensificaba al interrumpir abruptamente la charla.

Se sentía incómodo y no sabía cómo lidiar con la situación.

—Espera, no traje auto, llévame a casa —pidió Dan, intentando romper el incómodo silencio.

—Vete caminando, eso te pasa por leer correos que no son para ti —respondió Thomoe, con su tono denotando molestia.

Decidiendo que era mejor alejarse, Thomoe salió del bar con pasos rápidos, sintiendo la mirada de Dan clavada en su espalda. Dan corrió detrás de él.

—Espérame, no seas malo, soy tu hermano menor —suplicó Dan.

Ambos se dirigieron al estacionamiento, con el sonido de sus pasos resonando en el silencio de la noche. Cuando finalmente llegaron al auto, un hombre sombrío emergió de entre las sombras, apuntándoles con un arma.

—¡Arriba las manos, esto es un asalto! —exclamó el hombre, su rostro estaba oculto por la oscuridad.

Dan, con gesto suplicante, rompió el silencio.

—Por favor, llévame a casa, hermano —imploró.

Con una determinación fría, el asaltante volvió a gritar:

—¡Arriba las manos!

Thomoe, visiblemente molesto, alzó la voz.

—¡Cállate y déjanos en paz para que podamos hablar en privado! —demandó con firmeza al asaltante.

El ladrón, sorprendido, retrocedió un paso.

—¡Dije que arriba las manos! —insistió con tono amenazante.

A pesar de las advertencias, Thomoe y Dan parecían decididos a ignorarlo.

Con una mirada desafiante, Thomoe tomó las llaves de su auto, pero Dan rápidamente se las arrebató.

—Háganse los sordos —mencionó él hombre armado.

—¡QUE TE CALLES TE DIJE! —gritó Thomoe al ladrón.

El asaltante, con expresión de sorpresa, les apuntó con el arma.

—Denme las llaves del auto —exigió.

—Ten —dijo Dan, entregando las llaves tembloroso.

—Oh, gracias, qué fácil fue —pronunció el ladrón, sonriendo siniestramente.

—Dan, eres un idiota, tú dame las llaves —dijo Thomoe, decidido.

—¿Estás loco? ¿No sabes cómo funciona un asalto?— respondió el desconocido.

Thomoe comenzó a contar, su voz resonaba con firmeza. El asaltante lo tomó por loco y retrocedió un paso. Cuando llegó a dos, un destello cruzó su rostro. Se lanzó hacia adelante, empujando al ladrón y desarmándolo con un giro hábil.

—Presumido —dijo Dan, admirado.

—Largo o te mataré —amenazó Thomoe.

—¿Qué? ¡Me voy!— exclamó el ladrón, mostrando su cobardía.

—Es raro que dejes vivir a alguien. Si saben quiénes somos, estaremos en problemas —murmuró Dan.

—¿Quién dijo que lo dejaré vivir?— respondió Thomoe, alzando el arma y disparando, poniendo fin a la amenaza.

—Por algo eres el psicópata más loco que conozco —dijo Dan, con incredulidad.

—Y tú siempre serás el segundo —respondió Thomoe, sonriendo.

—Ya está, vámonos. Les hablaré a nuestros hombres para que limpien.

Thomoe llevó a Dan a su casa y se despidió con una mirada firme antes de dirigirse a su hogar para terminar de leer el correo de Celeste.

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