CAPÍTULO 3

Tras la puesta de sol, el crepúsculo extendió sus rayos. La oscuridad permanecía a la espera de que el crepúsculo se alejara y le diera su turno. Vehículos y motocicletas circulaban por la acera. Los peatones pasaban cansados por la acera. El cielo estaba oscuro, negro y muy nublado. Había una fuerte amenaza de lluvia. Los truenos avisaban a los valientes, que estaban preparados para todo. Mientras tanto, Florencia, que volvía de su tienda, se apresuraba como una niñera pensando en su bebé, que llegaría a casa llorando. Llevaba el tazón de caña de azúcar bien cargado sobre la cabeza. A pesar de la velocidad de sus pasos, no había peligro de que el tazón cayera sobre su cabeza. De repente, la llamó alguien que, a pesar de la amenaza de truenos, estaba sentado en una moto aparcada. Sin vacilar, la joven se dirige hacia el desconocido. Desde la distancia, no pudo mirar al hombre por falta de la oscuridad de la noche, que poco a poco se había hecho visible. Aunque tenía prisa, no rechazó su llamada.

- Buenas noches, señorita Florencia", dijo el interlocutor con calma.

Atónita, la joven abrió ligeramente los ojos y buscó los de su interlocutor, pero ¡ay!

- ¿No me reconoce?", dijo el desconocido.

- No, no le reconozco. ¿Quién es usted, por favor?

- ¿No era usted a quien vi ayer?

- ¿Ayer? Por favor, recuérdeme la ocasión.

- Srta. Florencia, ¿no se acuerda de mí?

- Tengo problemas para recordar las caras de las personas, ¡ese es mi mayor defecto, señor! Si pudiera recordarme la ocasión de nuestro tête-à-tête, me daría un gran placer.

El silencio del hombre le hizo mirarle con la boca cerrada.

- Por favor, señor -continuó el joven tendero-, tengo demasiada prisa porque no quiero que esta lluvia que se está acumulando en el cielo me pille fuera de casa.

- Siempre tienes prisa, ¿verdad? Ayer tenías prisa, temiendo que la noche no te sorprendiera. Hoy sigues teniendo miedo de la lluvia; mañana probablemente será el turno de la tormenta.

Fue en ese momento cuando la joven se echó a reír y, poco a poco, fue recordando el tono de voz y el rostro oculto de su interlocutor.

- ¡Por fin me acuerdo! ¿No era usted a quien vi ayer en el coche?

- Sí, era yo. Era yo.

- ¿Ah, sí? ¿Y dónde aparcaste el coche?

- En el garaje.

- Muy bien. ¿Qué me dices?

Lentamente, el hombre abandonó su bicicleta y se acercó a la chica, cogiéndole las manos y empezando a hablarle en voz baja. Le dijo que no podía vivir sin ella. También le dijo algunas de esas lindas cosas halagadoras que los hombres suelen decir a las jóvenes para seducirlas antes de que luego sean puestas a prueba por todos los reveses de la vida.

- Por favor, señorita Florencia, hace varios años que estoy soltero y después de verla me enamoré de usted y...

- ¡Por favor, señor, no estoy buscando marido!

- Señorita Florencia, hablo en serio. Si me veo obligado a esperarla hoy, es porque la amo y quiero ser serio con usted.

- Hermano mío, esto todavía no es una emoción real. De hecho, ni siquiera sé cómo amar a un hombre.

- Yo te enseñaré, mi querida Florencia.

- No necesito hacerlo. Además, no nos conocemos de nada. Ni siquiera sé tu nombre ni tu apellido, mucho menos tu profesión. Mi madre me contó una vez la historia de un joven que iba siempre al mercado a ver a una muchacha. La chica, sin saberlo, había sido seducida por los rasgos físicos del joven y, tonta que había sido, también se había enamorado ciegamente del joven sin que ella se molestara siquiera en averiguar quién era. El joven había tenido incluso el valor de ir a ver a los padres de la chica para pedirles sus manos. Unas semanas después de conocer a los padres, vino a entregar a la chica y, hasta entonces, nadie había intentado averiguar dónde vivía. Un mes o incluso siete semanas después, la joven novia visitó a su marido por primera vez. ¿Quién podía imaginar que aquel joven pudiera ser un verdadero demonio?

El desconocido se estremeció de asombro y abrió la boca.

- Sí, eso es lo que pasó con la chica -añadió Florencia, con semblante serio.

- ¿Eh? Esa historia sólo puede ser ficción.

- No digas eso. Todo es posible en esta vida.

- Es verdad, ¡lo es! Pero afortunadamente tengo padres.

- Eso aún no es suficiente. En cualquier caso, déjame pensarlo. No quiero hacerme daño.

- ¿Qué pasa otra vez? Señorita Florencia, yo la amo.

- Me amas que me cantes todavía no me tranquiliza; ¡todo puede ser una blasfemia!

- No, no estoy blasfemando, puede creerme.

- Por favor señor, la oscuridad ya está esparciendo su tinta negra. Por favor, déjeme ir a casa rápidamente.

- ¿Y si te dejo mi número de teléfono?

- ¿Y hacer qué con él? Ni siquiera tengo teléfono móvil.

- ¡Tienes que llamarme, por favor!

- ¿Has olvidado que sólo telefoneas a alguien cuando tienes algo que decirle?

- ¡Seguro que sí!

- ¡Y ahora no tengo nada que decirte! Entonces, ¿para qué te voy a llamar?

- Señorita Florencia, ¡me hace daño!", exclamó el hombre.

- ¡Lo siento mucho! ¡Es que ni siquiera tengo teléfono!

- Si está de acuerdo, ahora mismo le doy uno de los míos.

- ¿Cómo? Ni siquiera sé manejar un teléfono...

- Nunca se nace con conocimientos, hay que aprenderlo todo.

- No lo niego, pero preferiría que te quedaras con tu teléfono y tu número. Si el Dios que se cruza en nuestro camino aún no se ha cansado, seguro que se volverá a cruzar.

- ¡Pero estás siendo un poco ridículo!

- ¡Es natural! Es porque sé de dónde vengo.

- ¿Lo sabes? ¿De dónde vienes entonces?

- No creo que importe.

- ¿Importa? ¡Florencia!

- ¡Sí, jefe! Bueno, me voy. Mis mejores deseos para la familia! dijo la joven mientras se alejaba apresuradamente.

Una vez más, el desconocido comenzó a mirar a la chica desaparecer con sus nalgas.

***

Como de costumbre, cuando Florencia volvía a casa, siempre compartía sus momentos favoritos con su madre. Las de hoy se centraban en el mismo desconocido. La madre escuchó con calma la historia de su hija, que duró unos quince minutos. Cuando la madre terminó de escuchar atentamente, se aclaró la garganta y susurró:

- Hija, ¡qué amable eres! En primer lugar, debo felicitarte una vez más. Sí, te mereces una gran felicitación. Ya sabes, una mujer de tu edad tiene que ser digna de sí misma. Si fueras el tipo de mujer que estoy viendo, ya habrías aceptado las insinuaciones de ese hombre que no deja de molestarte. Sigue en la misma dirección. Si le das tu palabra antes de tiempo, te hará sufrir, y eso no es bueno. Incluso el joven del que hablas entenderá que no eres una mujer que se aprovecha ni materialista, y mucho menos fácil. El día que le des tu consentimiento, te juro que será una gran celebración. No sólo se sentirá orgulloso, sino que te respetará y no querrá perderte nunca. A los hombres les importan más las mujeres que no se dejan tratar fácilmente que otro tipo de mujeres. Así que no te preocupes. No dejes que nada te asuste. Si este hombre es el indicado para ti, nunca se cansará de molestarte. Pero si sólo está de paso, no se preocupará por ti. Hija mía, tienes toda mi bendición y nunca te dejes sorprender por el encanto, el estilo de vestir o la posición social de alguien, porque lo mejor para un ama de casa es primero la consideración. Después de la consideración viene el respeto. Por eso lo que es tuyo nunca huirá de ti. Grábatelo en la cabeza.

- Gracias, mamá.

***

Tres días después. Hoy es sábado. Como todos los fines de semana, Florencia se tomó un pequeño descanso y no fue al mercado. Los fines de semana eran su tiempo privado. A pocos metros de su casa había un pantano donde la mayoría de las jóvenes del pueblecito iban a lavar la ropa.

Esa mañana, como de costumbre, la joven cargó sobre su cabeza una gran palangana llena de paños. Entre los paños se encontraban los suyos propios y los de sus dos padres.

Caminó durante unos minutos y finalmente llegó al estanque. Se acercó más al estanque y vació los paños en el suelo. Luego, poco a poco, comenzó a lavar. Florencia, siguiendo los consejos diarios de su madre, había optado por no hacer amigos, y mucho menos los mejores. Prefería vivir sola, sin amigos. Incluso estaba orgullosa de sí misma. Había elegido su pequeño negocio de caña de azúcar como amigo íntimo.

Aquella mañana, en medio de su ajetreo, la sobresaltó una voz que, incluso desde su cabeza en la pila, reconoció como la del dueño. Dio un respingo de asombro. Con el ceño fruncido por el asombro, abrió la boca de par en par para mirar fijamente al visitante.

- Señor -dijo-, ¿de dónde ha salido? ¿Quién se ha atrevido a decirle dónde vivo? ¿Quién le ha dicho que estoy aquí?

En lugar de responder a la serie de preguntas que le planteó su interlocutora, el guaperas optó por ofrecerle su sonrisa.

- Responda a mi pregunta, ¡porque no tiene nada de risible! ¿A quién busca?

El desconocido siguió sin responder, contentándose con dar un paso hacia su anfitriona.

- Señorita Florencia -dijo al fin-, no he venido a hacerle daño. Sólo quería pasar los primeros fines de semana con usted. Y si eso va a causarle algún daño, puedo irme.

- ¡No hay de qué preocuparse! Pero quién te dijo que estaba aquí, ¡esa es mi preocupación!

- Sólo seguí la voz de mi intuición.

- ¡Eso está muy mal! Y si no me dices la verdad, te juro que gritaré pidiendo ayuda.

- Sí, prefiero una muerte vengativa por ti que seguir viva perdiendo tus manos.

La muchacha, invadida por la piedad, bajó la voz y dejó caer la tela de su mano.

- Está bien, no gritaré más. Pero me gustaría que me dijeras la verdad. ¿Quién te ha dicho que estoy aquí? Por el amor de Dios, por favor, dímelo.

El joven bajó la cabeza como para recordarse a sí mismo y susurró:

- ¿Te acuerdas de ayer? Si lo recuerdas, no debes olvidar que te pedí tus días libres.

- Sí, me acuerdo. Y creo que incluso te dije que los sábados y domingos no voy a ninguna parte.

- ¡Eso es! ¿Recuerdas que iba en bicicleta?

- Sí, una bicicleta de montaña.

- ¡Eso es! Eso es porque ya había trazado mi plan y sabía que como no querías enseñarme tu casa, iba a seguirte en silencio. Así que después de nuestras conversaciones, te seguí sin que lo supieras.

- Eso no es cierto -exclamó la joven, todo sonrisas-.

- ¿Por qué iba a mentirte? ¿Qué gano yo? Te seguí hasta tu casa y luego te vi abrir una verja. Fue después de que desaparecieras cuando me di la vuelta.

- ¿Eh? Eres terrible -exclamó Florencia, soltando una carcajada-. Está bien, te creí. Y ahora, ¿quién te ha dicho que estoy aquí?

- Ah, ¡muy bien! Pasé por tu casa. Cuando llegué, golpeé el portón y una joven había salido de una habitación. Seguro que es tu hermana. Le pregunté por ti y me dijo que te habías ido a la marigot. Entonces le pedí que me dijera dónde estaba la marigot y, después de darme algunas indicaciones, pude ponerme en contacto contigo, ¡eso es todo!

- Muy bien. ¿Y cuál era el motivo de su visita?

- Ninguno. Sólo vine a verte.

- ¿Ah, sí? Desafortunadamente tengo mucho que hacer.

- No te preocupes. Puedo hacerte compañía hasta que termines tus deberes.

- ¿Hablas en serio?

- ¡Sí! Hablo muy en serio.

- Muy bien, ven y acomódate.

La chica cogió un taparrabos y lo extendió en el suelo.

- Siéntese, por favor.

- ¡Gracias, señorita! ¡Qué amable!

- ¡Muchas gracias! ¿Qué le voy a ofrecer ahora que aquí no vendemos nada?

- ¡No te molestes, querida! Sólo haz lo que estás haciendo.

- ¿Lo haré?

- Sí, querida.

- ¡Gracias, querida!

Florencia, considerando las cualidades del joven, comenzó a recordar una vez más el consejo de su madre y un sentimiento comenzó a arraigarse en ella. A pesar suyo, hizo pequeños esfuerzos para no dejarse tentar por el espíritu que la animaba.

El lavado duró varias horas. Florencia había llegado a las ocho de la mañana y terminó a las cuatro, ocho horas de trabajo ininterrumpido.

El forastero, tendido sobre el taparrabos extendido, llevaba varias horas durmiendo. Despertó al fin y vio que la joven enjuagaba la parte inferior de las dos grandes palanganas que había traído de casa para ayudarla. Cuando terminó unos minutos después, Florencia se acercó a su visitante y le agradeció la espera y el tiempo que había pasado con ella.

- Gracias, señor. Gracias por hacerme compañía, es usted muy amable.

- Oh, ¡es gratis, señorita! ¡Usted vale más que eso!

Y los dos nuevos amigos se lanzaron a la calle.

- Me siento muy honrada con su visita -dijo Florencia a su interlocutora-.

- ¡El placer es todo mío!

- Dime, ¿por qué te negaste a tocar la comida que te serví hoy?

- ¡No fue nada grave! Es que no me gustan mucho los boniatos.

- ¿Lo dice en serio?

- Muy en serio.

- ¡En ese caso, no hace falta decirlo! ¡Este es mi hogar!

- Sí, aquí es exactamente de donde vengo.

- ¡Bien, entonces! Sólo deme unos minutos mientras dejo estos materiales de trabajo en casa.

- No hay problema, querida mujer admirable.

- ¿Eh? ¿Todas esas expresiones?

- Sí, porque te las mereces, querida.

- Gracias por sus cumplidos; ¡un momento!

Florencia dejó a su visitante y entró en el patio.

Unos minutos más tarde, esta vez salió de la casa con un vestido que le cubría desde el pecho hasta debajo de las rodillas.

- Vámonos ya", sugirió.

El hombre obedeció con calma. Los dos tomaron una dirección y, mientras hablaban, avanzaron poco a poco.

- Bueno, creo que te hice mucha compañía; ahora voy a volver a la casa porque tengo que ir a hacer la comida -le dijo Florencia a su compañero.

- No hay ningún problema. Gracias por recibirme. Muchas gracias por ser tan amable conmigo.

- No hay de qué. ¡Soy yo quien debe estarte agradecida!

- ¡Así que es un placer compartido! Tengo muchas ganas de hacerte un regalo, pero sé que te vas a negar otra vez.

- ¿Qué te gustaría regalarme?

El joven metió la mano derecha en uno de sus bolsillos y sacó unos fajos de billetes, entregando dos de ellos a su acompañante; eran billetes de diez mil francos.

- No, no los necesito -dijo automáticamente la joven.

- Señorita Florencia, ¿por qué me hace esto? -preguntó el joven con tristeza.

- ¿Por qué? ¡Ni siquiera nos conocemos! No sé si llegaré a quererte. Entonces, ¿qué sentido tiene tomar tu dinero si todavía no te amo? Y además, mi madre no me enseñó a aprovecharme de las ganancias de los hombres. Estoy orgullosa de quién soy y de la familia de la que vengo. De hecho, ¡estoy orgullosa de mí misma! Mi preocupación es cómo llegar a ser una gran empresaria algún día, y no creo que sea demasiado tarde todavía, ya que tengo perseverancia y fe para guiarme en cada paso del camino. Así que, querido desconocido, permíteme rechazar este segundo regalo que me haces. Aceptaré tu primer regalo tal vez el día que me hagas saber cómo te llamas.

Ante esta arenga, el joven jadeó asustado y respondió:

- Siento mucho no haberle dicho aún mi nombre de pila. Me llaman Jean-Paul.

- ¡Vaya! Tienes un nombre precioso, pero el problema es que ¡odio a la gente que se llama Juan y Pablo! Y lo que es peor, ¡eres el único que se hace llamar por los dos! Lo que significa que esta relación ya está cargada de incertidumbre.

Florencia no había terminado la frase cuando de repente su compañero dobló las rodillas en el suelo y empezó a suplicarle.

- No es a propósito que tenga estos dos nombres de pila; podría cambiártelos y...

-¡Oh, por favor, levántate! exclamó la muchacha mientras ayudaba al hombre a levantarse del suelo. ¡Sólo era para tomarle el pelo, de verdad! En cuanto a tu preocupación, me ocuparé de ella.

Los dos amigos se quedaron mirándose fijamente a los ojos y finalmente se soltaron.

***

Esa noche, después de la cena, Florencia dio vueltas en la colchoneta. Tumbada sola en la esterilla, daba vueltas y más vueltas. Ni ella misma sabía lo que pasaba. Dos imágenes pasaron por su mente. Se veía a sí misma junto a cierto joven. A veces veía al joven suplicándole, a veces lo veía cogiéndola de las manos. Se esforzó por borrar las imágenes que pasaban sin esfuerzo por su mente, pero no pudo. En sus oídos, dos voces se mezclaban. En sus oídos se mezclaban dos voces: la suya propia y la del hombre con el que había estado hablando todo el día.

- Nonnnnnn !!!! exclamó finalmente.

Su madre, alertada por su grito, acudió inmediatamente a socorrerla.

- Hija mía, ¿qué te pasa? ¿Es una pesadilla?

¿Qué podía decir? Tenía que decir que sí.

- Está bien, reza tus oraciones y vuelve a la cama -le aconsejó la madre.

Florencia asintió. Cuando su madre se fue y pronto la abandonó, Florencia no pudo dormir. Y el sueño la acompañó toda la noche.

Al amanecer, Florencia se levantó de la cama, toda preocupada. En su imaginación veía cuánto extrañaba tener a alguien allí. No sabía cómo ni dónde encontrar al hombre que se hacía llamar Jean-Paul para decirle cuánto había aceptado finalmente sus propuestas.

De la mañana a la noche, Florencia había perdido el equilibrio. Al día siguiente todavía era lunes, uno de sus días dedicados a los negocios. De regreso del mercado de Wando, uno de los más grandes de la ciudad de Porto-Novo, Florencia pasó por el mismo lugar donde solía encontrar sentado a Jean-Paul, pero, para su gran consternación, el hombre no estaba allí. Imaginando que lo vería durante el día antes de volver a casa, la joven descargó su palangana y se quedó allí, esperando un rato al hombre que le ofrecía la blancura de sus dientes. Por desgracia para ella, el hombre nunca llegó.

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