Unos ojos grises se han posado sobre Alen. ¿Serán una bendición o una m4ldición?
Pronto Alen se halló frente al bosque. Los rayos del sol del atardecer se colaban por entre sus árboles, de troncos delgados y copas muy altas, haciéndolo resplandecer. Eran árboles jóvenes, aunque probablemente más viejos que cualquier persona que conociera. Le llamaban el bosque de las luces, pero hasta ahora él no había visto ninguna.Desde su hogar, en los faldones de una colina, el bosque se veía sólo parcialmente. A veces, por la noche, lo miraba desde su ventana y ninguna luz, que no fuera la de la luna o las estrellas, había hecho aparición.Otra leyenda, pensó, traspasando la primera hilera de árboles. La tierra blanda amortiguaba sus pisadas, pero su andar no era silencioso; gritaba a todo pulmón el nombre de su hermana. El sol no tardó en ocultarse del todo y Alen siguió llamándola, cada vez más profundo en el bosque, cada vez más exhausto. Y el aire tibio del lugar no ayudaba con el cansancio y la fatiga. Cayó al suelo cuando la vista se le nubló. Estaba frente a un río. E
Alen llevaba más de un día dormido en su lecho. La desgastante búsqueda lo había debilitado y la caída empeoró su condición. Tal vez, si su lecho no hubiese sido una humilde pila de heno cubierta apenas por una bella sábana, se habría recuperado antes. Vivían en precarias condiciones y de la bonanza pasada sólo habían quedado algunos objetos que se habían resistido a vender, como las sábanas bordadas por la madre.Jun estaba a su lado, sentada sobre un pequeño banco. Velaba el intranquilo sueño de su hermano y, sin saber por qué, le acarició la arruga de su ceño hasta hacerla desaparecer. Sonrió complacida. La madre estaba a pocos pasos, preparando una sopa. Había logrado cambiar un collar heredado de su abuela por una gallina. Estaba segura de que, con una buena comida, Alen se recuperaría pronto. Le preocupaba su estado y también lo necesitaba fuerte para que ayudara a su esposo en el campo. —Jun, deja a tu hermano descansar.La pequeña se empeñaba en acariciarle el rostro y el cab
El sol emergió hacia los cielos al mismo tiempo que Alen llegaba a la puerta de su señor. La puntualidad era un rasgo que el hombre admiraba y su aprecio por el muchacho no hizo más que aumentar. En el patio trasero de la propiedad había un pozo y una pileta en la que Alen fue amontonando las ropas sucias. Eran abundantes. Prendas finas y delicadas, que lavó con los insumos que su señor le proveyó. Le siguieron varios juegos de sábanas y colchas, unas cuantas cortinas y dos alfombras. A mediodía, los tendederos que él mismo tuvo que instalar, cruzaban el patio como telarañas de un lado a otro en una intrincada red. Había terminado y secó el sudor de su frente, conforme con su desempeño.Buscó a su señor para informarle y lo encontró en el comedor, sentado frente a una mesa tan abundantemente servida que no pudo articular palabra. —Descansa un momento y come. Necesitarás energías para continuar. Alen se sentó, embobado. Permaneció observando todo, sin probar bocado. Parecía un sueño.
Al alba llegó Alen a casa de su señor. Hizo labores de mantenimiento y casi a mediodía partieron al pueblo. El hombre había hecho una lista de lo que necesitaba, pero Alen no sabía leer así que debió acompañarlo. Lo primero que consiguieron fue un caballo y una carreta. La fueron llenando con lo que el hombre ameritaba del mercado. Alen esperaba que fueran en su mayoría alimentos, pero lo único comestible eran cinco gallinas y un saco de maíz, para las gallinas. También compraron inciensos, ropas, aunque él consideraba que su señor tenía más que suficientes, sustancias limpiadoras y otras cosas que el joven consideró excentricidades.—Mi señor, le sugiero llevar aceite para las lámparas. —Ah, sí. Es una buena idea —señaló con indiferencia.Alen fue por él a la taberna. La muchacha sonriente lo atendió, le preguntó por Jun y al oír la buena noticia, lució más sonriente aún. Cuando por fin salió con el aceite, su señor lo esperaba de brazos cruzados, apoyado en la carreta. —¿Al menos
La tenue luz que se colaba por las frondosas ramas sobre la cabeza de Alen iluminaba apenas el camino. Pese a la oscuridad, sus pasos eran seguros en la tierra blanda. Sabía exactamente dónde pisar, como si hubiera transitado por allí muchas veces o tuviera la ruta grabada en su cabeza, justo tras la presión en su frente. Un búho ululó sobre una rama, mirando al intruso que, con su andar ruidoso, espantaba a sus presas. Alen siguió como si nada, víctima de un estado de trance muy cercano al fanatismo. Buscaba explicaciones a su sentir. Ya no era sólo la presión en su entrecejo, ahora todo su cuerpo era llamado hacia algún lugar en las oscuras profundidades del bosque. Alen era una esquirla de metal y un imán gigantesco lo atraía. Y aquella inexplicable sensación lo fascinaba, como nunca antes. En su mundo siempre sereno, aparecía algo de disrupción. Era refrescante y comprender la razón lo sería mucho más.Sus pasos se detuvieron al llegar a un pequeño claro de aspecto grisáceo por l
La fiebre había menguado bajo los cuidados de su señor, mas el ánimo de Alen seguía siendo sacudido por las escenas fragmentadas del misterioso encuentro que se arremolinaban en su cabeza. Y la urgencia imperiosa de correr al bosque no le daba tregua. Un dolor punzante en la muñeca lo tensó, pero fue incapaz de abrir los ojos. La sensación de estar siendo vaciado lo confundió todavía más y pronto estuvo demasiado débil como para pensar siquiera. No podía ni mantener la cabeza erguida, igual que la gallina y se sumergió en un profundo y sereno sueño, sin bosques y sus susurros, sin las caricias y los besos del viento, sin deseos desesperados e impronunciables, sólo el más absoluto de los silencios. Sus ojos se abrieron a mediodía del siguiente día. No supo que había pasado tanto tiempo hasta que su señor se lo dijo. Lo calmó asegurándole que su familia estaba enterada de su ubicación. De todos modos, Alen seguía demasiado débil como para poner un pie fuera del lecho. Un lecho de verda
Alen no logró conciliar el sueño. El tranquilo paisaje que observaba por su ventana lo inquietaba más que nunca. Ese bosque, en apariencia apacible, no era más que una gran mentira, una pantomima que albergaba dentro de sí a algún ser informe y grotesco.Ya no se engañaría más.Estaba completamente despierto y en sus cabales cuando, junto a la tumba del conejo, el aire adquirió consistencia suficiente para tocarlo.¡Y besarlo!Su primera experiencia sobrenatural, que intentó ocultarse tras la apariencia de un sueño, había quedado al descubierto y clamaba con furia por una explicación. Fue así que galopó con brío bajo la cálida luna con un sólo propósito en su corazón conmocionado: hallar a quien lo torturaba ocultándose bajo el velo del bosque.Tanta era su desesperación que entró con el caballo, avanzando por los estrechos e improvisados caminos entre la espesura, con la dificultad de la tierra blanda donde las patas de la bestia se hundían. Un paso en falso y el caballo estuvo a poco
El día de Alen luego de la increíble noche que había vivido transcurrió lento e interminable. Temprano fue a la casa de su señor, se dedicó a las labores de limpieza y alimentó a las gallinas, de las que ya quedaban tres, pues dos habían muerto luego de mostrarse muy débiles. Lo más probable era que se tratara de alguna enfermedad y a las otras no les quedara mucho tiempo.Su cuerpo vacuo se sentía fatigado y ningún alimento bastaría para devolverle la energía. Esa sensación palpitante en su vientre, tan similar al hambre, era un deseo desesperado, enloquecedor, que sólo se saciaría cuando regresara al bosque, cuando se encontrara con la misteriosa criatura que allí moraba. Su dueña. Y realmente lo era, pues no hub0 instante del día en que no se sintiera aterradoramente a la deriva, perdido sin su compañía. Los caminos de Alen se habían redibujado y, aunque no le gustara, todos se dirigían hacia el bosque. —¿Vuelves a sentirte enfermo, querido? —le preguntó su madre. El vacío que l